Filosofía en español 
Filosofía en español

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¿Cuál es la educación física y moral de la mujer, más conforme a los grandes destinos que la ha confiado la providencia?

Discurso pronunciado ante el Claustro de la Universidad Central por el licenciado Don Miguel Mayoral y Medina, en el acto solemne de recibir la investidura de Doctor en la Facultad de Medicina y Cirugía.

Imprenta de don Pedro Montero. Plazuela del Carmen, núm. 1
Madrid 1859

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Excmo. e Illmo. Sr.,

Es tan grande la emoción que agita mi alma al encontrarme en esta cátedra donde siempre se han dejado oír acentos más elocuentes que los míos, al contemplar desde ella ese claustro venerable, ese auditorio escogido que, silencioso, espera broten de mis labios frases que le conmuevan, al veros reunidos para solemnizar este acto científico, vacilo pueda expresar con la palabra las ideas que se agolpan a mi mente, los afectos que arden en mi corazón. No esperéis sea capaz de llamar vuestra atención por la solidez del raciocinio, la originalidad de ideas, la profundidad de pensamientos engalanados con los atavíos del lenguaje, no, mis fuerzas son débiles, no confío en ellas, pero sí en vuestra indulgencia, que nunca ha sido negada a los que, como yo la imploran, y a los que como yo la necesitan.

¿Cuál es la educación física y moral de la mujer, más conforme a los grandes destinos que la ha confiado la Pro videncia?

Bien conocéis el campo que descubre esta proposición; si en él existen flores y espinas, no os extrañará elija las primeras, y deje las últimas; el aroma de las unas, convida a aspirarle; el peligro de que las otras hieran, conduce instintivamente a evitarle; así que, a grandes rasgos, me ocuparé de la primera parte del tema, para detenerme en la segunda, que conceptúo más a propósito para estos momentos, en los que cumplo con lo prescrito en el reglamento; pero aunque cortos, no basta mi suficiencia para dilucidar aquella como debiera, y solo me concretaré a hacer algunas indicaciones. Para ello, necesario es manifestar, siquiera ligeramente, el origen de la creación de la mujer.

Bella es la rosa que esparce su fragancia y ostenta su hermosura en vergel delicioso; expresiva, la música armoniosa que acompaña la oración del Católico; poderoso, el navío que surca los mares y enlaza el interés, el sentimiento, y la dicha de la humanidad; mas ¿qué sería de la rosa sin el rocío y los rayos del crepúsculo? no luciera entonces sus purísimos colores: ¿qué de la música, sin la inspiración? el silencio: ¿qué del navío, sin timón, ni la mano del piloto? su pérdida en las embravecidas olas.

El hombre se halla al crearse el Universo siendo su rey; sin embargo, en la soledad, encuentra un vacío que no sabe explicar, pero que siente; todo en su derredor le halaga, le obedece, y aunque ha lucido para él la aurora de un hermoso día ¿qué pensamiento le ocupa? el oriente de su porvenir.

Cuantos seres le circundan, los ve rodeados de una familia, de un compañero, al menos de su especie; él domina, sí, pero atormentado, porque carece de la gota del rocío, que es la vida de la rosa, de la inspiración, que es el alma de la música, el timón y piloto que constituye la fuerza del navío: esto es, lo que forma ese deseo del hombre que no ve satisfecho.

Al murmullo de la brisa que vagaba suave, inquieta, y juguetona, al susurro de las sonoras fuentes que desprendían perlas cristalinas, durmióse Adán. «No es bueno que el hombre esté solo» dijo el Omnipotente, y le prepara, para cuando despierte, un consuelo inefable a su amargura, un lenitivo a su pesar. La mujer fue formada: ella salió de la materia del primer hombre pura, encantadora; los céfiros, las aves, enmudecieron para admirarla, algunas posáronse en su regazo en el que hallaron caricias y amor, y así se formó entre estos seres el pacto que asocia sus inocentes esfuerzos, para hacernos grato el árido camino de la vida…

El Creador, al dividir el género humano en dos sexos, estableció entre ellos una diferencia que sostuviese el equilibrio social, impuso una ley que gravó en el organismo de ambos, la de la necesidad; ley imperiosa y que no puede excusarse: unió con este vínculo indestructible y uniforme las dos individualidades. De aquí que la mujer no es igual al hombre, el uno como el otro llevan en su físico señales indelebles de la misión que cada cual desempeña en la tierra. El uno, fue destinado al trabajo, y al ejercicio del pensamiento, el otro a las ocupaciones sedentarias, y al ejercicio de las afecciones del corazón; en el primer caso, necesarias eran la fuerza y robustez; en el segundo, una blanda flexibilidad; para lo uno, debía preponderar la fuerte musculatura, para lo otro, el sistema nervioso.

El hombre posee con preferencia aquella, la mujer del último, y como de la variedad de organización resulta la diferencia de afectos e inclinaciones morales, el hombre se sometió al trabajo y la vida activa, y la mujer aceptó el cuidado de la familia y la economía doméstica. El sistema nervioso domina en la mujer, de donde nace su exquisita sensibilidad, que con respecto a ella, es el origen de males y placeres; con respecto al hombre, el de su felicidad: de este modo hermanó dos naturalezas con la dignidad del espíritu, y la abyección de la materia. Desde entonces el hombre y la mujer dirígense a un mismo objeto por diferentes rumbos; la fuerza y la gracia, el valor y la prudencia, la justicia y la misericordia, son el resultado de todo lo bueno que puede existir sobre la tierra: sin la gracia, la fuerza nos identificaría al bruto; sin la prudencia, sería una temeridad el valor; sin la misericordia, jamás la nobleza de la justicia ostentará su origen.

Hemos indicado que la organización de la mujer se halla constituida por tejidos, órganos y sistemas caracterizados por su flexibilidad, unos; por su especialidad funcional, otros; por su sensibilidad extremada, todos: puede decirse que tiene una Anatomía, una Fisiología particular, cuyo conocimiento exacto al médico interesa, no solo por servirle de norte para la curación de las enfermedades que con frecuencia aquella sufre, sino porque sus atribuciones tienen una esfera más trascendental, más noble.

Las fases de la existencia del bello sexo conspiran a un fin elevado que le plugo al Supremo Hacedor destinarle.

El higienista, dispone de infinitos medios, todos necesarios y naturales, que puede emplearlos con inmensa ventaja para la consecución del objeto que proponerse deba ¿cuál es éste? la educación física de la mujer, que no se refiera únicamente a un período de la vida, sino a todos; que la contemple, no en lo que es, sino en lo que sea; que no se encierre en el presente, sino en el porvenir.

La ciencia nos enseña, que el sistema nervioso encargado de desempeñar las funciones de nutrición, conservación de la especie y relación, mientras permanece en equilibrio por la simultaneidad de acción con los demás sistemas de la economía, da por resultado la vida con sus admirables fenómenos; pero si cualquiera de ellos disminuye, exalta, pervierte o extingue sus actos, sabido es que la enfermedad se determina por falta de armonía. Ahora bien: si la sensibilidad en la mujer es de suyo poderosa y móvil, preciso es oponer un obstáculo a su fuerza que sea capaz de contrarrestar la influencia que ejerce, tan benéfica bien dirigida, como perniciosa si se la abandona. La práctica diariamente nos muestra multiplicadas afecciones, la mayor parte nerviosas, que la mujer padece, algunas de las que, la educación pudiera precaver.

En la infancia, cuando el organismo con sus maravillosos resortes da impulso a la elaboración de los materiales que han de servir para perfeccionar el edificio más bello de la naturaleza, el médico debe aconsejar la alimentación y cuantas circunstancias son convenientes para dar firmeza a los tejidos, solidez a los órganos, energía a las funciones: entonces, secundadas sus miras por los solícitos cuidados de la madre, podrá conducir a ese ángel de la tierra a la época inmediata en que se nos presenta como un tipo nuevo, admirable, en el que su físico, muestra la perfección de las formas en consonancia con su porvenir.

El ejercicio, el cambio de régimen, el uso de vestidos que no dificulten la circulación y respiración, funciones que tienen importancia suma en este período, harán que la mujer se robustezca, que su temperamento se modifique, que su constitución sea refractaria en cierto modo a los agentes patogénicos; que los sistemas sanguíneo y linfático repriman con su tonicidad la susceptibilidad nerviosa; en una palabra, contando con disposiciones favorables, la sinergia orgánica, colocará a la mujer en aptitud de llenar cumplidamente el deber físico que se la impusiera.

Considerémosla bajo el prisma social: veamos los destinos que ejerce en la humanidad; la virgen, la esposa, la madre; y no podremos menos de pronunciar con ternura el nombre de María; de ese dulce emblema de maternal pureza; de Raquel, poético símbolo de constante amor; de Dido, Penélope y Artemisa, inimitable ejemplo de conyugal virtud; de Eudoxia, representación eterna de caridad filial. En sí misma atesora la mujer el instinto de la virtud, el germen de la religiosidad, el sentimiento de la caridad; la cooperación de estas cualidades es indispensable; cultivadas con la educación, son la esencia de su moral perfecta, por lo que dijo un escritor «educar a un hombre, es formar un individuo que no deja nada tras de sí; educar a una mujer, es formar las generaciones que están por venir.»

Oigamos lo que dice el ilustre Lamennais acerca de los títulos que la mujer reúne para ser acreedora a nuestro respeto y veneración.

«La mujer merece una atención particular cuando estudiando a la humanidad se trata de investigar las leyes, de apreciar el estado, y de comprender los destinos sobre los cuales ejerce una influencia mucho más grande, que la que afecta creer el ciego orgullo del hombre. Altivo éste, por las fuerzas del cuerpo, del pensamiento, del genio, de la razón, y en el ascendiente que ésta le da, créese superior a su compañera, porque él es otro, y porque a unas cualidades que son las suyas está unido el dominio, al menos en la apariencia. Y digo en la apariencia, porque en realidad más obedece que gobierna. La insinuación, la dulzura, la gracia, el atractivo de la bondad, y el encanto de la debilidad misma, triunfan por lo regular de ese soberbio dominador. La mujer reina de hecho, y cediendo, reina hasta gobernar. ¿Qué sería sin ella la vida humana? una lucha desesperada, un sangriento combate del hombre contra la naturaleza, y aun de los hombres entre sí. Ella le prodiga un néctar que adormece sus males, ablanda su feroz dureza, modera sus rudas pasiones, calma su cólera, y le connaturaliza con los trabajos, y hasta con los sufrimientos mismos por medio de su compasiva ternura, de su inagotable afecto, y la continua efusión de un amor que, cual una inefable alegría, renace de sí mismo, sin que jamás llegue a extinguirse. ¿Cuando joven, sincera y pura, qué hay más seductor que la mujer? ¿Y cuándo tierna madre, rodeada de sus inocentes hijos, qué más augusto ni más santo? No hay mal que la mujer no sepa curar, o alivie al menos, y en cuyo fondo no llegue a depositar una esperanza. Cuando la tempestad amontona las nubes y las lanza, mezcla y desgarra en mil partes, sucede a veces que un rayo de sol atravesando aquel caos, seréna la atmósfera y disipa el denso velo que encapota la celeste techumbre.»

«Pues bien; la mujer es ese rayo vivificante y consolador, luego que la tempestad de las rudas pasiones llega a agitar al hombre, y atormenta su alma. Ella es la providencia del achacoso, del pobre; seguidla hasta el oscuro rincón en que se alberga el indigente, a la cabecera del enfermo desvalido, o al humilde lecho en que yace el decrépito anciano, nada es capaz de alejarla de allí. Se la acusa de debilidad, de superstición, de fanatismo: y no sabe el hombre, que, en el fondo, el objeto de su superstición es el mismo Dios oculto bajo los símbolos que le revelan, que su fanatismo es la inmutable verdad adoptada por el corazón, y que su debilidad es la fuerza innata, ese poder soberano de la naturaleza misma.»

Ved como el célebre Abate comprendió al bello sexo en toda su filosofía.

En donde no hay mujer suspira el hombre en la indigencia, dice Dios por el Eclesiástico.{1} Donde las mujeres reinan, exclama Maigon, las divinidades están contentas, donde se hallan despreciadas, inútil es orar.

Por lo dicho se infiere que la educación moral de la mujer es más importante que la física, porque se dirige a la cultura del espíritu, la perfección de las facultades intelectuales, y de las afecciones del alma.

Corazón, inteligencia: he aquí los centros que dan origen a su moral; virtud, ilustración, los poderosos móviles que deben ponerla en actividad.

En la primavera de la vida, en la época de las ilusiones, de la belleza, cuando la joven busca ansiosa un alma que comprenda el misterio de la suya, un objeto a quien consagrar su amor; solo una conciencia esclarecida puede lograr el triunfo de la inexperiencia, impresionabilidad, seducciones, y halagos que pudieran extraviarla; la virtud consigue este lauro.

Por eso Napoleón primero decía, que, una mujer hermosa, agrada a los ojos, una mujer buena, agrada al corazón; la primera, es un dije, la segunda, es un tesoro.

El matrimonio asocia al hombre y la mujer constituyendo este nuevo estado, la familia, base de la sociedad; y la mujer, parte integrante de ella, esposa discreta y cariñosa, engendra la paz doméstica, que es la paz del alma; el hombre a su vez se dedica a amarla, a defenderla, y a guiarla.

La buena esposa, después será ¡madre!... hasta entonces los afectos que la dominaban eran inspirados por la dicha, ¡el amor materno nace del sufrimiento! ¡cuán desinteresado! ¡cuán entrañable es este sentimiento! el corazón de la madre se diviniza, hay en él un fuego inextinguible que no tiene nada de humano; él fue quien hizo decir a Cornelia, al hablar de sus hijos «estos son mis más bellos adornos». En el claustro materno, el hombre recibe el primer soplo de vida; a expensas de la madre se desarrolla, produciéndola sinsabores que sufre con placer: ella, en fin, en la cuna, dirige nuestros sentidos; nuestro entendimiento, en la juventud; sostiene nuestra razón en la virilidad; manda en nuestro corazón siempre.

Por último, Excmo. Sr., la mujer para los altos fines a que está llamada ¿qué instrucción merecerá? No puede significarse de una manera más elocuente, más explícita, más verídica, ni tampoco más bella, que como lo ha hecho el dignísimo Doctor y Catedrático de esta Universidad D. Severo Catalina, en los apuntes que publicó de la mujer: conforme con su opinión no puedo menos de terminar con las mismas palabras de tan eminente profesor, pues bien merecen que su eco se repita, cuando pensamientos tan morales como sublimes encierran.

«La instrucción de la mujer debe ser, ni tan pretenciosa que raye en el orgullo de las letras, ni tan humilde que toque en la ignorancia, basta para llenar sobre la tierra su noble misión de hija sumisa, esposa fiel y madre cariñosa.

«La gran instrucción suele no hacer felices a las mujeres, la buena educación las guía a la felicidad.

«La gran instrucción mal dirigida, puede arrastrarlas al desvanecimiento y la duda; la buena educación las enseña a ser humildes y creer.

«La gran instrucción extraviada, puede ocasionarle hastío y tristeza: la buena educación las enseña a resignarse y esperar.

«La gran instrucción profana puede precipitarlas en el egoísmo y la desconfianza: la buena educación las enseña a ser tolerantes, y a amar.

«Creer, esperar, y amar, tres virtudes sin las que no se concibe la educación.

«Una mujer que no cree, es muy difícil que sea buena esposa, es casi imposible que sea buena madre.

«Una mujer que no espera, es una planta seca en medio de la humanidad.

«Una mujer que no ama, que no se compadece, que no siente, no debe reputarse como mujer, es el baldón de su sexo.

«No preguntéis si es feliz a la que no puede ser buena madre y buena esposa.

«No pidamos belleza y aroma a la planta seca y sombría.

«No busquemos dicha donde reside el baldón.

«La buena educación dulcifica las horas de la mujer en todas las edades de su vida.

«Cuando niña, mata el germen de la vanidad, cuando joven resalta en ella la modestia y el pudor, cuando amante enseña la honestidad y pureza del cariño, cuando esposa enseña la fidelidad inalterable, y la obediencia discreta; en las alegrías, enseña la moderación, en los infortunios, la conformidad, en la opulencia, el desprendimiento noble, en la pobreza, la resignación: para los superiores, el respeto; para los inferiores, el agrado; para los amigos, la constancia; para los enemigos, el perdón; para todos, la caridad.»

La mujer virtuosa e inteligente ceñirá una corona eterna.

He concluido.

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{1} Eclesiástico, capítulo XXXVI, versículo XXVII.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 14 páginas.}