Filosofía en español 
Filosofía en español

Los problemas de la filosofía de la cultura

Francisco Romero

Profesor en las Universidades de Buenos Aires y La Plata y en el Instituto Nacional del Profesorado de Buenos Aires

Los problemas de la filosofía de la cultura

*

Publicación N.° 30
Universidad Nacional del Litoral
Instituto Social
1936

 

Folleto de 158×229 mm. 28 páginas más cubiertas. [cubierta] “Francisco Romero | Profesor en las Universidades de Buenos Aires y La Plata y en el Instituto Nacional del Profesorado de Buenos Aires | Los problemas de la filosofía de la cultura | Publicación N.° 30 | Universidad Nacional del Litoral | Instituto Social | 1936”, [interior de la cubierta] “El Instituto Social es…”, [1] “Los problemas de la filosofía de la cultura”, [3] “Francisco Romero | Los problemas de la filosofía de la cultura | Universidad Nacional del Litoral | Instituto Social | 1936”, [5-27] texto, [28] Directiva del Instituto Social, [28 e interior de la contracubierta] “Publicaciones del Instituto Social”, [contracubierta] “Las personas que deseen recibir estas publicaciones…”.

 

La filosofía ha investigado durante siglos, con rigor y profundidad crecientes, el problema de la naturaleza, el orden y constitución del mundo físico. El problema del conocimiento, esto es, la cuestión de cómo llegamos al conocimiento de ese mundo, se lo ha ido planteando después. Y sólo mucho después se han propuesto las cuestiones relativas al mundo de la cultura, es decir, al mundo de los productos y de los modos de vivir del hombre. A primera vista parece sorprendente que lo indagado en primer lugar haya sido lo más lejano y extraño a nosotros: el mundo externo, y que sólo con posterioridad se haya proyectado la curiosidad filosófica sobre el conocimiento en sí y sobre la cultura, que es nuestro contorno más inmediato, lo más cercano a nosotros, y no sólo en cuanto contorno sino también en cuanto creación nuestra.

Pero este hecho sólo en apariencia es anómalo. Lo que nos toca más de cerca no es por lo general lo primero que advertimos. Para ver las cosas es conveniente cierta lejanía que favorezca la perspectiva; si la lejanía no existe, es necesario un esfuerzo de adecuación que concentre la mirada sobre aquello que por su misma inmediatez e intimidad es invisible para una espontánea actitud de conocimiento. De todo el terreno que es nuestro escenario natural en cada instante, sólo una fracción goza de total invisibilidad: precisamente la que más de cerca [6] nos toca, las pulgadas cuadradas que pisan nuestros pies. El pedazo de suelo que nos sustenta es en cada momento el que no podemos ver.

Esta extraña regla, según la cual el conocimiento de lo más cercano es el más difícil y el último, se cumple con bastante regularidad, si no en absoluto. La marcha de los astros se ha estudiado antes que la evolución de los insectos. El niño descubre antes todo su mundo circundante, y tiene que esperar hasta la adolescencia para realizar, con angustia y asombro, el descubrimiento de su propia intimidad, de su propio ser.

La misma marcha parece seguir el pensamiento filosófico. Los primeros filósofos de Occidente son los llamados Presocráticos, designación que comprende desde Tales hasta los atomistas Leucipo y Demócrito. Su problema es, esencialmente, el del ser de las cosas, la estructura y la ley del mundo. El espíritu humano que piensa y conoce el mundo, este centro de toda realidad pensada, esta realidad incomparable a toda otra que es el hombre, permanece invisible para ellos. Los Presocráticos vienen a ser los abuelos de la filosofía occidental, pero son también como niños, absortos en el magnífico espectáculo del mundo exterior, ignorantes del mundo que son ellos mismos. La adolescencia del pensamiento griego, el descubrimiento del sujeto, de los problemas que plantea el hombre, ocurre en la etapa ática, con los vilipendiados Sofistas y con Sócrates. Cuando ellos se formulan las primeras interrogaciones sobre la esencia del hombre, ya había sido examinado por muchos costados el problema de las cosas.

Este retraso inicial del problema humano respecto al problema de la naturaleza persiste después, más atenuado, a lo largo de toda la marcha del pensamiento de Occidente. La gran filosofía moderna, la que va desde Galileo y Descartes hasta Kant, la gran etapa del [7] racionalismo europeo que elabora la concepción mecánica de la realidad, es naturalista, esto es, trabaja preferentemente en los problemas de la naturaleza y extrae de estos problemas sus esquemas más generales. Si se arguye que esta filosofía es naturalista porque se basa y apoya en la ciencia de la época, que es por excelencia la ciencia natural exacta, no se altera nada de lo dicho. Porque parejamente anotaríamos que también la ciencia se ha preocupado antes de la naturaleza que del hombre mismo.

Sería pueril interpretar estas afirmaciones en sentido literal y absoluto. Decir que una filosofía es naturalista no implica sostener que el problema del hombre, el problema del espíritu, los problemas parciales de lo ético o lo estético, &c., estén ausentes de ella. La expresión «naturalista» alude a la dirección general, a la intención predominante. Con estas reservas, puede y debe decirse que la filosofía moderna, de Descartes a Kant, es naturalista. Esta indicación es sumamente importante, porque muchas concepciones nuestras, que nos parecen lógicas y evidentes por sí, naturales y de sentido común, son el sedimento de aquella filosofía o, mejor, de las grandes corrientes subterráneas de pensamiento que en aquella filosofía se manifestaron y tomaron forma y relieve. Contra este naturalismo, que está en nosotros asimilado, funcionalizado, hecho carne, combaten ahora nuevos puntos de vista, concepciones e interpretaciones nuevas, que van abriéndose paso trabajosamente desde principios del siglo XIX, y que informan y animan, en cuanto tiene de actual y vivo, la filosofía presente.

La filosofía actual se propone, como uno de los problemas que más apasionadamente le interesan, el problema de la cultura. [8]

Es sumamente difícil, en los angostos límites de una conferencia, dar cuenta de cómo se plantea en la filosofía de ahora este problema de la cultura. Habría que ver ante todo cómo y por qué nace esta cuestión, qué especiales circunstancias hacen posible que ahora, y sólo ahora, se pueda encarar en su totalidad el problema de la cultura. Y esto importaría examinar cómo en la filosofía reciente se critica y supera el naturalismo, que es el máximo impedimento para una adecuada consideración y estimación de lo humano y, por lo tanto, de lo cultural. Tal cuestión ha de quedar excluida por razones de tiempo.

En filosofía, cada cuestión particular aparece íntimamente ligada con otras, y, en última instancia, con todas. La filosofía es, en el fondo, una gran cuestión única que se ramifica en cuestiones particulares, las cuales siempre remiten, a la larga, al gran tronco único.

Por este motivo, y para exponer ahora algunas ideas sobre el problema de la cultura, deberemos acudir a más de una referencia histórica y tendremos que dar ciertos rodeos que nos llevarán, indirectamente, a nuestro asunto.

Para empezar, definamos sumariamente lo que es la cultura. La cultura, en un sentido muy amplio, está constituida por los productos de la actividad del hombre, y por esta actividad misma en cuanto no es puramente animal. Esto es, en cuanto es específicamente humana. Entran, pues, en el dominio de la cultura el arte, la ciencia, la filosofía, la religión, el mito, el lenguaje, la costumbre, la moral en cuanto práctica, el Estado y todo género de organismo político o social, la técnica en todas sus formas. En resumen, cuanto el hombre, conscientemente o inconscientemente, crea, produce o modifica, y la misma actividad creadora o modificadora.

El concepto de cultura se opone al de naturaleza. Naturaleza es el conjunto de los objetos existentes por ellos mismos, no creados ni modificados por el hombre. El campo en su estado natural es naturaleza; el campo cultivado pertenece en cambio al mundo de la cultura, porque el hombre lo ha convertido en un utensilio adecuado a ciertas finalidades y propósitos suyos.

La realidad, cuanto existe, parece, pues, distribuirse en dos grandes porciones o partes: la naturaleza por un lado, la cultura por el otro. Pero no es así. Está además el hombre, diferente por esencia de los objetos naturales, aun de los seres que parecen más próximos a él en la escala zoológica, de los cuales lo diferencian ciertos caracteres que no nos es lícito analizar aquí. Y diferente también, evidentemente, de los objetos culturales, ya que hemos definido estos últimos como los productos o resultados de su actividad. El hombre, pues, según estas definiciones, no es naturaleza, salvo aquello que en él es materialidad o animalidad. Y no es cultura, sino el hacedor, el protagonista de la cultura.

Lo que en el hombre es humano desde un punto de vista exclusivo, peculiar, específico, lo denominamos espíritu. Al espíritu así definido no le atribuimos ningún carácter sobrenatural ni misterioso. Espíritu es simplemente la designación de aquello que en el hombre crea el lenguaje, la religión, el arte, la moralidad, el Estado, &c. Como este principio sólo lo hallamos en el hombre, lo utilizamos para separar al hombre de la naturaleza.

Como lo que denominamos espíritu es lo que crea la cultura y la vive, los productos u objetos culturales debemos considerarlos como encarnaciones o realizaciones del espíritu, esto es, como espíritu objetivo. Hegel fue el primero que aplicó esta designación de espíritu objetivo a ciertos productos culturales, no a todos. Con su teoría del espíritu objetivo echó una de las bases más sólidas de la actual filosofía de la cultura. [10]

La interpretación de los objetos y fenómenos de la cultura como casos de objetivación espiritual, plantea un problema importante que se le escapó a Hegel.

Si queremos conocer un objeto natural, una piedra, un animal, indagamos su constitución, su origen, su modo de obrar, sus causas y sus efectos. Examinamos una piedra. Por mucho que avancemos en la investigación, por muy adelante que la llevemos, por mucho que remontemos en la serie de causas que la han constituido tal como se ofrece a nuestra mirada, lo que hallaremos está todo en el mismo plano, por decirlo así; no hacemos sino pasar de unos elementos físicos a otros elementos físicos.

Veamos qué ocurre con un objeto, ya no natural, sino cultural. Estamos investigando físicamente esa piedra a que acabo de referirme. Pero de pronto advierto que esa piedra no es un pedrusco común, sino un hacha prehistórica. La constitución física del objeto es la misma ahora que antes, evidentemente; tanto, que un geólogo que ignorase que en ciertas épocas se han usado utensilios de piedra, podría investigarlo hasta el fin sin ver en él nada más que una piedra. Pero apenas el investigador advierte que es un hacha primitiva, y no una mera piedra, cambia radicalmente la dirección de su interés. Ya no le importan los fenómenos físicos y químicos que han intervenido en la constitución de la piedra que está ante él, sino los fenómenos humanos con los cuales se relaciona ese objeto. La piedra, al identificar en ella un hacha, ha pasado del orbe de la naturaleza al orbe de la cultura. Antes, lo esencial era averiguar en ella su constitución natural; ahora se trata de comprender su sentido.

La piedra antes entraba en cierto dominio especial del orbe de la naturaleza, en la geología o en la mineralogía. Un momento en el conocimiento de la piedra como [11] objeto natural consistía meramente en esto: en reconocer en la piedra un objeto natural, un producto espontáneo, ajeno al hombre. Otro momento consistiría en incluirla en una de las grandes clases de objetos naturales, en la clase de los objetos naturales inanimados, y sucesivamente en los grupos y subgrupos en los que entre por su origen o por su composición. Algo parecido podría ocurrir con el mismo objeto, desde el punto de vista cultural. Podemos al principio reconocer en él, por ciertas peculiaridades que sólo pueden tener un origen intencional, un producto de la actividad humana, esto es, un objeto cultural, sin poder precisar más. Un examen más a fondo acaso nos convenza de que, por ejemplo, no es un adorno, ni un fetiche, sino un utensilio. Pero luego podemos fijar el empleo preciso de este utensilio, y ver en él un hacha. Y más adelante nos será posible quizá precisar el empleo especial a que se destinaba ese tipo de hacha, y ver en ella un arma de guerra, o de caza, o un instrumento para otro uso cualquiera, &c. Nada importa que la marcha efectiva de la investigación arqueológica sea o no ésta. Lo que quiero mostrar es lo siguiente: que mediante una serie determinada de operaciones de conocimiento, situamos este objeto cultural en su lugar justo, por medio de una sucesión de inclusiones en las clases y grupos en que dividimos y subdividimos el reino de la cultura, lo mismo que hacemos en el reino natural con una piedra, un vegetal o un animal. Pero así como en lo natural teníamos en cuenta en el objeto su origen y constitución física o biológica, en lo cultural tenemos en cuenta su sentido, esto es, su significación en el orden de la cultura.

El problema esencial en lo cultural es, pues, en general, un problema de significación, de sentido. Casi todos los objetos culturales se nos manifiestan exteriormente como objetos físicos. Veamos brevemente cómo es esta [12] exterioridad física en los distintos objetos culturales. Una religión es un conjunto de edificios para el culto, unos libros, imágenes e inscripciones, ciertos movimientos y ciertas palabras en los ritos, en la plegaria. Una obra de arte es piedra, lienzo, color, líneas, sonidos, palabras escritas o pronunciadas. Una costumbre se exterioriza en ciertas actitudes o movimientos, &c., &c. Pero lo que distingue al objeto cultural del objeto natural, es que el objeto natural es ante todo esa constitución física, mientras que lo esencial en el objeto cultural es que su realidad física, externa, es sólo el soporte del sentido, el vaso de un contenido espiritual. La religión no consiste en los edificios, los libros del canon, los movimientos y palabras del rito, sino en el contenido espiritual de todo eso, en la doctrina, en la creencia corporizada en ellos, expresada por ellos. Con la misma mole de mármol puede hacerse un umbral, una señal caminera, un busto de César. Con los mismos colores se pueden pintar las puertas de una casa y la Capilla Sixtina. Vemos cómo los elementos naturales se han convertido en signos de la espiritualidad, en receptáculos de un contenido religioso o estético, en vehículos de ciertas intenciones humanas. El problema del conocimiento e interpretación de lo cultural consiste, pues, en pasar en cada caso, de esos signos, de esos receptáculos, de esos vehículos, a lo expresado por ellos, al contenido, a la intención humana que encierran.

Esta cuestión, aparentemente tan simple y aun tan baladí, propone difíciles problemas. Estos problemas son de dos órdenes. Primero, cómo se realiza la objetivación espiritual, cómo se crean y modifican los objetos de la cultura. Segundo, cómo conocemos estos objetos, es decir, cómo captamos su sentido, su significación o contenido. El mecanismo profundo del conocimiento de los objetos culturales, del conocimiento histórico, sólo ha comenzado [13] a ser desmontado y analizado en los últimos tiempos. Si a primera vista parece algo inmediato y sencillo, es porque no hemos profundizado todavía en él. También al hombre sin formación científica ni filosófica le parece que el conocimiento de la naturaleza es algo simple, indudable, que se limita a ver, tocar, medir y pesar las cosas. Y ya sabemos cómo la ciencia y la filosofía destruyen estas ilusiones del conocimiento ingenuo, y nos dicen que la realidad física no es lo que vemos y tocamos, sino algo que está tras todo eso.

 

Desde luego, los problemas que plantea la cultura no han permanecido absolutamente inadvertidos. Ciertos problemas de estos han sido examinados en la filosofía desde bien temprano. Vamos a ver sumariamente cuáles y en qué direcciones. Pero lo importante es establecer con claridad lo siguiente. Los problemas de la naturaleza se han examinado en toda su amplitud desde los comienzos mismos de la filosofía; ha habido por tanto una filosofía de la naturaleza. En cambio no se puede decir que haya habido una filosofía de la cultura, aunque éste o aquel problema de la cultura haya sido examinado filosóficamente desde la Antigüedad, porque no se ha advertido que la cultura es un todo unitario y orgánico, como lo es por su parte la naturaleza, y que cada uno de sus sectores debía ser investigado en función del conjunto y con permanente referencia a él. Esto es, ha habido desde hace mucho una filosofía de la naturaleza, pero no una filosofía de la cultura, sino solamente la filosofía de ciertos sectores de la cultura aisladamente, sin sospechar su intrínseca conexión con los demás ni menos imaginar que todos juntos constituyen un dominio unitario, un mundo [14] especial, el mundo de la cultura. Sólo en fecha muy próxima a nosotros se ha llegado a comprender esto.

La filosofía, por ejemplo, ha estudiado desde tiempos remotos el problema del Estado. Ya en Platón y en Aristóteles hay importantes contribuciones a este gran problema. Pero no llegan a comprender que el Estado es una forma político-social especial, y que hay otras muchas del mismo orden que deben ser indagadas. Sobre todo, es curioso lo que ocurre con el Estado en comparación con la sociedad. La filosofía del Estado, como digo, ha sido encarada ya por Platón y Aristóteles; en cambio, una teoría completa de la sociedad sólo se comienza a trazar en el siglo XIX, por Comte y Spencer, iniciadores de la sociología. Este retardo de la sociología respecto a la filosofía política responde sin duda a lo siguiente: El Estado es más visible, más recortado y sólido. Consta de formas rígidas, de instituciones que obran coercitivamente sobre el individuo. La sociedad, en cambio, es cosa más vaga, más elástica, menos evidente; es necesario, por tanto, mayor capacidad de percepción, una observación más crítica, más fina, más honda. Estas indicaciones y otras semejantes que podrían hacerse, explican por qué la consideración filosófica de los distintos sectores de la cultura no se ha encarado de golpe y simultáneamente, sino que se ha ido escalonando a lo largo de los siglos.

La cultura no consiste en un conjunto de formas estáticas, quietas. El Estado, el lenguaje, el arte, la técnica, todos los hechos o entes culturales, poseen vida propia, cambian, se modifican. La cultura en cuanto proceso es lo que se registra en la historia, que es siempre historia de la cultura. Si antes ha sido preferentemente historia política, es por esa misma mayor visibilidad y evidencia del Estado a que me he referido antes. [15] Es muy instructivo examinar la proyección del interés filosófico hacia la historia. La reflexión filosófica sobre la historia, es decir, la filosofía de la historia, no ha existido siempre. Para los griegos y los latinos la historia no plantea apenas problemas filosóficos, no hay nada que investigar bajo la sucesión inmediatamente perceptible de acontecimientos que la historia relata. Es que para ellos no existía la historia como dinamismo, como evolución y desenvolvimiento. Profesaban una concepción estática de la cultura, y lo que la historia refería no era para ellos sino el sucesivo reemplazarse de las generaciones. La historia se convierte en problema cuando se descubre o se imagina que marcha hacia alguna parte, que el cambio es algo más que el mero sustituirse de unos hombres por otros. Con el Cristianismo aparece por primera vez una concepción semejante. La historia terrena, para el Cristianismo, es la aventura aquí abajo de un ser, el hombre, cuyo verdadero destino es la vida eterna, la salvación. Y con esto surge la primera filosofía de la historia, en San Agustín y en otros pensadores cristianos, que interpretan el curso histórico en función de estos fines trascendentales, supraterrestres. En el siglo XVIII, en lo que se denomina el Iluminismo o la Época de las Luces, nos encontramos con otra concepción interesante que sirve también de estímulo para un nuevo florecimiento de la reflexión filosófica sobre la historia. Se cree en esa época que el hombre ha triunfado o empieza a triunfar de las tinieblas de la ignorancia, que ha reconocido en la razón el único guía seguro, y que en adelante se regirá por ella; la razón será pues cada vez más el factor determinante de la marcha histórica, y por este progresivo empleo de la razón la historia será cada vez más una cosa razonable, el paulatino triunfo del orden, del bien, de la justicia, de las artes útiles y bellas. Así nace a fines del [16] siglo XVIII por primera vez la noción de un progreso histórico, y con él la exigencia de una reflexión filosófica sobre la historia que examine la manera de ser de ese progreso. En el siglo XIX, con el Romanticismo, esta noción de progreso del siglo XVIII cifrada en el auge de la racionalidad y del buen sentido, se modifica sustancialmente, se amplía, se complica. Se descubre que los pueblos poseen una vida propia, un desenvolvimiento que no consiste esencialmente en una ampliación de la racionalidad. La razón no es sino uno de los atributos del hombre, y no el determinante. Se sostiene que existe un desenvolvimiento en la cultura a lo largo de la historia, y que en esta marcha todos los momentos son valiosos y poseen su propio sentido. La historia se entiende desde dentro, las peculiaridades de cada época, de cada pueblo, se estiman en ellas mismas. De aquí, por ejemplo, la reivindicación romántica de la Edad Media, desdeñada y condenada por el siglo XVIII, que sólo veía en ella oscuridad y barbarie. Este nuevo concepto de la historia es el que representa ante todo Hegel, en quien toma cuerpo una enérgica tendencia de la época. En este clima nuevo aparece un nuevo sentido para lo histórico, un respeto y una comprensión que antes nunca existieron para la historicidad. Y con esta nueva concepción de lo histórico, que es ante todo un profundo reconocimiento de todos los valores que en la historia se han ido realizando, la cuestión o el tema de la filosofía de la historia se hace más patente. En resumen, vemos por qué y cuándo surge la filosofía de la historia; mientras se cree que la historia es el mero sucederse de los hombres, no hay filosofía de la historia; cuando se cree que la historia es algo más, que tiene sentido, que se orienta hacia alguna parte, que nada ocurre en vano, que el pasado prepara el porvenir, entonces se origina la [17] exigencia de una reflexión filosófica que examine la esencia del acontecer histórico.

Sería también muy instructivo profundizar cómo las concepciones más generales de cada tiempo determinan otros aspectos de la filosofía de la historia. El siglo XIX ha sido en su primer tercio romántico e idealista, y en su promedio positivista. Estas dos etapas del siglo pasado se reflejan fielmente en la consideración filosófica de la historia. El Romanticismo y el Idealismo de los comienzos del siglo han tenido su filosofía de la historia romántica e idealista. Hegel representa un evolucionismo idealista, y es la figura más importante, aunque no la única, de esta dirección. El Positivismo de mediados del siglo pasado también tiene sus filosofías de la historia, todas ellas de tipo positivista, es decir, explicando la evolución histórica por factores de hecho, por recursos naturalistas, por influjos materiales, biológicos o económicos. Unas veces, como en Buckle, se atribuye influencia predominante al medio geográfico. Otras, como en Draper, se imagina que una cultura pasa por etapas de infancia, juventud, madurez y senilidad, lo mismo que el individuo. Otras se explica la evolución histórica por las razas, o por la economía, &c.

Las grandes concepciones dominantes en la filosofía en la época posterior al Positivismo, es decir, a fines del siglo XIX y principios del nuestro, acarrearon grandes progresos en la consideración del problema de la filosofía de la historia y, en general, en el planteo del problema total de la cultura. Las dos direcciones de esta filosofía post-positivista que más considerable aporte han traído a estos problemas, son la intensificación del problema del conocimiento en las escuelas neokantianas, y la nueva filosofía de los valores. [18]

De las escuelas neokantianas, algunas desenvuelven el problema del conocimiento naturalista, del conocimiento tal como lo entienden las ciencias naturales. Pero otra escuela, también heredera de la filosofía de Kant, la que encabezan Windelband y Rickert, aportaba una novedad considerable. Sostiene esta escuela que el conocimiento de leyes, de generalidades, es un modo de conocimiento que no agota la realidad, que no la reproduce con exactitud y fidelidad, sino que la interpreta de un modo peculiar. Al lado de conocimiento de leyes, usual en las ciencias de la naturaleza, el conocimiento individualizador, que describe hechos singulares, el saber de tipo histórico en una palabra, es tan científico y válido como el otro; si para la naturaleza averiguamos las leyes, es decir, las generalidades, y para lo histórico nos detenemos en las personas y en los hechos singulares, es porque así lo exige nuestro interés en cada caso, sin que ello marque una superioridad del conocimiento de leyes, propio de las ciencias, sobre el conocimiento de lo individual, peculiar de la historia. Como vemos, en esta escuela se investiga ante todo el problema del conocimiento histórico. También es la esencia de este conocimiento lo que preocupa a otro gran pensador de incalculable importancia en estos asuntos, Guillermo Dilthey. Ya hemos visto cómo el hecho o fenómeno histórico o cultural se presenta ante todo como una cuestión de sentido, de significado. Dilthey se pregunta cómo captamos estos sentidos, estos significados, que son la verdadera sustancia cultural o histórica; y desenvuelve, por primera vez en la historia de la filosofía, una teoría del conocimiento consagrada a indagar y a fundamentar filosóficamente esa especial manera de conocimiento que pone en práctica el historiador y que le permite resucitar la vida pretérita. Esa vida ya transcurrida se nos ofrece en rastros, en signos, en documentos [19] de todo orden. ¿Cómo pasamos de estos signos, de estos documentos, a lo que expresan, a lo que significan? Dilthey profundiza esta cuestión hasta las últimas raíces, y sus trabajos a este respecto, incompletos y truncos, pero geniales y memorables, constituyen el fundamento de cuanto ahora se va pensando sobre el problema filosófico del saber cultural o histórico.

Por su parte, la nueva filosofía de los valores, que se inicia a fines del siglo pasado, reviste una importancia excepcional para la comprensión del mundo cultural. La filosofía se había preocupado hasta entonces principalmente del problema del ser, y había dejado en la sombra la cuestión del valor, del puro valer. La reflexión sobre esta cuestión, la aclaración de la esencia del valor, es indispensable para la ajustada interpretación de la cultura, porque los procesos culturales se realizan en vista de valores, y lo propio de los objetos culturales es incorporar valores. Desde el punto de vista de los valores ha establecido su filosofía de la cultura Enrique Rickert, ya citado antes. Para Rickert, la cultura se divide en dominios presidido cada uno por un valor; en cada uno de estos dominios hay un bien o producto o función en que el valor se encarna y realiza; una peculiar actitud del sujeto, y una concepción típica del mundo que responde a la preponderancia del valor correspondiente. Por ejemplo, en el dominio estético, el valor es la belleza, el producto o función en que este valor se encarna es el arte, la actitud del sujeto es la intuición estética, y la concepción del mundo dominante cuando predomina este valor es el esteticismo. Y así para los otros valores. Todo esto, dicho así, parece elemental y de sentido común, pero los análisis de Rickert descubren muchos aspectos insospechados, inesperados, que arrojan mucha luz sobre la contextura y la dinámica de la cultura. [20]

Pero quien acaso ha proporcionado más sólidos y durables materiales para la teoría completa de la cultura que ya se va perfilando, es Hans Freyer, en su breve y sustancial libro Teoría del Espíritu objetivo, publicado hace muy pocos años. Siguiéndolo, vamos a ver cómo se dibuja ahora el problema total de la cultura en cuanto mundo cerrado, en cuanto sistema; como mi intención no es exponer a Freyer, sino dar una idea general de la cuestión, modificaré quizá alguno de sus puntos de vista si otros me parecen más aceptables.

La cultura es el mundo propio del hombre, su ambiente más cálido y cercano. La integran objetos y procesos que él crea o realiza, unas veces conscientemente, otras inconscientemente; unas veces individualmente, otras colectivamente. Los objetos y los procesos son en cierto modo inseparables. Pero el análisis puede separarlos con el fin de estudiarlos mejor aisladamente; siempre con la reserva de que procesos y objetos están íntimamente unidos y a veces se confunden, se identifican.

Una clasificación de los dominios culturales desde el punto de vista material, esto es, por el contenido o la realidad concreta de cada uno, distingue las distintas ramas culturales que hemos enumerado ya antes: el arte, la religión, la filosofía, la ciencia, la técnica, el mito, la moralidad, la costumbre, la sociedad, el Estado, el lenguaje, &c. Pero si queremos hacer un estudio sistemático de la cultura, conviene encararla desde otro punto de vista. Los productos culturales son realizaciones del espíritu, objetivaciones o materializaciones espirituales. Lo primero, entonces, es estudiarlos en vista de esta fundamental característica, es decir, según el modo cómo en ellos se realiza la objetivación espiritual. Esto da lugar a una clasificación formal, a una clasificación según la manera y la dirección de la objetivación, y no según el contenido. [21]

Con este criterio distingue Freyer cinco grupos o tipos generales de productos culturales, que designa con los nombres de formaciones, útiles, signos, formas sociales y educación.

El primer grupo, que llama formaciones, o creaciones, comprende todas las obras de arte, toda teoría, y por lo tanto, las doctrinas religiosas, las ciencias, la filosofía. Aquí ya vemos la diferencia profunda entre esta consideración formal, y la corriente o material (por el contenido), ya que en un sólo grupo encontramos cosas tan distintas por su sustancia y significado concreto como una escultura, una religión y una doctrina científica. Pero recordemos que el criterio es la forma como se realiza la objetivación espiritual. Lo determinante en este grupo es que los entes que lo componen tienen sentido cabal por sí mismos. A primera vista, un cuadro como obra de arte es más parecido al grabado de un anuncio que a una doctrina religiosa. Desde el punto de vista elegido, en cambio, no es así. Un cuadro como pura obra artística tiene en sí su propio y completo sentido, y lo mismo una doctrina religiosa; en cambio, el grabado de un aviso, un affiche, no pretende encadenar a sí la atención y la valoración del espectador; por el contrario, procura simplemente atraer vivamente su atención para proyectarla en seguida sobre otra cosa muy distinta, sobre la cosa representada o aludida en el anuncio.

El segundo grupo es el de los útiles, esto es, todo lo que se ha constituido en vista de su utilización práctica, todo lo que sirve para algo. La clase de los útiles comprende todas las herramientas y maquinarias, Y otras muchas cosas que no suelen entenderse por lo común bajo la designación de utensilios, como los vestidos y el campo cultivado. Un útil o instrumento es también, desde este [22] punto de vista amplio y formal, una casa, una calle, un buque.

Viene en tercer lugar el grupo de los signos, que incluye todo lo que sirve expresamente para significar algo. El signo tiene en sí su sentido, pero lo peculiar de este sentido es dirigirse hacia otro objeto. Signos son los del lenguaje corriente y los de cualquier otro lenguaje o sistema de notación, como el formulismo matemático o el de la química. Y también un hito, un indicador de camino, una señal de peligro o cualquier otra marca destinada a informarnos de algo.

Pero el signo sólo es producto cultural en sentido estricto, esto es, espíritu objetivado, cuando su significado se ha hecho carne en él, se ha objetivado por entero, desprendiéndose en cierto modo de quien lo ha creado. Porque una de las notas o propiedades del espíritu objetivo, de los entes culturales, es cierta independencia y autonomía que es precisamente lo que les da personería y les permite pasar al dominio común. Hay notas que se pueden tomar también por expresiones, por señales de algo, pero que no son signos propiamente dichos; siguen siendo expresiones de alcance subjetivo, y no objetivaciones. Pongamos algunos ejemplos. Un indicador de caminos es signo, pertenece al espíritu objetivo, al dominio de la cultura, en cuanto indica algo sobre el camino, en cuanto desempeña su función propia; pero si observamos en él cómo ha sido hecho, podemos inferir, por ciertas señales, que quien lo hizo era un obrero hábil o inhábil, que lo hizo de prisa o despacio, a mano o a máquina, &c. Indudablemente, todo esto lo averiguamos o suponemos interpretando algo en él que funciona como señal, como expresión. Pero hay que distinguir estas señales o expresiones, de aquellas otras que atribuyen su propia significación al signo. Otro ejemplo. Si alguien habla, su [23] palabra es signo en cuanto espíritu objetivo sólo por su estricto significado, idéntico en cualquiera que exprese la misma palabra; pero no por la especial inflexión de la voz, por el tono, que, sin embargo, nos dicen muchas cosas sobre lo que está pasando en quien habla: si se expresa con seriedad o en broma, si está atento o distraído, si cree mucho, poco o nada lo que dice, &c. Todo esto es subjetivo, cambiante, individual, y lo característico del espíritu objetivo, de los objetos de la cultura, es su relativa autonomía y consistencia propia, que los ponen en relación con todos.

La cuarta clase o categoría es la de las formas sociales, que comprende todas las relaciones humanas, la costumbre, el derecho, &c., y la quinta, la más difícil de definir en los términos sumarios en que aquí estamos obligados a hacerlo, la educación. La educación se considera forma del espíritu objetivo en cuanto incorporación al individuo de bienes culturales, que el individuo se apropia y hace suyos. En ciertos modos especiales de educación es esto particularmente visible. El médico, el jurista, muestran en su conducta la existencia en ellos de ciertos esquemas profesionales; aun más rígidos se muestran estos en profesiones que alcanzan a teñir más ampliamente la vida toda, como en el caso del sacerdote o del militar. Pero esta incorporación de formas objetivas se da en toda educación: todos sabemos lo que es un hombre culto, o un hombre de mundo, &c.

La vida de la cultura es el conjunto de acciones y reacciones entre los objetos culturales y el sujeto que los crea, que los modifica, que los comprende. La cultura no es de ninguna manera la galería de formas a que me he referido hace un momento, en cuanto cosa estática y aislada, sino la dinámica de esas formas como ambiente [24] o contorno vivo del hombre. Los procesos culturales son de dos órdenes bien diversos.

Son, por una parte, procesos de conocimiento, de comprensión. Comprendemos, nos apropiamos el sentido de una teoría científica o de una obra de arte, penetramos en la significación de un signo, sabemos que tal cosa es un instrumento y aprendemos a servirnos de él. Ya he dicho que este peculiar modo de conocimiento plantea problemas cuya dificultad y complicación contrastan singularmente con su aparente sencillez.

Por otra parte, son procesos de creación y modificación de los productos culturales. También por este lado son muchas las complicaciones. La creación puede ser individual o colectiva: tiene aspectos conscientes y aspectos inconscientes. Además, en el mundo del espíritu objetivo se presenta un curioso fenómeno que interviene en la creación, el fenómeno que podemos llamar de la coherencia; la estructura de la obra sólo en parte se debe a la actividad creadora del sujeto, porque la obra en trance de creación posee cierta regularidad interna, cierta línea propia de desenvolvimiento, que encauza y dirige dentro de ciertos límites la voluntad del creador: es como si el mismo objeto que se va creando colaborase con su creador. Cuando la creación es colectiva, aparecen factores más difíciles de discernir. Aparte de los procesos de creación, están los de evolución o cambio. Dentro de una misma exterioridad, puede cambiar el contenido; así en los llamados cambios semánticos, en las variaciones en el significado de las palabras, capítulo tan apasionante de la actual lingüística. En general, las formas culturales poseen cierta rigidez, cierta tendencia a sobrevivir, que no impide una relativa elasticidad. Pero esta elasticidad no es ilimitada; llevada hasta cierto extremo, una forma cultural se rompe, muere y deja su lugar a otra. Este hecho es bien [25] conocido por lo que toca a ciertos productos culturales, el Estado, por ejemplo. Lo importante es reconocer que vale para toda forma cultural, es decir, que hay una sucesión de evolución paulatina y de tránsito brusco en todos los órdenes de la cultura, y que esto es ley general de la cultura. La consecuencia sería que hay que desechar la idea tradicional de la evolución continua, porque toda línea de evolución está destinada a quebrarse para dejar sitio a otra nueva.

El problema de la cultura, tal como lo hemos esbozado, vemos que apenas comienza a plantearse y que, para su total esclarecimiento, requerirá aún el esfuerzo plural y continuado de unas cuantas generaciones de investigadores. Algunas de las más importantes cuestiones que implica apenas han sido vistas hasta nuestros días. El problema de la comprensión de los objetos culturales, el de los valores, que proporcionan su base a la aclaración de lo cultural, datan de ayer, por decirlo así, no llevan más de medio siglo de indagación consecuente, período extremadamente corto si se lo compara con los siglos a lo largo de los cuales se han indagado otros problemas filosóficos, por ejemplo el de la sustancia o el de la causalidad. Y, con todo, la cuestión reviste aún mayor complejidad si se la pone en función de otra a la que todavía no nos hemos referido, y de la que no se puede prescindir.

Me refiero al problema de la concepción del mundo, que sólo en estos últimos años comienza a estudiarse, problema lleno de oscuridades y de enigmas. Sobre este asunto sólo podemos hacer referencias sucintas y limitándonos a su relación con nuestro tema presente.

A primera vista parecería que hay en el hombre en cuanto protagonista de la cultura, capacidades que entran en comercio inmediato con las las respectivas formas culturales. Esto es, una capacidad religiosa, estética, científica, &c., [26] que producen activamente y captan receptivamente la religión, el arte, el saber científico, &c.

Pero un examen a fondo demuestra que la situación es distinta. El hombre está como envuelto en un medio sutil que es su concepción del mundo, su visión y estimación de las cosas, de la vida, de su propio ser, no como saber reflexivo y consciente, sino como algo vivido, inmediato, inconsciente o casi inconsciente. Hay concepciones del mundo propias de una raza, de una época, de un pueblo; hay concepciones del mundo peculiares a ciertas clases sociales, a determinados tipos humanos, a individuos aislados, y suelen superponerse y entremezclarse. Tiñen con su especial colorido cuanto vemos, dan un tono determinado a nuestra vida, orientan nuestras preferencias, guían nuestras estimaciones. La concepción del mundo en cada momento se refleja en la cultura, la determina, le otorga su acento y su unidad de estilo. Por ejemplo una concepción del mundo en que prepondere el factor religioso, coloreará de religiosidad todos o casi todos los aspectos de la cultura. Una concepción del mundo de tendencia estética o utilitaria, teñirá de esteticismo o utilitarismo aun aquellos sectores de la cultura que menos tengan que ver directamente con el arte o con la utilidad.

Con el planteo de los problemas de la cultura en la filosofía actual, se le abren nuevos y dilatados horizontes. Indagadas largamente por el pensamiento tradicional (lo que no quiere decir que estén resueltas) las cuestiones referentes a la naturaleza, se inicia el examen de un nuevo orden de temas, apasionantes y vírgenes; temas que nos son los más próximos y entrañables, los que más de cerca tocan a nuestra vida y a nuestro destino. [27] Nuestro país va reclamando su sitio entre los pueblos que trabajan en las grandes tareas del pensamiento, y debemos esperar y desear que aporte su contribución a la profundización y aclaración de estas cuestiones.


El Instituto Social es un organismo creado por la Universidad Nacional del Litoral, con el propósito de establecer sólidos vínculos de unión entre ese centro de cultura y el medio en que actúa. Tiene a su cargo, no solamente la divulgación de conocimientos útiles entre las masas populares, difundiendo la obra que realizan los investigadores en el claustro, sino también la intervención directa en aquellos problemas de índole cultural, económica o social que afectan al país, y en particular al litoral. La Universidad procura actuar así como un elemento de orientación útil de los esfuerzos hacia la mejora de las condiciones generales de la vida. A las tareas de investigación y docencia, propias de todo establecimiento de enseñanza, agrega una acción inmediata, que le permite hacer sentir en forma claramente perceptible su influencia como instrumento de bienestar social.

La Sección Cursos, o Universidad Popular, como antes se la llamara, ofrece enseñanzas complementarias a las personas que no han tenido oportunidad de completar su educación en las escuelas públicas o establecimientos de enseñanza secundaria, ni pueden ya frecuentarlos. Habitualmente pasan de un centenar los cursos anuales que sobre diversos temas se dictan en Rosario y Santa Fe, siendo en todos ellos la matrícula e instrucción totalmente gratuitas, y libre la elección de asignaturas.

La Sección Extensión Universitaria difunde, mediante conferencias, publicaciones y trasmisiones radiotelefónicas, los conocimientos científicos, literarios, artísticos y filosóficos que tiendan a elevar el nivel cultural del medio social en que la Universidad actúa. Para ello, el Instituto Social dispone de una estación radiotelefónica emisora instalada en Santa Fe, la L. T. 10 de frecuencia 1.300 Kc./s., que funciona diariamente.

Por último, el Museo Social estudia los problemas dé índole económico-social que tengan atingencia con el adelanto del país; reuniendo y manteniendo al día la documentación necesaria.

(Francisco Romero, Los problemas de la filosofía de la cultura, Santa Fe 1936, interior de la cubierta.)

universidad nacional del litoral

INSTITUTO SOCIAL

Presidente
Dr. Josué Gollan h.Rector de la Universidad Nacional del Litoral
 
Comisión Directiva
Dr. José Lo ValvoDecano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
Dr. Horacio Damianovich Decano de la Facultad de Química Industrial y Agrícola
Dr. Carlos WeskampDecano de la Facultad de Ciencias Médicas, Farmacia y Ramos Menores
Ing. Cortés PláDecano de la Facultad de Ciencias Matemáticas, Físico-Químicas y Naturales aplic. a la industria
Dr. Ricardo FosterDecano de la Facultad de Ciencias Económicas, Comerciales y Políticas
Ing. Carlos A. NiklisonDirector de la Sección «Museo Social»
Ing. José BabiniDirector de la Sección «Extensión Universitaria»
Cont. Esteban IsernDirector de la Sección «Cursos»

(Francisco Romero, Los problemas de la filosofía de la cultura, Santa Fe 1936, página 28.)

PUBLICACIONES DEL INSTITUTO SOCIAL

 – Problemas de derecho penal, por el Dr. Luis Jiménez de Asúa. (2ª Edición).

* – Investigaciones sobre ciegos en la provincia de Santa Fe, por el Dr. Juan Álvarez.

* – Goethe y el panteísmo spinoziano, por el Sr. Carlos Astrada.

* – El problema de nuestros territorios nacionales, por el Dr. Alberto Baldrich.

 – El día de las Américas, por el Dr. Ricardo J. Siri.

 
Extensión universitaria:

* 1 – El problema actual de la lepra, por el Dr. Enrique P. Fidanza.

  2 – Función de las vitaminas en la nutrición, por el Dr. Ricardo Calatroni. (2ª edición).

  3 – Razón fisiológica de la jornada de ocho horas, por el Dr. Cayetano Viale. (2ª edición).

* 4 – Higiene escolar, por el Dr. Manuel E. Pignetto.

  5 – La piedra filosofal, por el Dr. Josué Gollan (hijo). (2ª edición).

* 6 – Eurindia en la arquitectura americana, por el Arq. Angel Guido.

* 7 – Principios y fundamentos de la reforma universitaria, por el Dr. Julio V. González.

  8 – Puna de Atacama, por el Dr. Luciano R. Catalano. (2ª edición).

* 9 – Las Guayquerías de San Carlos en la provincia de Mendoza, por el Dr. Joaquín Frenguelli.

* 10 – El problema cultural Oriente-Occidente, por el profesor Juan Mantovani.

  11 – Santa Fe y el Uruguay, por el Dr. José Luis Busaniche (2ª edición).

* 12 – La cuadratura del círculo, por el Ing. José Babini.

* 13 – Fisiología de las emociones, por el Dr. Juan T. Lewis.

* 14 – Arquitectura y danza, por el profesor Vicente Fatone.

* 15 – La traición de la inteligencia, por el Sr. Aníbal Sánchez Reulet.

* 16 – El cáncer de los fumadores, por el Dr. Mario Vignoles.

* 17 – Lo que pueden hacer los ciegos, por el Sr. Samuel Feeldman.

* 18 – Alcance y proyecciones del Instituto Social, por el Dr. Rafael Araya.

* 19 – Biología y Educación, por el Sr. Hugo Calzetti.

* 20 – El imperio de los incas y la conquista española, por el profesor Luis Baudin.

* 21 – La formación histórica, por el Sr. José Luis Romero.

* 22 – Místicos italianos de la Edad Media, por el Sr. Alfredo R. Bufano.

* 23 – El problema universitario del profesionalismo y la investigación, por el Dr. José Lo Valvo.

* 24 – La crisis espiritual y el ideario argentino, por el Dr. Saúl Taborda.

  25 – Parásitos de nuestra fauna, nocivos para el hombre, por el Dr. Salvador Mazza.

  26 – Los obstáculos a la Cultura, por el Ing. Nicolás Besio Moreno.

  27 – Alienación mental y delincuencia, por el Dr. Helvio Fernández.

  28 – El Canal Beagle, por el Dr. Gustavo A. Fester.

  29 – Ciencia, experiencia y ambiente rural, por el Sr. Edmundo Wernicke.

  30 – Los problemas de la filosofía de la cultura, por el profesor Francisco Romero.

  31 – La música contemporánea y sus problemas, por el Dr. Leopoldo Hurtado.

 
Biblioteca pedagógica:

1º tomo: La instrucción primaria en Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes, por la profesora Srta. Dolores Dabat, con una Noticia preliminar del Dr. Juan Álvarez.

2º tomo: Los nuevos métodos pedagógicos, por la Dra. Celia Ortíz de Montoya.

3º tomo: Sobre un ensayo de Escuela Serena en la provincia de Santa Fe, por la profesora Srta. Olga Cossettini.

 
El problema del camino:

  1 – Métodos de cálculo aplicables a las calzadas elásticas, por el Ing. Jorge Klinger. (2ª edición).

  2 – El suelo. Su conocimiento y corrección, por el Dr. Josué Gollan (hijo). (2ª edición).

 
Temas rurales:

* 1 – La mandioca, por el Dr. Pedro Chiarulli.

* 2 – El caballo, por el Dr. A. Lisandro Larrosa.

  3 – Contribución al conocimiento y difusión de las especies cítricas, por el Ing. Alejandro Bouquet.

 
Temas obreros:

* 1 – Accidentes de trabajo, por el Dr. Mariano R. Tissembaum.

  2 – El seguro social, por el Ing. Carlos A. Niklison.

* Agotadas.

(Francisco Romero, Los problemas de la filosofía de la cultura, Santa Fe 1936, página 28 e interior de la contracubierta.)

Las personas que deseen recibir estas publicaciones, se servirán remitir su nombre y dirección al Instituto Social, Universidad Nacional del Litoral, Bvard. Pellegrini N.° 2750, Santa Fe, República Argentina.

Universidad Nacional del Litoral

imp. de la universidad - santa fe

(Francisco Romero, Los problemas de la filosofía de la cultura, Santa Fe 1936, contracubierta.)

[ Transcripción íntegra del texto contenido en un folleto impreso sobre 28 páginas más cubiertas. ]