Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Contra la corriente
«La Lucha»
Castilla, nº 1, Segovia 1917, páginas 10-14

 

Amigos cariñosos censuran lo que llaman, unos, mi debilidad, mi pereza, otros, mi bondad excesiva los más benévolos, mi tontería, los más severos, calificando todos con sus respectivos juicios mi incapacidad batalladora para disputar a codazos un puesto más o menos visible en lo público, un lugar más o menos confortable en lo privado. «Hay que luchar», me dicen. La vida literaria, como todas las modalidades de la vida, es lucha, que fortifica y que, si es noble, engrandece.

Y yo, lejos, de aprobar estas palabras, sufro, cuando las escucho, una pena desoladora, porque no creo que ninguna pelea entre hombres sea noble.

Siempre que oigo decir «hay que luchar» –no «hay que trabajar», sino «hay que luchar»– veo en mi fantasía el cuadro de un pugilato fríamente cruel, donde hombres de rasgos fisionómicos duros y expresión alternativa de envidia y de codicia, se destrozan con todas las armas, usando, para mejor vencer, todos los medios. El campo de combate es árido y tristón. De un arbusto raquítico penden los objetos que han de ser premio a los vencedores en la feroz contienda: coronas que han de secarse en breve; mugrientas bolsas con moneda, que en gran parte se emplearán por sus dueños en perjuicio propio; papeles en los que se ordena dar a quienes los posean ciertos tratamientos y adjetivos, que, en cuanto se reciben un par de veces, no producen frío ni calor. ¿Y por esto, aquello?

Luego, los triunfadores se ensoberbecen, no por los premios, que juzgan inferiores a sus méritos, sino por estos, que les han proporcionado el triunfo. Se hiperestasian el egoísmo y la acometividad, a medida que se aligera el pensamiento, que salta, dividido y subdividido, por encima de los obstáculos que intentan detenerlo, perdiéndose, al fin, entre simas, breñas y arenales, en vez de abrirse, tenaz y paciente, un amplio cauce, por donde, sosegado y poderoso, discurriera hacia el mar de los grandes ideales. «El tiempo es oro», apotegma de los comerciantes, figura como divisa de los que hacen de su pensamiento almacén transitorio de ideas, y de su pluma, vehículo que las acerca, apresurada y desordenadamente, al mercado. Limitación, intransigencia, superficialidad, apresuramiento, incoordinación, vida exterior, pequeñas luchas, normas contradictorias a las que rigieron los grandes espíritus, maestros de la humanidad, unos, dispensadores, otros, de consuelos perdurables, son las características de los luchadores de la intelectualidad; lo que da razón de la inconsistencia de una gran parte de la obra literaria del actual período y de otros períodos análogos.

En el orden estrictamente moral, ¿no os parece ilegítimo eufemismo, ya que no falsedad y baja adulación a las ideas y prácticas corrientes, aplicar el alto epíteto «noble» a la pugna de opuestos intereses, que puede ocasionar el hambre en una de las partes y el hartazgo bestial en la otra, al choque brutal de ambiciones, que producen odios agudos, al encuentro de vanidades, que se repelen, engendrando envidia?

Componer un libro, hondamente sentido, o calmosamente meditado, verificar un invento, estudiar, investigar, enseñar, no es entregarse a la lucha, sino al trabajo, que puede armonizarse y de hecho casi siempre se armoniza, con la labor de los demás. Hay sitio para todos. A mayor número de escritores, más público que lea; una gran eflorescencia de arte, supone una cantidad acrecentada de sus amadores.

Pero luchar, esto es, emplear la violencia, o la astucia (que no es sino una forma de la violencia) para superar al que vale más, no por medio de la disciplina de las propias facultades, sino denigrándolo, mintiendo acerca de sus obras y procurando quitarle su puesto en el periódico en que trabaje, o su público; conquistar la ganzúa de la influencia para abrirse las puertas que la ley mantiene cerradas; intrigar en unas oposiciones para que el tribunal nos otorgue, con justicia o sin ella –mejor sin ella–, la plaza que otro se ganó; robar impúdicamente el pensamiento ajeno y hasta la ajena forma literaria en que el pensamiento fue vertido –y todo eso es lo que se encubre con la palabra lucha; y se encubre con razón, porque lo otro no es lucha, sino trabajo–; ser, en suma, injusto y cruel, cultivando el amor a sí hasta convertirlo en egoísmo refinado y en culminante egolatría, ¿no repugna, acaso, a toda alma noble?

En el gran predicamento en que hoy está la Lucha hay algo de exageración pedantesca, como hay también algo de ligereza, y tal vez de morbosidad, en la delectación con que algunos, por cualquier nonada, sacan a relucir todas las armas de su lengua, de su pluma., o de su influjo –matonismo moral–, sin querer comprender que la lucha es fuente de dolor propio, escuela de egoísmo para los demás, peligro constante de padecer injusticias y sarcófago de momentos en lo que pudiera reinar en nosotros la razón, produciendo frutos óptimos, y en los que se consume lo mejor del espíritu, roído por los gusanos de las bajas pasiones.

El lado pedantesco, que yo veo en los encomios a la lucha, es la aplicación irreflexiva de un principio científico, que tanto tiene de verdad como de error.

Es hora ya de corregir el principio de «la lucha por la vida», apresuradamente y con infantil perversidad aplicado a justificar lo pésimo en las relaciones entre los hombres. Hay otro principio, que contrabalancea los efectos de este, y aun los depura, y cuyo triunfo en nuestra vida será obra del progreso, si es que el progreso no se detiene. Es el principio de «la solidaridad», la cual existe, así en las cosas sometidas al puro mecanismo, como en las partes más o menos autónomas de las colonias del imperio orgánico, es decir, en todos los individuos vivos y, también, en todo organismo social, desde los formados por las térmites hasta los constituidos por el «homo sapiens».

¿En qué consiste la vida del mundo sidéreo, sino en el encaje de las recíprocas acciones astrales, dentro de la vida del conjunto, esto es, en lo que pudiéramos llamar solidaridad cósmica, producida en ese medio inalterablemente propicio que se llama éter, en el cual hacen los astros ante lo infinito su eterna gran parada?

Quizá sea perfecto el equilibrio de la solidaridad y la lucha, en el cambio de acciones y de materia entre la naturaleza cósmica y los seres vivos. Gravedad, cohesión, afinidad química, vibraciones etéreas, cuerpos nutritivos, son condiciones de la existencia de los seres organizados y al par, elementos que los desgastan, a virtud de las mismas acciones vitales por ellos provocadas. La vida de cada individuo es un equilibrio, inestable y en perpetua oscilación, entre sus elementos y los del medio exterior; y como aquellos no son sino una parte de estos mismos, agrupados por el quid vital de otra manera, cuando sobreviene la definitiva cesación del equilibrio, el resultado no es sino una reintegración; triunfando así la solidaridad de lo cósmico, para el cual no es la vida orgánica sino una eflorescencia asexuada, precaria y sin ulterior destino, como la vida racional, perfume de la más selecta de estas flores; por lo que la existencia del pensamiento sería absurda, si no existiera en el hombre un espíritu inmortal y un Dios providente en el cielo.

En la gran comunidad de los seres animados también puede observarse en muchos casos la solidaridad. Como las plantas son el sostén vital de la inmensa mayoría de los animales, la lucha, formidable aun en estos, es ya de menores proporciones que la cooperación, o la indiferencia. De no ser así, las especies inermes habrían desaparecido, aun con todas la defensas de ligereza, mimetismo y fecundidad.

Pero aunque no sea así, nos parece que se ha exagerado grandemente el principio de la lucha; de parcial y subordinado, se le ha querido elevar a supremo principio rector de la vida, no sólo vegetal y animal, sino racional, también sin querer distinguir el nuevo elemento que en esta palpita, al que no es lícito considerar como «una modificación de la energía».

¿Nos equivocamos en cuanto a los seres no humanos? Es posible, y nos importaría poco. ¿Pero será posible, también, que el hombre, que ha vencido con su razón semidivina sus instintos de fiera: el hombre, sensibilizado hasta experimentar tierna compasión por el insecto en peligro y aun por la flor arrancada de su tallo; el hombre, que llora las desgracias de hermanos desconocidos, yacentes en las lejanías del espacio o del tiempo; que se indigna por la injusticia cometida en sus antípodas; que proyecta con entusiasmo, repleto, o ayuno de ciencia, remedio para todos los males presentes y preservación para todos los males futuros; el hombre, que aun en la guerra, fratricida y cruel –todo lo que querais– no pelea sino creyendo que combate por la justicia, o en justicia; el hombre, soberano señor del mundo sensible; desposado con la idealidad, en la que toda perfección tiene su brillo, y toda virtud su aroma, y toda verdad armónico encaje, y toda pretérita grandeza su recuerdo, y su reliquia, toda pasión de amor a la humanidad y su altar las religiones de la belleza inventadas por los pueblos próceres, y que tiene la virtud divina de engarzar esos metales preciosos, extraídos de las simas del pasado y esas gemas, recogidas en la superficie del presente, en el hilo de la luz, que, viniendo de lo alto, conduce a las simas del porvenir; el hombre, que ha podido llamarse Sakia Muni, Cong-Tse, Zaratustra, Sócrates, Juan de Dios, Francisco de Asís, ¿ha de cuidar, con el mimo que la ramera a su predilecto, el más bajo de los egoísmos, residuo ancestral de la caverna, en la que convivía con el oso y disputaba al león su alimento y, por ello, por fuerza atávica, que sirvió en estados muy diferentes del estado actual, obstáculo monstruoso, interpuesto en el camino de la gran sociedad humana?...

Y si el hombre es, además de hombre, sacerdote de la cultura –sacerdote, sabio, escritor, artista, maestro– contemplarlo en lucha con sus iguales, es un espectáculo que pone ante la idea del humano perfeccionamiento una punzante interrogación.

Los dioses se fueron de la tierra, o se han apartado de las muchedumbres por culpa de sus sacerdotes. ¿Qué sucedería en nuestro mundo civilizado, si se perdiese por culpa de los cultos, la fe en la cultura?

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 218-222