Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro Francisco Carmona Nenclares

España: tríptico de ira

(Diálogo con Dionisio Ridruejo, en la Prisión Central de Carabanchel, Madrid)

Publicaciones del Partido Socialista Obrero Español (Agrupación de México), México 1958, 87 páginas, 158×225 mm.

[cubierta] “F. Carmona Nenclares | España: tríptico de ira | (Diálogo con Dionisio Ridruejo, en la Prisión Central de Carabanchel, Madrid) | Carta-Prólogo al Lic. Adolfo López Materos | Publicaciones del Partido Socialista Obrero Español (Agrupación de México) | 1958”. [1] “F. Carmona Nenclares | Catedrático de la UNAM, de la Escuela Normal Superior, de la Escuela Nacional de Maestros, Miembro Fundador de la Asociación Mexicana de Sociología, (Unesco.) | España: tríptico de ira | (Diálogo con Dionisio Ridruejo, en la Prisión Central de Carabanchel, Madrid) | Carta-Prólogo al Lic. Adolfo López Materos | México | 1958”. [3] “España: tríptico de ira”. [5-8] “Carta-Prólogo”. [9] “Dedicatoria”. [11-21] “Introducción”. “Descubrimiento de América”. “México, la Patria del Hombre”. “Después de veinte años”. “¿Qué dirán los muertos, amigo Ridruejo?”. “El olvido y la impunidad”. “Nostalgia”. [23-38] “1. No entregar Dios al César”. [40-57] “2. Madrid, 1923: Cafés literarios”. “1923: la provincia española”. “Madrid: los amigos de 1923”. “Una tarde de 1923”. [59-84] “3. No seas verdugo de tu propia sangre”. [85] “Obras del Autor”. [87] “Se terminó de imprimir este libro en los Talleres de Dimas G. Cruz, Miguel Cervantes Saavedra nº 101, D. F., el mes de marzo de 1958, siendo el tiro de 1500 ejemplares. Formación: Luis Cortés M. Prensas: Arnulfo Morales N.”

 

Carta-Prólogo

Señor Licenciado Don Adolfo López Mateos.

Somos contemporáneos de los acontecimientos más atroces que, quizá por el maléfico destino de nuestra especie, han aniquilado el sentido de la vida humana. La sombría insurrección del fascismo, que diviniza lo irracional; la esterilidad de la democracia corrompida por la plutocracia, que diviniza el dinero; el desequilibrio entre los valores éticos y la técnica, que diviniza la máquina; &c. Y así alcanzamos ahora la conciencia de nuestro existir en un especial hastío y ansiedad, que definen la vida como una pasión inútil. Los cuatro jinetes del moderno Apocalipsis.

Tal es, señor, el estado de las cosas humanas. Estamos viviendo una espantosa amenaza. Hasta la ciencia se ha alistado en una causa que no es la suya: el átomo contra el hombre. ¡Convertido en la mercancía del miedo, prostituido como una victoria del odio, cuando es una victoria del conocimiento! Cosas éstas que concluyen al hombre porque dan paso, en él, al homicida. Muchos de nosotros, en los estallidos premonitorios y parciales de esa amenaza (la Guerra Civil de España, por ejemplo) hemos perdido incluso la patria física. Y de la cultura no extraemos ya la seguridad de que la vida significa algo en el universo; sólo extraemos la certeza de nuestra impotencia espiritual.

Esto nos impone una tarea: la necesidad de reconstruir las bases de la cultura para encontrar de nuevo el sentido de la vida humana. Que es, por lo demás, la fatal tarea de toda crisis: el redescubrimiento del hombre. Es una tarea ingrata porque requiere dos condiciones mínimas: haber perdido el júbilo de vivir y sentir la urgencia de la verdad (sentirla, no simplemente comprenderla) como un ácido que roe el corazón. Pero es la única tarea donde se manifiesta la grandeza del hombre, creador de la cultura, por y a pesar de su maléfica naturaleza. Y necesita, agregamos, de una condición, de la condición máxima: la libertad, que exige el sacrificio de la patria física cuando la patria física y moral ha extraviado su destino en el fascismo teocrático. ¡Finis Hispaniae! Sacrificio que hace decente esto de vivir.

Señor: yo he encontrado la libertad en México y en México a usted, donde encarna la gran esperanza que es, para las cosas humanas que requieren un clima de libertad, este México que me ha hecho suyo. Yo, y otros como yo, hemos hecho nuestro a México gracias a mexicanos como usted, que cristalizan el mensaje de liberalidad y generosidad que es México. Decía Plutarco que la naturaleza de los grandes hombres se reconoce en que hacen posible la libertad; por eso, el ensayo que a continuación se inserta está vinculado, aunque no quisiera reconocerse, a su nombre. Está vinculado con lo mejor de México, que usted encarna; él, el ensayo, se honra con su nombre y yo me honro, en él, con México.

Gracias, señor.

F. Carmona Nenclares.


Introducción

 

“Quo magis socordiam eorum irridere libet, qui praesenti potentia credunt exstingui posse etiam sequentis aevi memoriam. Nam contra, punitis ingeniis, gliscit auctoritas; neque aliud externi reges, aut qui eadem saevitia usi sunt, nisi dedecus sibi, atque illis gloriam, peperere.”
 “Y entre tanto, ¿no está permitido reírse de la ceguera de quienes piensan que su poder efímero sofocará la voz de los siglos venideros? Al contrario, el pensamiento proscrito adquiere mayor autoridad; los reyes y todos aquellos que han empleado semejantes persecuciones no han hecho más que preparar la gloria de los autores y su propia vergüenza.”
 (Tácito, Anales, Lib. IV, Cap. XXXVI).
 

Descubrimiento de América

Un día, sobre la cubierta del Bretagne, descubrimos América. ¡Más de dos décadas ya! Veníamos navegando desde Francia. Año 1939: la hora sangrienta del fascismo. La democracia, corrompida por la plutocracia, no quería luchar; quería sobrevivir, simplemente. Pero era imposible perecer sin luchar; los pueblos pobres lo sabían y España no renunció a morir sin lucha. Ese sería, años más tarde, para los pueblos ricos y los pobres de Europa, el destino común. Que España, en 1939, afrontó sola e impotente, como si fuera su vocación. Al hambriento fascismo se le echó, a la manera de carnaza, Renania, Austria, Checoeslovaquia, &c. Había que respetar el sueño ahíto de las doscientas familias de Francia y las quinientas de Inglaterra. Por primera vez en su historia, Europa renegaba del principio que constituye su milenaria norma de acción: el haber hecho de la libertad una continua conquista y una continua liberación, una batalla sin momento final.

Europa, que empuñaba en las manos un paraguas (¡ay, aquel Chamberlain!) había rechazado la misión que representaba en su historia. El hecho que la hace inteligible. Y por eso nosotros descubrimos América. Una mañana, alguien gritó en la puerta del camarote: “¡Ya hemos llegado!” Y subimos a cubierta. Estaba amaneciendo; la medida del tiempo del exilio es una hora alargada indefinidamente hasta abarcar, en su seno de minutos, años y años. Allí estaba la primera tierra del Nuevo Mundo. Lo adivinamos en el silencio y la emoción del instante. Una faja de vidrio, verdeazul, el mar; la cinta amarilla de una playa desierta; un grupo de gráciles palmeras. La revelación telúrica de América. Acodados en la borda, nuestra vida residía en los ojos. Éramos todo ojos. Hasta el latido del corazón lo percibíamos en los ojos. Sí, allí estaba América. ¿Una promesa o una amenaza más? El paisaje que podíamos dominar producía una impresión ingrávida, aérea; semejaba el trozo de un mundo recién nacido, despojado de la gravitación cósmica. Y nosotros, frente a él, mirando absortos; queriendo ver más y más, con la vida concentrada en los ojos. Sobre la cicatriz de nuestra memoria, sobre la conciencia de la derrota, el primer paisaje de América despertó una nueva forma de nosotros mismos.

Nos sentíamos más viejos que aquella tierra de enfrente. Y por debajo de ese sentimiento, en lo más hondo, profundamente humillados por la derrota. Pero no humillados por nosotros, como individuos, sino por el hombre en toda su amplia vaguedad y concreción, en su ser mismo, y por la tierra misma. El hombre saca su seguridad vital de la tierra y el fascismo estaba también contra la tierra, cuando no se trataba de espacio bélico. Europa no nos quería, ni quería luchar por el hombre, que es la libertad. La democracia, ahíta y con paraguas, prohijaba el fascismo… Y allí estábamos, acodados en la borda, viendo y meditando. Meditando por los ojos. Embargados por una inédita forma de nosotros, derrotados, que surgía sobre un limo de vejez y humillación. Europa renunciaba a su historia y su destino, pero nosotros no renunciábamos. Nosotros: un puñado de españoles desharrapados.

Gracias al fascismo –la negación del hombre– México ha sido la consagración de nuestra existencia. Selló nuestra vida. Nos da lo que vestimos y lo que comemos; nos dió nuestros hijos. Por él hemos recobrado la dignidad y la libertad. Le habíamos tenido miedo al momento del desembarco –ahora hay que declararlo. Para un derrotado es difícil hacerlo. Creíamos que significaría proseguir en cualquier parte una existencia de renuncia, tratando de olvidar aquellos tres años cuyo término físico y cronológico estaba colocado en la primera playa de América. Pero sufrimos un error. No hemos tenido que renunciar a nada; al revés. Descorazonados y pesimistas, cargados del llanto que no se llora, México ha transformado nuestro pesimismo en una fe más depurada y las lágrimas que no se lloran en alegría por el hombre. Porque todavía hay esperanzas y la batalla la perdimos un día, es cierto, pero no se ha perdido para siempre. Pues es aquella batalla que no se pierde nunca definitivamente: eso hemos aprendido en esta tierra.

México, la Patria del Hombre

Lo que el hombre es lo debe, en gran parte, a sus propias fuerzas de configuración. El descubrimiento telúrico de América descubrió en nosotros posibilidades humanas todavía intactas; dió mayor plenitud a nuestro ser. La primera visión de aquel paisaje, encarnado en una melodía cromática inesperada, nos liberó de las ancestrales resonancias telúricas, convertidas desde entonces en paisaje interior. (¡Alamos del Duero castellano!). La opresión de la derrota desapareció, porque allí nos esperaba otra vez la historia del hombre y su destino: la lucha por la libertad.

Sí, días amargos, aquellos entre 1936-39, que México (sin campos de concentración, sin policía reclamando documentos) fue transformando lentamente, a partir de la primera visión de su paisaje, en días de seguridad y esperanza. Y en la medida que nuestro propio destino iba entretejiéndose en el destino de México, tan cargado también de amarguras –en la Universidad, en el taller, en el laboratorio, en la industria, &c.– fuimos alcanzando una imagen más amplia, objetiva y serena, más impersonal, de nuestro drama. Hasta identificarlo con el gran drama del hombre de nuestro tiempo y logramos para él, así, la perspectiva de la Historia. Descubrimos que México estaba empeñado, también, en la misma lucha: la reconstrucción del hombre entre el capitalismo agresivo y el fascismo degradante. El nuevo humanismo; la tercera posición. Que su lucha era, pues, la nuestra, en unánime vocación. La Nueva España se había adelantado a la España peninsular y debía ser por eso –como lo fue, de hecho– nuestra verdadera patria. No, por cierto, la patria geográfica, de entrañables resonancias telúricas, pero corrompida y estéril, que ha hecho del arte, de la ciencia, del derecho y la religión, del hombre y el Estado, el capricho de un sádico, sino la patria espiritual, la más auténtica. Allí donde el derrotado en la misma lucha que México sostiene por la dignidad del hombre puede olvidar su fracaso e incorporarse otra vez a ella. Renovado por el sortilegio ancestral de esta tierra, presente en sus mares, en sus montañas y en su historia –que nos ha dado la plenitud del ser humano– como si la derrota no hubiera tenido lugar.

Porque, al fin y al cabo, el hombre comienza donde comienza la libertad.

Después de veinte años

Nuestro valeroso amigo, este decepcionado y sincero Dionisio Ridruejo, ha roto, por fin, el silencio de España. Ya era hora. Ha preferido la lealtad a España que la resignación a un régimen que está anulando el ser mismo de España. Ya era hora, repetimos. Contábamos desde hace mucho tiempo, desde el primer día de exilio, con que el silencio tendría que ser roto alguna vez, precisamente por españoles del otro lado de la trinchera. La justicia de nuestra causa, la causa de la emigración política española, no podía borrarse definitivamente de la Historia. Nada que sea auténtico, como actitud personal y colectiva, como doctrina e ideal del mundo, logra arrojarse de la Historia. Porque ésta se hace, en lo individual y social, de lo que es actitud auténtica, de lo que tiene raíces en el ser individual y colectivo.

Después de veinte años se ha roto, al fin, el silencio de España. Hemos esperado, confiados en que la causa de España no sería sepultada para siempre bajo los montones de basura de la propaganda franquista, dictada por la crueldad, el odio y el miedo. Porque toda opinión individual es el resultado de un proceso social, elegimos a Dionisio Ridruejo como la expresión de un estado de conciencia español. Dionisio Ridruejo es el criterio de la historia colectiva del español contemporáneo entre 1939-1957; su experiencia del fascismo hispánico materializa el fondo común de experiencia de los españoles. Y no tenemos que pedirle cuentas de su arrepentimiento o de su rectificación; ni a él ni a nadie que venga a restaurar la causa de la justicia española. De la misma manera que habíamos contado con que el silencio tendría que ser roto, ya que la ignorancia no sobrevive a sí misma, contábamos también con el arrepentimiento y la rectificación consecuente, por mucho tiempo que se hicieran esperar. Rectificar constituye el complemento natural de lo otro, del hecho de haber roto el silencio del miedo. ¿Por qué, entonces, pedirle cuentas? Sólo el resentimiento lo haría. “Tú camino y tus obras te hicieron esto, esta tu maldad, por lo cual la amargura penetrará en tu corazón” (Jeremías, 18, 5).

El resentimiento implica frustración: es un sentimiento inconsciente de inferioridad que lleva a rebajar el valor de las personas y las cosas. Nosotros no estamos resentidos. Hemos sido derrotados, ciertamente, por el fascismo: tenemos ese orgullo. Sin embargo, no hemos sido vencidos: tenemos también ese orgullo. Nunca seremos vencidos aunque la muerte acabe con nuestras vidas individuales: la causa justa sobrevive a quienes inmolaron su vida por ella. Ahora no tenemos ya ideas apuntaladas por los cañones, pero esas ideas son más fuertes que los cañones: son las ideas de la dignidad del hombre. Dionisio Ridruejo ha producido, al romper el silencio, la exaltación de nuestra causa; ha venido, pues, a darnos la razón. Estábamos en lo justo al responder con las armas en la mano la agresión del fascismo. Y nuestra derrota fue la derrota de España.

No pediremos cuentas. No estamos resentidos ni arrepentidos. “Nunca pagaremos el mal que hemos hecho a España”, comentó en cierta ocasión Serrano Suñer a Ridruejo. En nombre de la sangre vertida, al parecer inútilmente por parte de quienes desataron la guerra civil (contratada de antemano en las cancillerías del fascismo) sangre impagable, tendríamos, sí, que preguntar a Dionisio Ridruejo por qué se equivocó al tomar partido, colaborando en la creación de Falange. ¿Por qué? Nadie, absolutamente nadie, que conozca la historia moderna de España puede equivocarse acerca de la suerte que tres de los estamentos hispánicos, el clero, los militares y los terratenientes, del brazo de moros, italianos y nazis, reservarían, en un régimen totalitario, al pueblo español y el ser de España. Un clero sin espíritu cristiano, unos militares sin honor y los terratenientes embrutecidos por ese clero y esa milicia, no podían reservar a España más que la muerte. Nadie tenía derecho, por tanto, a equivocarse sino por ignorancia, por despecho o por mezclar, en su disidencia, motivos espurios e inconfesables. La disidencia era, en buena voluntad, imposible. Era la actitud exclusiva del estúpido o del granuja.

¿Qué dirán los muertos, amigo Ridruejo?

Nadie podía equivocarse. Nadie. ¿Acaso la historia moderna de España no es una prueba de la intolerancia, la crueldad y la estulticia de los tres testamentos mencionados, de su incapacidad de integración nacional? Entre otras cosas, nuestra historia contemporánea es la prueba de ese fenómeno. El fascismo posibilitó la oportunidad del asalto al poder y lo dieron; así, en 1934, aquella Urraca Pastor, de infeliz memoria, declaraba que con el triunfo del fascismo en España habría que matar a dos millones de españoles; en 1935, Calvo Sotelo predijo que la República sería aplastada a sangre y fuego y exterminados los republicanos; en 1938, el obispo Platero, de Segovia, reunía a los presos políticos de la cárcel de la ciudad para explicar que el “no matarás” alcanza su única excepción cuando se trata de antifranquistas, que el bendito y pío señor identificaba, sin más, a “rojos”. El fascismo fue la gran oportunidad de la anti-España.

Y al cabo de veinte años, mientras se mantiene todavía la división entre vencedores y vencidos a la manera de criterio o principio político supremo de la situación, mientras se insiste aún en el sentido providencial y divino de la lucha fratricida, que llaman Cruzada y Guerra de Liberación, cuando ya el enano sangriento ha firmado, sin temblor del pulso, más de cien mil penas de muerte, ahora Ridruejo viene a decirnos que todo fue, por parte de él y de otros, un error. Es una declaración donde, indudablemente, cristaliza un estado social de conciencia. Pero, ¿qué dirán los muertos, amigo Ridruejo? Porque el ejército de nuestros muertos no ha entregado las armas; camina todavía entre nuestras filas.

El olvido y la impunidad

Nosotros, los sobrevivientes, podemos olvidar. Tendremos que olvidar, sin remedio, para que España sobreviva. Pero los muertos no olvidarán, los muertos no justifican errores. Con los muertos no hay juegos de manos. El torrente de sangre española derramada a la manera de propaganda e intimidación, para alimentar y mantener el principio de vencedores y vencidos, reclama más sangre. ¡La sangre derramada por injusticia reclama sangre justiciera! Sin embargo, tenemos que olvidar porque España debe sobrevivir y sólo podrá hacerlo en la convivencia de los españoles. Vamos, pues, a olvidar lo inolvidable. No pediremos cuentas. Pero, insistimos, el error de tomar partido, en buena voluntad, era en 1936 imposible. Nosotros representábamos la causa de España, y la seguimos representando: su condición de supervivencia en la libertad. Ya lo sabíamos desde el primer día de exilio; ahora ha venido a reconocerse, con lo cual la llamada Cruzada y Guerra de Liberación queda colocada, en la perspectiva histórica, en el lugar que le correspondía: fue, tomando por bandera el nombre de Dios, una orgía de sangre desatada por el fascismo. Estalló donde la democracia, por más débil y reciente, permitía un ensayo para apuñalar, más tarde, a las grandes y centenarias democracias. Las que se negaban, por cierto, a despertar de su profundo sueño de naciones ahítas.

Nosotros, los españoles fuera de España, tenemos que olvidar. Sea. Pero la Historia no olvidará jamás. La sangre derramada injustamente, que reclama y reclamará hasta la consumación de los siglos, sangre de justicia, tampoco. Hemos renunciado en nuestro fuero interno a la revancha; no hemos renunciado, porque eso no compete a la voluntad particular, a la impunidad. España, cuya historia comienza con la historia del mundo occidental, en el Mediterráneo prehelénico, tiene que sobrevivir. Quien no ha renunciado a mantener la división entre vencedores y vencidos en un “Imperio hacia Dios” debe morir para que España se salve. La Historia sería una infamia si el franquismo sobreviviera.

Y aquí habla, amigo Ridruejo, nuestro amor a España. Sí, nuestro amor a España y no el amargo despecho. No habla el despecho de quienes han sido ofendidos, escarnecidos, encarcelados, quemados vivos, violados por los moros mercenarios, fusilados, lapidados, descuartizados, &c. No, no habla el despecho de quienes, caídos ya en la derrota, recibieron gratuitamente el estigma de asesinos, criminales, ateos y ladrones. No, no habla el despecho sino el amor a España cuando declaramos haber renunciado, cada uno por sí, a la revancha. Porque si por nuestra boca hablara la saña diríamos, simplemente: “Señor Ridruejo, ojalá tengan Franco hasta la eternidad; ustedes lo quisieron y los errores hay que pagarlos. ¿Acaso no era el enano sangriento, al desatar la guerra civil contratada por el fascismo, el ‘brazo de la Divina Providencia’? (José María Pemán) . Ahí lo tienen y que les dure mucho. Enhorabuena”. Pues a nosotros los españoles emigrados no nos hacen falta, en el orden personal, ni la España actual ni el regreso a la península. En el aspecto privado de cada quien eso sería un mal negocio; palabra. Excepto en este México fraterno, nosotros los españoles del exilio hemos probado en todas partes, frente al odio, la indiferencia o la hostilidad, que nos recibieran por doquier, hasta donde el genio español tiene capacidad creadora. En todas partes, desperdigados en los innumerables rumbos de la brújula, y en cualquier empresa, en la educación, en la industria y comercio, en el arte, &c., hemos sido abnegados y generosos; estamos dando la medida de lo español universal. Nosotros, la “vil canalla roja”, hemos hecho tarea española. Donde está, cada uno de nosotros está España. Nuestro ejemplo es más importante que nosotros mismos porque el ejemplo es superior a los hombres.

Sin embargo, volveremos. No nos hace falta, ni lo haríamos, de atender exclusivamente los intereses inmediatos. Cada uno ha sembrado su propia semilla en los innumerables surcos del universo y vive de sus frutos. Hemos creado España entre extraños. Pero volveremos porque España es, en el español, el principio determinante. Hemos renunciado a la revancha, aunque no a la impunidad, y volveremos. Somos incompatibles, radicalmente incompatibles por el lado moral, que incluye también el físico, con los vencedores que han hecho de nuestros muertos una plataforma y un negocio, pero volveremos. Hay que salvar a España en la convivencia de los españoles.

Nostalgia

Sí, tenemos nostalgia. Una atroz nostalgia que nos roe el corazón. ¿Por qué no declararlo? No es una confesión de debilidad sino de fortaleza, pues de la nostalgia sacamos la substancia de nuestra dignidad, el impalpable acero de nuestro esqueleto moral. Tenemos nostalgia del paisaje, del viento y las nubes; nostalgia de Castilla, de Asturias, de Valencia, de Cataluña… Nostalgia de la estupenda diversidad telúrica de nuestras tierras; nostalgia de sus ríos, de sus álamos rumorosos, de sus azules montañas en la distancia… ¡Nostalgia, nostalgia! Tenemos nostalgia de la libertad española que tratamos de inaugurar sin sangre entre 1931-36. Tenemos nostalgia del pan y del suelo, pero no de la proximidad física de los vencedores, de aquellos que han utilizado el nombre de Dios y la patria en vano. Con esos individuos nos sentimos moral y físicamente incompatibles aun en la misericordia; aun renunciando a la revancha. Nosotros no traficamos con los muertos. Asesinar por Dios, por la “democracia jerárquica”, el “sindicalismo vertical”, &c., los ha hecho incompatibles con el género humano. No hay medida suficientemente amplia para que sirva de criterio a su crimen. Y sabemos, porque tienen detrás una muralla de muertos cerrando el paso, que no abandonarán el poder sino cuando echen fuera sus cadáveres.


1

No entregar Dios al César

 

“Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.” Apocalipsis, III, 15-16.
 

¿Qué ha hecho de Dios el franquismo, amigo Ridruejo? ¿Qué ha hecho de la religión?… Para responder estas dos formidables preguntas permítasenos presentar algunos principios y algunos hechos. Ellos proporcionarán por sí mismos, esperamos, las contestaciones pertinentes.

El Estado moderno debe mantenerse neutral frente a la religión, porque hay varias religiones y cada una de ellas tiene la pretensión de ser la única verdadera. No niega la religión ni la persigue: el Estado moderno no es antirreligioso ni tiene por qué serlo; es, simplemente, neutral. Deja que el individuo encuentre por sí mismo a Dios, pero no lo impone. No impone una religión determinada; quiere que el individuo se la imponga a sí mismo, si la encuentra por sí mismo. El Estado democrático se declara, en fin, anticonfesional; no se declara ateo.

Con esta concepción el Estado democrático respeta, en la forma más valiosa y digna que lo haya hecho cualquier tipo de Estado confesional, la estructura misma del fenómeno religioso. Las distintas religiones constituyen distintas formas de expresión del sentimiento religioso, que es único; o sea, el sentimiento religioso es único y se ha expresado, en el proceso histórico, en diversas religiones. ¿Está claro? No hay una sola religión, sino varias. En consecuencia, el Estado moderno se declara neutral. Pues Dios no es un factor político, no es una categoría política; es un problema de conciencia, una cuestión metafísica. El Estado no debe, por tanto, imponer una religión. En nombre de la dignidad, felicidad y libertad humanas, tiene que permitir que el individuo elija su Dios. Pues Dios, dentro del sentimiento religioso, es la libertad misma. Se busca o se descubre, se elije y no se impone.

En la libertad de conciencia y en la tolerancia radican, naturalmente, los dos principios políticos básicos del Estado moderno en lo que toca al sentimiento religioso. El individuo tiene el derecho, implícito en su propia naturaleza, de elegir su Dios; el Estado tiene el deber, correlativo de ese derecho, de tolerar que el individuo elija su Dios en aquella religión que le cumpla; no hay más ni menos. El Estado practicará la tolerancia como deber y derecho; es su norma constitutiva. ¿Está claro? El individuo es quien decide sobre su destino último, si quiere hacerlo; el Estado no debe decidir por él. ¿En nombre de qué autoridad, en nombre de qué motivo, en nombre de qué o quién, podría el Estado, por ejemplo, imponerme a Dios y decidir así, hollando mi libertad, de mi destino último, que es, precisamente, mi personal destino último? Dios es libertad y se escoge en la libertad.

Sería erróneo pretender que en el Estado democrático moderno, constituido normativamente, en el orden que toca la religión, por la libertad de conciencia y la tolerancia, neutral pero no antirreligioso (porque la religión respondería a la naturaleza trascendente del ser humano) peligra la existencia de la religión. Falso. Quien adopte esa idea está todavía en el superficial punto de vista de Voltaire, para quien la religión la habían inventado los sacerdotes. Es un error. Hay un sentimiento de infinito implícito en la estructura de la persona humana, que cristaliza en la religión. Luego el Estado, que no la declara, ni la impone, ni la promueve, pues la promueve aquel sentimiento de infinito, de dependencia, que no puede elegirla porque entonces conculcaría la libertad, la libertad que es Dios mismo en la actitud religiosa, tiene que respetarla. Sin remedio. En las restantes formas de la cultura, el Estado cumple análoga función. ¿Acaso impone el estilo artístico, el tipo de técnica, el modelo de la verdad científica? No; no impone nada de eso si estamos refiriéndonos, como lo hacemos, a la idea liberal del mundo. Que, en principio, encarna en el Estado democrático.

Y no se diga, advertimos, que el liberalismo está superado, que es una concepción trasnochada, anacrónica y, por ende, ridícula. Sólo podrá merecer tales juicios cuando se interpreta desde el fascismo. Si el liberalismo ha fracasado, el cristianismo habría fracasado también pues, en último término, el liberalismo tiene sus raíces más profundas, en cuanto libertad de conciencia y tolerancia, en cuanto humanismo, en el racionalismo griego y en el cristianismo; las raíces mismas de la cultura occidental. Ahora bien (pues nunca se insistirá bastante en el punto cuando se trata de españoles) si Dios se manifiesta en el sentimiento religioso, en las religiones, no exclusivamente en una religión, el Estado, forma suprema de la convivencia para nuestro tiempo, tiene que ser el instrumento de la tolerancia; todos los hombres no son iguales, pero todos son libres. La tolerancia religiosa ha sido el resultado de la liberación de la conciencia individual y ésta, a su vez, el resultado de la historia del hombre desde las cavernas. La herencia, común a todos, de la cultura occidental.

Respondamos ya a las preguntas iniciales. Utilizar a Dios para asaltar el poder es lo que ha hecho el franquismo, dando al Ser Supremo el carácter de una fuerza beligerante más, junto a los nazis, los fascistas, los falangistas, los militares sin honor y el clero sin espíritu cristiano. ¡Franco, dicen las monedas españoles, Jefe del Estado “por la gracia de Dios”! Hay más. La Iglesia española fue el primer beligerante contra la República, precisamente desde el púlpito, no porque se le hubiera despojado de la potestad espiritual, sino porque se le suprimieron las rentas que percibía del Estado. Anticipó en el púlpito la guerra civil. Dio así el ejemplo del más grosero y falaz materialismo. Cómplice y tutor, la Iglesia bendijo a las tropas extranjeras que ganaron la guerra civil a Franco y se manchó las manos en la sangre de los fusilamientos. Franco ha pretendido hacer fascista a Dios con el visto bueno de la Iglesia española. ¿Podremos olvidarlo alguna vez?

Esto no lo olvidaremos jamás. La Iglesia se ha jugado el futuro, en España, por su beligerancia franquista. Recogerá, un día todas las tormentas que ha desatado; todas. Formó un solo brazo con los militares sin honor. Y ni en las Ocho Bienaventuranzas, ni en el Sermón de la Montaña, ni en el Evangelio, hay una sola referencia, ni una sola, al militarismo como medio de ganar las puertas del Cielo; desafío a buscarla. Desafío también a que se busque en Santo Tomás de Aquino una sola idea que defienda la potestad directa de la Iglesia en las cosas temporales; hay, en cambio, en el filósofo oficial de la Iglesia Católica, argumentos para defender la potestad indirecta sobre las cosas temporales. La Iglesia goza de poder sobre el mundo secular únicamente en lo que se refiere a materias sobrenaturales. Podremos, en cambio, encontrar en el Padre Suárez, dentro de la gran tradición teológico-política hispana del siglo XVII, el reconocimiento de que el poder supremo del Estado reside en el pueblo; en el pueblo, no en los militares como estamento, ni en los sacerdotes como estamento, ni en los terratenientes como estamento. La Iglesia española ha traicionado, pues, sus propias esencias al desatar y promover, desde el púlpito, la guerra civil; al amparar que Franco se declare Jefe del Estado por la gracia de Dios. Por eso recogerá un día todas las tormentas que ha sembrado en tierra española. Tiene que recogerlas y debe recogerlas. Sin remisión.

Ni siquiera nuestra tolerancia podrá impedirlo. Primero las está recogiendo en su propio seno. Por ejemplo, en el último Congreso Eucarístico, celebrado en Granada, en el año que corre, se recomendó a los sacerdotes españoles que no se exhibieran en fiestas públicas, que no aparecieran por las calles acompañados de mujeres, que no fumaran en público, que imprimieran mayor temperancia a su conducta, &c. Datos confirmatorios de aquel grosero y falaz materialismo a que nos hemos referido. Resultado de la función sacerdotal transformada en ambición secular.

* * *

Movidos por las consideraciones anteriores, tenemos que hacer una pregunta a Ecclesia, órgano de Acción Católica Española. En uno de sus últimos números dice textualmente en la sección editorial que la “intervención en la política por parte de los sacerdotes españoles es una aventura personal”. ¿Se quiere justificar, así, la beligerancia de la Iglesia española, representada por sus sacerdotes, en la guerra civil? Es un argumento bien pobre, además de sobradamente cínico. Pobre y cínico desde el punto de vista de la doctrina católica más ortodoxa. Doctrina con la cual no pueden intentarse malabarismos verbales, ni siquiera por Ecclesia.

La doctrina es ésta: la función humana y la función apostólica, que no pueden considerarse por separado en el sacerdote, no deben entrar en antagonismo o contradicción. La función vital no debe (ni puede, que es más) contradecir la función apostólica sacerdotal. Deben y tienen que ser, que es más, congruentes en el comportamiento, por fundirse unitariamente en cada acto. San Pablo y San Agustín, San Anselmo y Santo Tomás de Aquino, el Padre Suárez, Balmes y Donoso Cortés, además de innumerables Concilios (la historia entera de la Iglesia, en suma), respaldan nuestra posición. En el orden natural, humano, político, el sacerdote debe obrar con moderación y justicia imperativas porque eso viene requerido por la investidura de la gracia, vehículo del orden sobrenatural. Un sacerdote, por tanto, no tiene aventuras personales donde se ponga en entredicho la exigencia de armonía, en su comportamiento, del orden natural y del sobrenatural. ¿Está claro?

La doctrina es inapelable. No resiste distinciones ni excepciones. Se acepta toda o se rechaza toda. La distinción que arbitra Ecclesia entre el aspecto apostólico y el personal-mundano de la conducta del sacerdote está en desacuerdo, naturalmente, con la doctrina de la Iglesia sobre el particular. Viene a proponernos que la conducta humana y la apostólica de un sacerdote pueden separarse, como si fueran independientes y ajenas entre sí, que pueden contradecirse, sin que el sacerdote pierda la investidura de la gracia. Francamente, Ecclesia toca aquí lo escandaloso. Sin duda, no se ha dado cuenta de que si la distinción que plantea fuera correcta, ortodoxa, el lado humano de la conducta del sacerdote podría negar, al anularlo por contradicción, el lado apostólico de la sagrada misión sacerdotal, o viceversa. Claro, ni qué decir tiene, en ambos casos ha caído, para su propia execración, la Iglesia española al convertirse, desde 1931, en el primer beligerante del franquismo. No lo podremos olvidar. Y las sutilezas de Ecclesia agravan la prevaricación sobre que argumentamos, la prevaricación de la Iglesia española, en vez de exonerarla de su ignominia.

Las consecuencias ahí las tenemos: en las recomendaciones finales al clero hispano del Congreso Eucarístico de Granada. Ninguna de ellas reconoce el celo evangélico del clero español, ninguna, pero reconoce, en cambio, su voracidad mundana. ¿Podían esperarse otras recomendaciones? Nosotros no las esperábamos. Cuando la Iglesia española tuvo poder político suficiente, el resultado fue, como lo ha sido ahora, la intolerancia y el más grosero y falaz materialismo. Es típico en el cura español el haber utilizado la investidura de la gracia no como una palanca para mover las conciencias hacia el orden sobrenatural, y abrirlas a la revelación, sino como una vil palanqueta.

Sigamos. Ecclesia afirma también que la Iglesia y la jerarquía eclesiástica hispana “no han tomado ninguna medida en el ambiente profano que les pudiera conferir ningún poder fuera de su órbita espiritual”. Así se escribe la Historia; felicitamos, conmovidos, a Ecclesia. Estamos frente a un caso de incomparable cinismo. Pues en la prensa mundial, allá por el año 1939, se publicó una fotografía, que guardamos, en que la jerarquía eclesiástica española recibía a Franco, en el atrio de la catedral de Santiago de Compostela, con el saludo fascista; el enano sangriento iba a recibir el homenaje de la Iglesia por su triunfo en la guerra civil, por la matanza de españoles con armas extranjeras. Triunfo que más tarde reclamara Hitler como suyo, en competencia con Ciano, que lo hace suyo igualmente. ¿Qué significará, si Ecclesia está en lo cierto, esa fotografía?

Los miembros de los organismos católicos españoles, añade Ecclesia, “actúan por su propia cuenta y riesgo cuando participan en actividades que no son exclusivamente apostólicas”. Otro botón de muestra de aquel sin par cinismo. ¿Es que un sacerdote, por ejemplo, tiene “propia cuenta y riesgo”? ¿Es que un sacerdote puede negar, en su conducta humana, el carácter apostólico de la investidura sacerdotal? La respuesta de Ecclesia es que sí, a las dos preguntas. La doctrina de la Iglesia, en Santo Tomás de Aquino, es que no; no, a las dos preguntas. ¡Curiosa contradicción! Nosotros estamos con Santo Tomás de Aquino, según el cual, señores de Ecclesia, Dios no puede querer que el orden temporal, el poder político, sea injusto porque esto sería en contra de la voluntad divina. El enano sangriento representa un tipo de poder político injusto. El respeto a la vida humana, que en el Padre Suárez forma parte del derecho natural primario, primario porque implica o involucra la voluntad de Dios, fue conculcado por el enano sangriento al firmar más de cien mil penas de muerte. La Iglesia española, que desde el púlpito desató la matanza, conculcó también el derecho natural primario.

Las sutilezas sacristanescas de Ecclesia no lograrán, de ningún modo, alterar los hechos. Los inolvidables hechos de la tragedia española.

* * *

En cualquier sistema social concebible, ya sea como utopía o como realidad, en cualquiera, la religión tiene que ser reconocida: es una forma insubstituible de expresión cultural. ¡Que no se alarme nadie; escuchen! Contamos toda la historia del hombre, desde las cavernas, para decirlo. La religión responde a un sentimiento implícito en la estructura del ser humano; es una respuesta que plantea nuestra propia naturaleza; una respuesta, que no una pregunta, por nuestro propio ser. Y esa naturaleza, la naturaleza del hombre, no desaparece en ningún tipo de organización social sino que representa su fundamento último. Para que la religión desapareciera, como para que desaparecieran el arte, el derecho o la economía, habría que aniquilar antes al ser humano.

La razón ha extraído de la naturaleza y del espíritu las formas culturales inmanentes en ellos: la religión, el arte, la ciencia; &c. Como las otras formas de expresión de nuestro propio ser, la religión está ligada a la personalidad libre que osa mirar al mundo con sus propios ojos; por tanto, la religión requiere, al igual que la ciencia o el arte, un clima de libertad. Y que ahí se mantenga, si puede, que superviva o desaparezca. Tiene el mismo destino peligroso e incierto que la ciencia y el arte; en suma, tiene el mismo destino del ser humano. Es una incógnita.

Estamos exponiendo estas cosas, (¡escuchen, no se alarmen!), tal como podemos hacerlo para nuestro tiempo y condición. Augusto Comte, un gran optimista, no estaba en lo justo al pretender, hace más de cien años, que en la medida que nuestros conocimientos aumenten desaparecerá el misterio intrínseco del universo. Nuestros conocimientos han aumentado, cierto; conocemos más, pero sabemos menos. Dicho de otro modo: conocemos más e ignoramos más, como si el conocimiento adquirido aumentara aquel intrínseco misterio. Ahora bien, misterio es religión y no hay que darle vueltas. Misterio es ciencia, como es arte; misterio es el hombre mismo. Para la ciencia tenemos la pregunta del conocimiento y la religión es una respuesta sin pregunta. Y estas cosas transparentan un destino inseguro e incierto porque ese es, también, el destino del hombre. Lograremos alcanzar cierta seguridad en lo económico y político, que está a la mano; frente a lo trascendental, el ser humano significa inseguridad. Inseguridad e interrogación.

Nosotros, los socialistas, podemos comprender el sentido de la religión, como metafísica y como sociología. Sabemos qué representa. El socialismo es una doctrina filosófico-política, una imagen del mundo, derivada genéticamente de otras; abarca en su seno, dialécticamente, la totalidad de los factores que integran una imagen del mundo, desde el económico hasta el espiritual. Como doctrina humanista, el socialismo no es anti-religioso, como no es anti-jurídico o anti-científico, ya que la religión, el derecho y la ciencia son, entre otros, factores de cualquier imagen del mundo. Cristalizan objetiva y socialmente impulsos y necesidades subjetivas. Antes bien, el socialismo encarna el imperativo de la justicia implícito en las grandes religiones y lo ha secularizado. Es su mayor mérito.

La conexión histórica habida entre el capitalismo y el protestantismo, por ejemplo, ha sido confirmada en todos los puntos deseables. Cientos de libros y documentos la comprueban. La conexión histórica habida entre la burguesía y el catolicismo ha sido, también, expuesta en copiosa bibliografía. El socialismo ha recogido eñ mensaje de justicia del cristianismo protestante y del católico y lo ha secularizado, con la siguiente diferencia: mientras en las religiones ese imperativo tiene carácter trascendente, metafísico, ultraterreno, el socialismo ha descubierto e impuesto la justicia social como carácter inmanente de la comunidad humana. El socialismo tiene, en consecuencia, un concepto del hombre esencialmente religioso y moral, sin dogmas, pues concibe la Historia como la transformación de la sociedad en otra mejor, dirigida por la verdad y la justicia.

Porque, naturalmente, una cosa es la religión, como profesión y organización de un dogma, frente a la cual el socialismo se declara indiferente, neutral, y otra la religión como fe en el hombre e imperativo de justicia, principios que forman la base última del humanismo socialista. Si el socialismo ha despojado de dichos principios al protestantismo y catolicismo se debe a que estos, impotentes para realizarlos, traicionaron, en su impotencia, su propia substancia. Esta substancia que no puede ser identificada, sin más, con el dogmatismo estéril en que las religiones occidentales se han empantanado; ni puede ni debe serlo. El alinearse junto al capitalismo, que ha mutilado al hombre por la preponderancia de los intereses económicos sobre los espirituales, tampoco pertenece a la substancia de la religiosidad, cuyos grandes sistemas están fundamentados en la unitaria conexión de la ética y la verdad. El dogma y la propiedad privada son categorías históricas, no categorías religiosas.

He aquí algunos hechos, (hechos, no opiniones), que confirman las últimas aseveraciones: el dogmatismo y el espíritu de clase. Cinco hechos nada más:

a) la Iglesia Católica no ha condenado el nazi-fascismo hasta después de ser derrotado. Mientras advino, y mientras estaba vigente, firmó un Concordato con la Alemania de Hitler y un Tratado de Letrán con la Italia de Mussolini. Condenó estos regímenes cuando ya no existían físicamente.

b) la Iglesia Católica declaró pecados mortales el liberalismo, el régimen democrático-parlamentario y el socialismo, antes de que cuajaran como movimientos político-sociales; es decir, cuando eran simples ideas filosóficas. Prohibió también la vacuna y la construcción de los ferrocarriles, pero estos hechos, (hechos, sí), vamos a omitirlos; su mención echaría a perder nuestra compostura. Sonrojan.

c) la Iglesia Católica bendijo a las tropas italianas destacadas en la península ibérica al iniciarse la guerra civil de los españoles. Anécdota: la caída de Tarragona se anunció en la prensa italiana con el siguiente titular: “Hemos vengado a las legiones de Augusto”. Y a renglón seguido se transcribía la felicitación del Vaticano al general Gámbara. ¡Vaya contubernio!

d) después del triunfo del fascismo en España, la Iglesia Católica bendijo, otra vez, a las tropas italianas de regreso de la península ibérica.

e) la Iglesia Católica envió un delegado apostólico a Austria para convencer al canciller Dollfus (católico) de que debía permitir la anexión del país al Tercer Reich.

Cinco hechos nada más. Escuetos y descarnados. ¡El origen de nuestra amargura de estas cosas! Dos de sus consecuencias estamos tocándolas.

a) El clero español reclama moralidad a los españoles y, especialmente, a las españolas. Esa noticia se repite en la primavera y el verano, con la misma regularidad de dichas estaciones. Quieren los señores sacerdotes que las mujeres vistan con manga larga, que supriman el descote, que no se pinten, &c. Dejando aparte la banal significación de una moralidad que se limita a detalles externos, la reclamación resulta graciosa. Pues, a nuestro entender, son los españoles quienes tienen que reclamar moralidad al clero, y no al revés. ¡Un poco de seriedad, señores sacerdotes! El clero español no está capacitado para reclamar moralidad a nadie; que se moralice él primero, para dar el ejemplo que nos debe. Haber dividido a los españoles predicando la guerra civil como la última de las Cruzadas, como una guerra santa, haber predicado el exterminio de los españoles disidentes, haber servido de brazo acusador al franquismo, haber entrado en el reparto del botín, &c., son hechos que le despojan de autoridad. ¿A quién puede reclamar moralidad el que ha sido el primer ejemplo español de la corrupción? ¡Un poco de seriedad, señores sacerdotes! La norma moral es indivisible; así, la ley divina, la natural y la positiva tienen que adecuarse en una sociedad justa, que es justa por esa adecuación. ¿Ya no se acuerdan de Santo Tomás de Aquino, señores sacerdotes?

Cuando la norma moral se quebranta por un grupo social, la comunidad entera acusará esta corrupción. ¡Esto es elemental! Y proviene de la indivisibilidad de la norma ética, en el concepto y la realización. El clero español está recogiendo los frutos que sembró.

b) El Vaticano también se queja y reclama por la inmoralidad universal. Ni más ni menos. ¿Curioso verdad? Acusa a la sociedad contemporánea, en su totalidad de grosero materialismo. Enhorabuena. La Iglesia, pervirtiendo su misión espiritual por la avidez material, está recogiendo los frutos que sembrara: el miedo a la libertad. Porque cuando al hombre se le obstruye el camino de la libertad, concentra su destino en llenar la panza.


2

Madrid, 1923: Cafés literarios

En torno de las mesas de algunos cafés de Madrid, Granja del Henar, Recoletos, La Ballena Alegre, Pombo, mesas de mármol blanco que tenían la frialdad de las planchas de piedra de un depósito de cadáveres, nos encontramos y descubrimos, allá por 1923, un puñado de jóvenes que las viejas provincias silenciosas y recoletas, habían escupido sobre la ciudad. Mozos de veinticinco años; unos estudiaban o intentaban estudiar; otros estudiaban y ejercían ya el profesorado; los más vivían al día, del sablazo. Éramos los vástagos de una clase media frustrada, pacata, ñoña y temerosa, escéptica, con ínfulas de aristocrática hidalguía y de una pobreza pretenciosa. Éramos, sí, señoritos. No había duda alguna. Queríamos renovar a España por el camino de la literatura, de la ciencia y del arte. Nada menos. Sólo a un joven celtíbero de 1923 se le hubiera ocurrido que con la pluma, fuera en verso o en prosa, con el microscopio o el pincel, era posible galvanizar el enorme e inerte cadáver español, tendido entre mares en el occidente de Europa a la manera del rabo del Viejo Mundo. ¡Qué estupenda ingenuidad! Vivíamos un quijotismo a ultranza, que actuó de cemento o argamasa para soldarnos, sin embargo de las diferencias individuales, en la misma actitud. Íbamos a transformar a España y poner el viejo y lento reloj hispánico, como consecuencia, a la hora del mundo.

Éramos un grupo inconforme y rebelde; arribamos, a las playas de aquellas mesas de los cafés madrileños, por lo que entendíamos y sentíamos como el naufragio total de las cosas españolas. El café era, a la vez, el escape y la utopía; el sueño de lo real. La juventud está hecha siempre de utopía.

La provincia nos había eliminado. Sin remedio. Porque la provincia española de 1923 ofrecía, más o menos, esto: una plaza o jardín con banda de música los jueves y domingos por la mañana; un paseo por los portales, al atardecer, caminando en sentido opuesto, bajo las arcadas, los muchachos y las muchachas, (¡ojos de fuego, miradas de saeta!,) muchos militares y curas ociosos; un casino sin biblioteca; procesiones y desfiles de la tropa; más procesiones y desfiles de la tropa; un café rumoroso, ornado de grandes espejos y divanes de terciopelo rojo. ¡Ah, y muchos prostíbulos! Quizá pudiera encontrarse también, pues todo es posible, una pequeña librería dotada de libros de rezos y novelas pornográficas. ¡Ávila, Segovia, Burgos, Valladolid, Toledo, Salamanca! Ciudades dormidas en sus piedras vetustas. Soñando, ¿en qué?, sobre el pentagrama de las campanas eclesiásticas. Madrid significaba una salida hacia la rebeldía.

Ya estamos, pues, en Madrid. Entremos, por ejemplo, en este café. ¿Cómo se llama? Es el Recoletos. Son las cinco de la tarde, digamos, de un día de abril. En la calle hay un cielo azul, de un azul mayólica, fresco, reciente, lavado por la lluvia primaveral. Ha llegado la primavera sin dejarse sentir: deslizando su primer aliento perfumado en el bronco y tenaz viento invernal, que a veces nos sorprende todavía con un jirón roto en cualquier esquina. El cierzo serrano que no apaga un candil y mata un hombre.

Ese lugarón, entre manchego y castellano, el Madrid de 1923, gruñe en torno nuestro con su rumor de marejada. Entremos por fin. He aquí el café: un recinto penumbroso, casi desierto. De un grupo de jóvenes, sobre nuestra derecha, parten gritos y voces; se está discutiendo de algo, seguramente de España. Los jóvenes de 1923 sólo discutíamos de España. España era nuestra vocación unánime. Vemos sentado en el diván, limándose las uñas, con un aire displicente, a César González Ruano. Se lima las uñas y grita unos argumentos. Elegante, fino, cínico, desmadejado. Está diciendo: “–La revolución nos salvará. Sólo una revolución disolverá la cochambre española. Hay que hacer la revolución del señorito. Yo soy un señorito. ¡Vivan los señoritos!” “–Hombre César, no sea bruto” –interviene un mozo grueso, de piel muy blanca. Es como un inmenso bebé; se trata, indudablemente, de Ramón Ledesma Miranda, que ya ha publicado su primera novela. Lleva el cabello largo y entre las piernas descansa un grueso bastón. “–Qué bruto ni qué ocho cuartos” –salta ahora una voz aguda, cortante, con la agria disonancia de un disco rajado. ¿De dónde proviene? ¡Ah, sí! Lo reconocemos. Es una especie de enano, de cara amarilla, Enrique Jardiel Poncela. La mayor cantidad de veneno posible, de bilis e hipercloridia, en el cuerpo más pequeño posible. Feo como un pequeño gnomo o un pecado mortal. Un espermatozoide impertinente y agresivo. “–España no sabe leer –dice–. Hay que escribir a lo idiota para los idiotas. España debía ser una colonia inglesa; así, por lo menos, nos bañaríamos–”. Hay otros amigos en la tertulia, dos frente a González Ruano: Ramiro Ledesma Ramos y Onésimo Redondo, de aspecto castellano y ascético. Están corrigiendo, al parecer, unas pruebas de imprenta. “–¿De qué se trata, Ramiro?” –preguntamos. “–Es un manifiesto, Carmona. Invitamos a la revolución total. El caos como único partido político de los españoles–”.

Éramos un grupo de huérfanos. Huérfanos de España, ni más ni menos. ¡Qué entusiasmo, qué emoción humana, qué ganas de hacer cosas, buenas o malas, bien o mal hechas, pero hacerlas! Ninguno podía hacer nada más que rebelarse; el peso muerto de la Historia, la leyenda negra, Lepanto, los tercios de Flandes, la Contra-Reforma, Viriato, &c., instaban a la rebeldía, porque estábamos hartos de historia, y a la impotencia. Tampoco teníamos maestros. La juventud española de 1923 careció de maestros. Cada uno tuvo que ser, hasta donde fue posible, su propio maestro. Hoy, veintisiete años después, debemos felicitarnos de ello; la soledad, aunque amarga, es el mejor maestro. Entonces no lo sabíamos ni podía saberse. Pues, ¿qué calor humano había, por ejemplo, en Unamuno, en su cerril egoísmo, en su “yo” permanente, enfermizo? Dialogar con él equivalía a recibir el impacto de una interminable y fatigosa, serie de “yo esto”, “yo lo otro”, &c. Demasiado “yo”; ¡el inmenso “yo” empantanado de Don Miguel! Ortega y Gasset ignoraba el diálogo con los jóvenes; Zubiri vivía ensimismado, abroquelado, en el argumento ontológico de San Anselmo, su obsesión; Marañón nos acogía, solo él, en verdad, con optimismo, como un alegre muchacho grande y, al dejar su luminosa compañía, la soledad ibérica, erizada de resentimiento, nos tragaba otra vez en el mismo portal de la casa; Antonio Machado, remoto allá en Segovia, enseñando, quizá por ironía inescrutable, la lengua francesa; Baroja prefería la boina, el paraguas y el gato a la impaciencia de los jóvenes; los demás no contaron nunca. Nada podían ofrecernos en cuanto a mensaje. Eran sepulcros blanqueados.

No divaguemos más. Estamos en el café Recoletos, entre un grupo de jóvenes de 1923. ¿Quién es aquél, retirado en una mesa distante, solo, silencioso? Es Dionisio Ridruejo. Sí, es él. ¿Qué hace aquí, con su aire entre rural, campesino, y despistado? Acerquémonos; está leyendo a Ganivet, otro despistado. Tanto que huyó a un país hiperbóreo a suicidarse, también herido, como todos nosotros por el mal de España; por ese dolor, fundidos en la misma substancia. Dionisio, ya lo sabemos, quiere una España grande, y si hay que matar a muchos españoles y destruir hasta el cimiento las viejas ciudades, no importa; se hace. El sostiene que la sangre es la columna vertebral de la Historia. “—Hola Dionisio, ¿qué haces?–” “—Aquí estoy, leyendo a Gavinet. ¿Trasnochado, verdad? Estoy harto de todo esto. Voy a irme a cualquier pueblo, de maestro. Quiero sentir el pulso de España–”. Y al hablar, abarca el café entero en la mirada. Sí, éste es de esos: éste es sangre del pueblo y ha mamado la sangre del pueblo en la leche materna. Este no es un señorito. Y nos sentamos, ahora, a su lado.

Pasará el tiempo –pensamos–. El tiempo, esa inmovilidad en movimiento. Un día volveremos, unos antes y otros después, a las viejas ciudades que nos segregaron por inverosímiles y raros. Pero todos volveremos. Así ha sido siempre; es el destino insalvable. Volveremos de médicos, de profesores, de jueces. ¿Qué le vamos a hacer? La enorme rueda de la inercia hispánica nos convertirá entonces, sin darnos cuenta, en otro de sus inmóviles canjilones. La rueda del escepticismo que gira, desde hace siglos, en la misma dirección. Nuestra rebeldía desaparecerá limada por la inercia diaria. Pasearemos, cansados y solemnes, por la plaza, junto a un cura, el notario y el teniente de la Guardia Civil. ¿Qué se hizo del león que guardábamos en el pecho?… Y quizá nuestros hijos, en los cafés de Madrid, sientan en su día el incurable dolor de España. El dolor que tiene la substancia del amor.

1923: la provincia española

Nosotros, los jóvenes de 1923, habíamos querido conquistar Madrid. Así se decía entonces. Pero un día cualquiera sería el del regreso a la provincia española originaria. ¡Qué remedio! Otras generaciones lo habían hecho. Sí, volveríamos convertidos ya en elementos de orden; así se decía también. O sea, volveríamos desencantados y escépticos, derrotados. Ningún camino español de 1923 iba a ninguna parte. El asmático reloj hispánico nos habría puesto a su hora retrasada; él a nosotros. Regresaríamos con los ideales y las emociones reducidos a cenizas; cenizas sin el rescoldo del fuego inicial. Literatura y arte, cosas de locos. Ciencia, ¿para qué? En adelante, allá en la provincia, bastarían con un poco de fariseísmo religioso, un casino y el periódico del día para ir tirando. Era lo suficiente. ¿Que gobernaban el país los liberales? Bueno. ¿Que gobernaban los conservadores? Bueno. Todo uno y lo mismo. La inercia, la sequedad espiritual, la desgana, lograrían, al fin, atraparnos. Lo de siempre. ¡España de la muerte y la renuncia! El tiempo inmóvil devorándose a sí mismo.

Quizá, ¿quién sabe?, habría que casarse. Hasta eso. Pues un juez, un profesor, un médico solteros, inspiraban en la provincia española de 1923 una sutil e impalpable desconfianza teñida de desconcierto. (En un rincón del casino, en el atrio de la iglesia, en la tertulia de la botica, habría agrios comentarios al respecto. Lo sabíamos. ¿Cuándo, por los clavos de Cristo, sentarán la cabeza esos solterones recalcitrantes? Así se decía). Habría, pues, que casarse. Pero, ¿qué fue de aquellas muchachas, ojos negros y mirada de aguda saeta, de nuestra adolescencia? Mientras los jóvenes de 1923 luchaban en Madrid contra la inercia española, contra sí mismos, (un café madrileño de 1923 era ya, en su presencia física, una protesta, un acto de utopía), las muchachas de nuestra generación habían envejecido, paseando por las tardes, al anochecer, en la plaza provinciana. Esperando. Sí. ¿Esperando qué? Nadie lo sabrá nunca. A nuestro regreso estaban envejecidas, y más por dentro, por el deterioro de los sueños juveniles; deterioradas por la inútil esperanza.

En forma súbita, y a la manera de una maldición bíblica, un huracán de terror sacudía, de cuando en vez, el tiempo inmóvil de la provincia. ¡La esposa de un médico, por ejemplo, que se había fugado con el jefe de la oficina de Correos! Un pequeño apocalipsis en el estático mundo provinciano. Las gentes, envaradas y solemnes, aquellos señores de traje negro, sombrero hongo, botines, guantes y bastón, perdían entonces la compostura. Había gritos, discusiones, manoteos, en las tertulias del casino. ¿Quién iba a decirlo de Don Telesforo, el probo funcionario postal? ¿Quién lo hubiera pensado de Doña Lucía, la esposa del galeno, tan buena madre de sus hijos? ¡Señor, qué tiempos! Todo andaba de cabeza, trastornado. ¡Esos socialistas, esos obreros de la Casa del Pueblo! Doña Lucía no era socialista ni, claro es, obrero sindicado, pero la fementida Casa del Pueblo tenía la culpa del percance. La Casa del Pueblo tenía la culpa del general trastorno. Así lo explicaba Don Daniel, el canónigo, (cejijunto, negro, oliendo a tabaco barato, con el manteo terciado sobre el hombro, al modo de un capote de torero). Él no podía equivocarse. ¡El sabio Don Daniel! Hasta recibía libros de Madrid.

Cabía, para escapar hacia dentro, hacerse un tipo raro. Pues sólo había escape hacia dentro. Del tipo raro, misógino, maniático, atrabiliario, siempre se encontraba, si la memoria nos es fiel, un ejemplar permanente en la provincia española de nuestra juventud. Alguien en quien encarnaba, explosivo hacia dentro y manso hacia fuera, el sedimento provinciano de cobardía y evasión; generalmente se trataba de un profesor del Instituto, no sabemos por qué. La disconformidad tomaba el aire de la locura pacífica por no poder expresarse de otra manera. Don Cástulo, el profesor de latín, fue el ejemplar que tocara a nuestra adolescencia. Nos odiaba a los muchachos; sin duda, veía en nosotros, inaplicados y gritones, crueles y generalmente estúpidos, la materialización de una sociedad que lo había frustrado hasta el tuétano. A veces, entre declinación y declinación, nos hacía confidencias de sus amarguras que, sólo años más tarde, cuando en nosotros prendió también la decepción, logramos entender. Entonces ya no inspiraban risa. Eran confidencias desbordantes de llanto contenido e inaudible.

Don Cástulo estaba loco, decíamos, porque paseaba solo, con un Virgilio en la mano. Yo le veo, todavía, caminando entre los árboles de una carretera. ¡Gentiles álamos rumorosos del Duero, río azul acero, lento y grave! Don Cástulo iba, despacio, alejándose. Aparentaba escuchar; quizá escuchaba hacia fuera, hacia el horizonte de nubes barrocas navegando sobre la tierra castellana; quizá escuchaba hacia dentro, la melodía inconclusa de su propio vivir. ¡Álamos del Duero en la tierra castellana! Nuestro corazón ha quedado entre vosotros. Sois el paisaje arquetípico de nuestra vida. Sabedlo: el paisaje manantial.

Sí, era inevitable casarse. Una vuelta más al tornillo. El regreso a la provincia, ya cansados y escépticos, posibilitaba reanudar los amoríos adolescentes. Tampoco el matrimonio era el camino de parte alguna; era un acto más de resignación y desgana, el fin natural de la rebeldía. Pero era cosa indispensable, al parecer, para el buen orden. Volvíamos a encontrar a Concha, a Margarita, a Carmen, novias de los diez y ocho años, las muchachas de la esperanza deteriorada, como capullos marchitos, por la esperanza misma. ¡Capullos marchitos! Habían tenido nuestra propia experiencia del otro lado del misterioso río del sexo. Rosas frustradas antes de serlo, como nosotros frustrados varones sin madurez de hombría. La provincia española de 1923 nos hacía viejos antes de los treinta años. Había que ser viejo para ser decente y, sobre todo, no leer libros. ¡Ah, sí! Apasionarse por algo levantaba sospechas de inconformidad oculta. Capacidad de emoción significaba rebeldía soterrada. Por eso, cuantos leían El Faro de Burgos, o El Faro de Ávila, periódicos que se permitían, a veces, en cuatro hojas semanales, escarceos liberales, terminaban mal. Por ejemplo, sin ir más lejos, Don Telesforo, el jefe de Correos. Un empecatado liberal con puntas de masón. ¡Qué horror de hombre, Dios mío! Soltero a los cuarenta años y no asistía a misa. ¿Qué podía esperarse de él? Un modelo de la perversión de los tiempos, según Don Daniel, el canónigo, que recibía libros de Madrid y era, sin duda, un sabio.

Pero no ahondemos más la herida. Hagamos punto aquí. ¿Dónde estaba la raíz de esta atmósfera de resignación, de este nihilismo de la renuncia, de este sordo marasmo? ¿En qué cosa concreta, en qué idea era dable señalar el origen? La provincia española de 1923 nos roía hasta el tuétano de la emoción humana. El origen no estaba en ninguna parte, ni en ninguna idea, porque ideas, el pensamiento como acción creadora, no existían, y estaba a la vez, impalpable, difuso, paralizador, en cualquier parte. Todas las cosas, como todas las ideas, comportan, inevitablemente, pesadumbre y también, en forma muy concreta, alegría, pues hay que hacerlas. Hacer es alegre. Esa pesadumbre, la lucha con la inercia para hacerlas, agostaba las ganas de las cosas y las ideas. En la cansada provincia teníamos la experiencia previa de su inutilidad.

¡España de 1923, camino sin camino! La desatentada extravagancia de dos siglos y pico de Historia, aquellos siglos del español desorbitado, en Italia, en Francia, en Alemania, en Flandes, en Oceanía, en el Nuevo Mundo, y la gigantesca fatiga de semejante epopeya, su resultado de ciclópeo cansancio, ¿alcanzaba, quizá, en nosotros, su última presencia de inutilidad y error? Porque a los treinta años éramos ya viejos. Empezábamos a vivir por donde Don Quijote terminó su odisea manchega de la justicia, por la renuncia. A los treinta años habíamos pactado ya con Sancho, el barbero, el duque, el canónigo y el bachiller. Aceptando que los molinos de viento eran, irremediablemente, molinos de viento.

Madrid: los amigos de 1923

¿Era de tres o cuatro jóvenes aquel grupo de amigos? Ahora ya no sabríamos decirlo; ha pasado mucho tiempo, y tiempo desbordante, además, de vicisitudes. ¡Lleno hasta reventar de sucesos inverosímiles! Que en sus causas relativas, inscritas en la Historia, son, quizá, comprensibles, lógicos, coherentes, pero que en sus causas absolutas, allí de donde arrancan de la naturaleza humana, no de las circunstancias externas, son la expresión del incomprensible misterio de esa misma naturaleza. ¡Expresión del inescrutable destino!

El año 1923 fue, por decirlo así, el último que una generación de jóvenes españoles viviera en forma normal, con domicilio conocido y antecedentes insospechables. Cosa curiosa porque aquel grupo de jóvenes que nos habíamos encontrado en Madrid, (¿éramos tres o cuatro?), pensábamos que nuestra propia vida estaba acabada en cuanto a trastornos externos. Es decir, que ya habíamos vivido cuanto era posible vivir, que ya estábamos de vuelta de todo. Este es el mensaje que 1923, pulsado desde 1957, tiene para nosotros entonces con dos décadas. La vida nos sabía solo a cansancio y repetición. ¡Y lo mejor estaba por venir! La catástrofe que iba a iniciar la diáspora española contemporánea, lanzándonos violentamente a los cuatro puntos cardinales, sobreviene en la década siguiente, después de 1931. Es el cambio de la Monarquía española por una República ingenua e improvisada, que advino sin sangre y sin revolución. El enorme vacío político-social que dejara la Monarquía secular lo ocupó, sin más, una inocente República que, seis años después, se ahogó en la sangre derramada por su propia impotencia.

Pero volvamos a 1923. Ningún camino español llevaba a ninguna parte. ¿Quiénes formábamos aquel inolvidable grupo de amigos? Ya no lo recordamos. Tampoco recordamos dónde ni por qué nos conocimos, cómo nos descubrimos mutuamente algunos provincianos, muchachos de pueblo, en el inmenso y laberíntico inmueble de Madrid. Recuerdo, sí, mi descubrimiento personal de José Romero, en una biblioteca pública, la Municipal de la todavía Corte de las Españas. Íbamos todos los días. En el recinto había libros, papel, tinta, y a la sazón, porque corría el noviembre madrileño, áspero y lluvioso, una panzuda estufa de carbón. José Romero me confió, una tarde que abandonamos juntos el salón de lectura, que era poeta. ¡Que era poeta y no lograba comer a diario! Como yo tampoco lo solía hacer con excesiva regularidad, unimos nuestra hambre aquel atardecer en un paseo por las calles céntricas, bajo una lluvia pertinaz, entre los hongos negros y charolados de los paraguas. Así fue el descubrimiento.

Ahora creo recordar que mi nuevo amigo, el único que tuve en Madrid durante muchos años, me presentó dos o tres días después de nuestro mutuo descubrimiento, al resto de los compañeros del grupo. Romero había llegado de Extremadura a Madrid a expensas de una anciana tía solterona, que gozaba de mediana fortuna y, al parecer, recalcitrante avaricia. Romero era huérfano y fracasó en los estudios. Alguna vez, apremiado por las urgencias de la venerable pariente, decidió adquirir un oficio; escogió el noble y humanista de barbero. Allá en el pueblo originario se metió de rapabarbas y por esta atroz circunstancia, ideada sin duda por las Parcas, que tejen nuestro destino, corría entre las leyendas del grupo que había sido expulsado, el mismo día del ingreso en el gremio barberil, por introducir la brocha llena de jabón en la boca desvencijada de un campesino hirsuto. ¡A la calle con el aprendiz! Entonces sustrajo veinte duros a su tía, y a Madrid; a pasar hambre.

En Romero encontré la amistad y la poesía. Sí. El conocimiento directo, corporal, de la poesía, no de la escrita y literaria, que viene a ser la ceniza incombustible de un ardimiento interior. La capté en Romero, en sus maneras, en su sensibilidad, en su presencia. Años después he confrontado idéntica percepción en Antonio Machado, por ejemplo. (En la primera madrugada del exilio, al iniciarse la diáspora española contemporánea, di con Antonio Machado en el café de la estación ferroviaria de Cerbére, en Francia. Solo, absorto frente a una infame taza de café con leche. Éramos dos fugitivos del fascismo. Fue nuestro saludo. Dos palabras y el silencio. El más elocuente de los silencios). Tengo por seguro que Romero me introdujo en la amistad de otros dos o tres jóvenes, que constituirían aquel grupo de 1923. Conocí entonces a Frau, pintor, que reside actualmente en este México fraterno, a Andrés Carranque de Ríos, trotamundos, y a Fernando de la Quadra que se presentaba, con taconazo a la prusiana y el cuerpo rígido, como descendiente de los reyes de Navarra. Nos reuníamos en un mísero cafetín de la calle Hortaleza, después de comer, y concluíamos el día en la plaza de Oriente o en la Casa de Campo, paseando. ¿Qué hicimos durante tanto tiempo, en varios años? No lo sé. Solo queda ya el cálido recuerdo de la amistad; el diálogo se ha perdido.

Amistad y diálogo son inseparables, pero el diálogo se perdió para siempre, lo mismo que aquella España; nuestra España de la adolescencia y primera juventud, turbia y triste, áspera y pobre. Quisiéramos aguzar la punta de la memoria para evocar cómo éramos, en lo físico y espiritual elementales, los cuatro mozos del grupo. Romero murió tuberculoso, Carranque murió también, el año 1936, y Frau sobrevive. En realidad, murieron de hambre y desesperación; en la España de 1923 había que alcanzar los sesenta años para ser respetable, para no morirse de asco y hastío. Los caminos españoles, el arte, la ciencia, la literatura, no llevaban a ninguna parte; mejor dicho, llevaban a dos cosas: al hambre y la soledad o al conformismo y el tedio. Y nosotros elegimos lo primero.

Veamos. Quien esto escribe era por entonces, al parecer, un joven flaco, melancólico, de color moreno-verde. Frau, originario de Galicia y recriado en Mallorca, tenía el aire de un torero senequista: alto y delgado, de hermosos ojos e inconcebible timidez; aún es así, todavía, aunque descarnado por los años. Carranque había interpretado el papel de un galán en la película Zalacaín el aventurero, sacada de la novela de Baroja, y le quedó una apostura narcisista de astro de la pantalla. Andrés había hecho otras cosas también, como fogonero en un barco mercante, boxeador, guitarrista y albañil. Con estas experiencias escribió su primera novela, Uno; la piedra violenta en la cenagosa charca de la literatura de la época. Los escritores consagrados (Baroja, Azorín, Pérez de Ayala, &c.), repetían cada año su fórmula en un libro más; no tenían nada que decirnos y los jóvenes, en cambio, no teníamos donde escribir. Ni siquiera teníamos nada nuestro que hacer. Éramos un grupo solitario, sin tarea vital, sin vocación humana. España sólo nos ofrecía, como tarea y vocación, el servicio militar obligatorio, año tras año, cumplido en Marruecos, donde se arrastraba una guerra idiota, desde principios de siglo, para hacer generales y segar anualmente una generación de jóvenes.

Como el nuestro había otros grupos, dispersos en el océano de marasmo y tedio de la vida española. Lo hemos sabido más tarde. ¿Éramos un grupo de individuos fracasados, frustrados? No. Eso no. Nada habíamos hecho, ni podíamos hacer, donde el fracaso o la frustración fuera posible. Sólo el hacer cosas acarrea el posible fracaso. La España de 1923 nos ofrecía, como única tarea vital, la sangría de Marruecos; año tras año. Los sobrevivientes de aquellas generaciones, los que no murieron en el camino, como Romero y Carranque, por el hambre y el tedio, los que hemos sobrevivido a fuerza de energía interior, de coraje y estómago, fuimos deslizándonos lentamente, en forma insensible, hacia el radicalismo político y social. Hacia la revolución de derecha y de izquierda. Habíamos regresado corporalmente indemnes del inútil osario de Marruecos, arrojando a la basura la condecoración "Por la Patria" que se nos concediera. La generación de 1923 destruyó la secular Monarquía española, instaura la República y se inmola, más tarde, en las trincheras de la guerra civil, en las dos trincheras de la contienda. ¡El desmoronamiento de un mundo en el que no teníamos lugar! Y también hemos perdido esa guerra civil en los dos lados de la trinchera.

Una tarde de 1923

Éramos, pues, un grupo de tres o cuatro amigos en el Madrid de 1923. Hemos mencionado a otro, Fernando de la Quadra, que dejó de frecuentarnos repentinamente. Los cuatro, Romero, Carranque, Frau y yo, nos veíamos todos los días, después de comer. En el buen tiempo paseábamos por los alrededores de la ciudad, saliendo por la Puerta de Hierro, por la calle de Toledo abajo, o la de Fuencarral y los Cuatro Caminos, hacia la carretera de Francia, según el capricho del momento. Nuestras caminatas duraban la tarde entera. ¡Años de soledad aquellos, sin duda, pero también de diálogo! Teníamos todavía fe en el ser humano: ¿qué era sino fe en el hombre el callado y firme gusto por la vida que nos embargaba? No sabíamos aún que en el ser mismo del hombre reside su propia desventura.

Descubrimos, un día de tantos, la Casa de Campo. Perteneció hasta 1931 al patrimonio de la Real Casa y había que exhibir un permiso para entrar. No recuerdo como llegó hasta nuestras manos; Frau lo debió conseguir, sin duda, al través de la familia de Margarita, su novia. El padre de la muchacha era funcionario del Palacio Real. Los amigos de Frau estábamos un poco enamorados, secretamente, de la gentil novia, ahora esposa del pintor. La Casa de Campo se convirtió, de esa manera, en nuestro paseo preferido. Pues era un lugar inmenso, agreste y solitario; desde el borde del Palacio Real se extendía hasta las estribaciones de la sierra del Guadarrama. Un trozo de Castilla que se introducía por las puertas de Madrid.

Es el paisaje que han pintado, en el fondo de sus cuadros, Velázquez, Pantoja y Goya. Encinas, lebreles cazadores y caballos cortesanos. Se ha hecho universal por esos pintores y puede verse en los museos de Londres, Nueva York, Viena o Berlín. Nosotros no lo veíamos simplemente; más que verlo, lo gustábamos por los ojos, lo olíamos y tocábamos; lo percibíamos con todos los sentidos a la vez. ¡Quizá era el paisaje de nuestras propias entrañas! Ahora lo juzgamos así, al cabo del tiempo. ¡El tiempo amargo de los españoles! Ahora nos parece el paisaje de nuestra biografía entre los años del veinte. La vida del hombre se desenvuelve, si es auténtica, si tiene sentido íntimo, en conexión umbilical con un paisaje. Siempre. Despojada de conexión telúrica, la vida carece de sentido. La indestructible conexión de alma y paisaje domina, pues, nuestra existencia y modela nuestro ser.

El paisaje de la madrileña y cortesana Casa de Campo no tenía colores. Sólo el azul del cielo, intenso hasta el añil, el blanco deslumbrante de las nubes barrocas y viajeras, el pardo de la tierra castellana y el verde de las hojas de los álamos jóvenes. Colores puros, netos, sin lujuria cromática; nada más. ¿Para qué más? El dibujo de largas líneas uniformes y horizontales, de la meseta que iba subiendo hasta prenderse a las estribaciones de la montaña, un dibujo seco, incisivo, recortado, era el verdadero paisaje. Discurría también, por alguna parte, un claro arroyo retozón. Este arroyo era asimismo paisaje, como lo era el viento, que a veces se aquietaba entre las rudas encinas! ¡Las encinas que pintara Velázquez! Todavía, sin duda, estarán allí, envueltas en su monástica soledad rumorosa de viento. ¿Quién hubiera dicho, en una mañana luminosa, en las tardes del otoño dorado, que formaban parte del mundo, vegetal? Retorcidas en su color de estameña, de copa ancha y redonda, parecían la tierra hecha árbol. ¡La agria desnudez de la tierra castellana! Porque la Casa de Campo es tierra de Castilla; hacia el norte, por encima de la sierra del Guadarrama prolonga la mística meseta; hacia el sur, se enlaza, a las llanuras manchegas. Los dos paisajes esenciales de Castilla, el del Cid y el del Quijote. Los paisajes de nuestra biografía. El paisaje interior hecho campo.

Entonces nuestra vida, la de aquel grupo de jóvenes, no sólo era tiempo, como ahora lo es; era futuro. Romero y Carranque iban a morir pronto. ¿Quién lo hubiera temido? La soledad del planeta salía a nuestro encuentro en la soledad, cuajada de manso viento, de la Casa de Campo. Caminábamos sin rumbo. ¿Hablando de qué? Ya no lo recordamos; es lo mejor que podía suceder. Nos queda la imagen del ancho cielo, del rumor del agua, de la soledad: lo demás se ha perdido en la encrucijada de los años. Como el corazón tiene su memoria, sabemos que nos sentíamos seguros y alegres, pues del contacto con la tierra saca el ser humano la seguridad de su existir, la afirmación de su existencia. Allí, divagando, la muerte carecía de realidad. El contacto con la naturaleza es para el ser humano una liberación íntima. Afirma la conciencia de su ser.

Regresábamos al anochecer. El ancho campo, ensimismado, se encendía por el reflejo de las nubes rojas. El cobalto del cielo cambiaba, lentamente, en gris pizarra. Era la hora de la melancolía. A lo lejos, de frente a nuestros ojos, Madrid; un rumor de océano distante y luces temblorosas. La ciudad otra vez, donde aquel grupo de jóvenes buscaba su destino; se buscaban a sí mismos. La melancolía se apoderaba también de nosotros. Tan sólo traíamos en nuestro pecho una cosa grande y vaga, desnuda y acongojante: la vida. El regreso discurría silencioso, (¿qué es esto de la vida, Dios mío?,) y en cualquier esquina tomaba cada uno su camino. “—¡Adiós!”


3

 

“Aquí yace media España; murió de la otra media.”
 Mariano José de Larra, El día de difuntos de 1836.
 

No seas verdugo de tu propia sangre

El advenimiento del fascismo cuya última ratio es de orden psicológico, no económico, ha demostrado que en el alma humana no hay una tendencia inherente hacia el progreso racional y moral, hipótesis que constituye el fundamento del cristianismo, liberalismo y socialismo humanista. El espíritu humano, cuando cae de pronto en circunstancias hostiles, retrocede violentamente, en el individuo y la sociedad, a etapas anteriores de su desarrollo. Vuelve a la prehistoria.

Esta es la experiencia que está aniquilando a España. Con la República sobrevivieron las fuerzas del Estado autoritario, heredadas de la Monarquía, incapaces ya de mantener su prestigio de clases directoras. ¡La historia moderna de España es el testimonio del fracaso de las clases llamadas directoras! Las urnas electorales habían confirmado, en 1931, ese fracaso. Entonces, pequeños grupos de extremistas y excéntricos, dotados de convicciones políticas predominantemente emocionales, (Jerarquía, España Una, Imperio hacia Dios, &c.) y con instintos delirantes, (dispara si oyes la palabra cultura), cosas que caracterizan el fascismo, lograron mover dichas fuerzas hacia la revolución reaccionaria que desemboca en la Guerra Civil. La República, triunfante en las urnas, murió frente a ellas con las armas en la mano, en un caos de odio y sangre.

Nada se nos ha olvidado. Los vencedores han alterado el sentido de estos acontecimientos para ajustarlos a su cinismo. Tenían que hacerlo así; los vencedores escriben la historia oficial, mientras que los vencidos escriben la historia auténtica. La libertad y tolerancia, principios políticos fijados por la República como una nueva forma de vida colectiva, fueron impotentes para instaurar esta. Impotentes, sí, pues el clero sin religión, los militares sin honor (Franco, jefe del Ejército republicano) y los terratenientes embrutecidos por el rencor y la ignorancia, los utilizaron contra el régimen que se los otorgó; ellos lo hicieron impotente. La tolerancia es un error frente a la intolerancia que utiliza la tolerancia para manifestarse.

La República llegó al poder sin derramar sangre. ¿Acaso hay que recordarlo? No carecía de fuerzas creadoras, como régimen político y como ideal democrático, para realizarse. Tuvo el poder político, pero no tuvo el Ejército, ni la Iglesia, ni la Banca, ni los tribunales de justicia, ni la gran prensa, ni los funcionarios; tuvo, pues, el esqueleto del Estado, pero no el Estado mismo. Un fascismo a la española, de Iglesia y Ejército, en un compromiso que no puede calificarse, en España, de casual, agrupó a estas fuerzas en un mismo frente, inspirado por el resentimiento, la soberbia y la incapacidad histórica. La tolerancia había dado cuerpo a la cerril intolerancia de los grupos sociales que un movimiento popular desplazara, con la papeleta electoral, no con las armas, del poder. Hubo que ir, entonces, a Italia y Alemania para contratar el asalto a la República. Repugnante negocio que Hitler prometió ganar para el fascismo. (Proceso de Nuremberg; documentos oficiales, serie H en la edición inglesa). Documentos que, por cierto, no hablan de “restaurar” la Iglesia Católica en el Estado español, “perseguida” por la República según la propaganda de la prensa española fascista, entre 1931-36. No se trataba de restaurar nada, sino de aplastar a la República en beneficio del Eje. Y Himmler llegó a Madrid para enseñar a la policía franquista los procedimientos de tortura de la Gestapo. Nada se nos ha olvidado.

Los españoles de la península han quedado, pues, a merced de un destino cruel. Se han encadenado en las mismas cadenas que forjaron. Franco trata, ahora, de paralizar la voluntad de quienes le subieron al sitio que ocupa y tiene que reabrir las cárceles. El botín producido por la guerra civil, que incluía la vida de los derrotados, ya se agotó. Una nación no se forma sino por la integración de las diversidades; se destruye, en cambio, por la extinción violenta de las diversidades. Franco arbitró la diferencia entre vencedores y vencidos como elemento de cimentación; hizo de la crueldad, ¡qué buen cristiano!, un medio de opresión física y moral. “Hay que salvar lo que pueda ser salvado”, acaba de escribir Pueblo, órgano de Falange. ¿Salvar lo que pueda ser salvado?… Si los franquistas salvan la piel, lo que es dudoso, ya habrán salvado bastante.

Nada se nos ha olvidado, amigo Ridruejo. Absolutamente nada; por eso no podemos profetizar un futuro utópico. En la España franquista no hay nada que salvar, ni siquiera la piel. Ustedes lo han querido. No se trata aquí, advertiremos, de proponer una revancha. No queremos vengarnos. Se trata de que el franquismo debe sacar hasta las últimas consecuencias de sus actos; debe y tiene que hacerlo. Ejemplo: la última consecuencia del régimen nazi ha sido la destrucción de Hitler, porque la lógica de la Historia no admite bromas.

Sabemos que no es cosa de broma, aunque lo parezca, el que Ridruejo apunte ahora dos soluciones. La de un socialismo humanista y la de un social-cristianismo. Está bien. Pero el franquismo no puede prolongarse, disimularse ni disolverse, en ninguna de ellas; el franquismo tendrá que ser más represivo cada vez porque carece de posibilidades de evolución. Vino desatando una guerra civil y morirá en otra guerra civil. Tiene que sacar hasta la última consecuencia de sus actos. Morirá en la muerte que desató. Es la lógica de la Historia.

Las dos soluciones mencionadas significarían volver a empezar. Volver a 1931.

Socialismo humanista y social-cristianismo. ¡Veintiséis años para esto! No es una broma y lo parece. Pues como ningún régimen político puede trabajar sobre el vacío, sino sobre una realidad social, ¿qué harían ese socialismo humanista, abierto en sus principios, ese social-cristianismo, con el Ejército, con la Iglesia, con los latifundios? ¿Qué haría con la corrupción? ¿Qué haría con el millón de muertos? ¿Tendremos, en fin, que borrar veintiséis años de historia de España, dándolos por inexistentes? Pudiera volverse a empezar, en todo caso, de no haber un millón de muertos y veintiséis años de terror. Entonces, si; ahora, no. Ya no podemos volver a empezar. La sangre vertida inútilmente lo impide. La sangre derramada injustamente reclama sangre justiciera.

* * *

Los papanatas están contentos. Los papanatas babean de gusto. Al fin, el enano sangriento habló. ¡Qué maravilla, señores! Y como la Historia, ni la Divinidad, ni el Universo, tienen secretos para el enano sangriento, la incontable legión de los tontos de baba, escribidores, descuideros, niños bien, beatas, pancistas y analfabetos, toda la bazofia humana que el fascismo ibérico descubrió como fuerza político-social, está de plácemes. El enano sangriento habló; mejor dicho, habló por él uno de sus lacayos (Castiella.) ¡Qué maravilla, señores!

La Historia no tiene secretos para el enano sangriento. Ni la Divinidad misma los tiene, porque él ha recibido la revelación de la gracia y lo hace constar en las monedas españolas, “Jefe del Estado por la gracia de Dios”. ¡Dios, qué gracia y qué encanto de hombre ese enano sangriento! Felicitamos a los tontos de baba y envidiamos, seguro, el éxtasis que por el discurso del enano sangriento han recibido. Palidecemos de verde envidia.

Es un discurso sin desperdicio. Goebbels, el gran mentiroso, que murió enredado en sus propias mentiras, purgándolas al suicidarse, (cosa que el enano sangriento no hará, pues es un cobarde), lo hacía mejor, debemos reconocerlo, pero los fascistas españoles tampoco son mancos. El enano sangriento dice, por boca de su lacayo, que “nuestra unión detuvo a Hitler en los Pirineos”. ¡Ja, ja! Bueno, es para troncharse de risa. Porque en el proceso de Nuremberg se dio a conocer la correspondencia Hitler-Franco antes y después de su encuentro en Hendaya, con Francia ya vencida, en que Hitler reclama al enano sangriento el plomo, el mercurio, el hierro, el aceite y el corcho españoles y rechaza, en cambio, los soldados. Fue Hitler, en consecuencia, quien se detuvo en los Pirineos, no el enano sangriento quien lo detuvo. Hitler esquilmó a España, con la mejor voluntad del enano sangriento, hasta que adivinó la inevitable derrota y entonces, el enano sangriento, (quien no purgará en sí mismo, con el suicidio, el mal que ha hecho a España), entregó a los aliados los alemanes residentes en España, haciendo pasar a los antinazis, viejos residentes del solar ibérico, por nazis. ¡El enano sangriento siempre fiel a la traición, siempre tan cristiano! Un nazi se cotizaba, en aquel vil mercado, más que un antinazi.

Es cosa seria este discurso. Puntualiza, por ejemplo, que durante más de un siglo España tuvo “una Monarquía envenenada por el estúpido y corrompido liberalismo, con las tres decadentes y seniles libertades, aherrojada por la tolerancia religiosa, el parlamentarismo, las elecciones democráticas” y otras zarandajas copiadas servilmente de Europa. Que el pueblo español se ha encontrado consigo mismo, al fin, gracias a Franco, gracias al leal y tierno enano sangriento… Estamos de acuerdo, señores papanatas; hay que estarlo. La Historia no tiene secretos para el enano sangriento. ¡Qué omnisciente sabiduría! En verdad, gracias a Franco, el pueblo español se ha encontrado a sí mismo en la ultratumba. Tan exacto esto como lo demás.

Pero, insistimos, el discurso se ha quedado corto. Cien años son poca cosa. Desde mucho más atrás, el clero, (el clero, no la religión), los militares sin honor, los terratenientes, la aristocracia, las clases sociales representativas del actual fascismo ibérico, las clases representativas, en suma, del fracaso de España como nación, como forma del ser histórico, han utilizado la libertad y tolerancia para impedir, frustrar o aplastar, en último término con armas extranjeras, la natural evolución político-social del pueblo español. De este pueblo que, sin revolución, ha restaurado siempre, a fuerza de riñones, estoicismo y patético coraje, la libertad y tolerancia subyacentes en su propio ser, que eran utilizadas, una vez instauradas, para aplastarlo. Otro detalle expresivo de la cortedad mencionada consiste en la omisión, por el discurso, del número de iglesias quemadas desde, por ejemplo, Fernando VII; digamos que, en números redondos, alcanzó la cifra de diez mil. ¿Nos habremos quedado cortos, nosotros también? Pocas, sin duda alguna. Empero, citamos la estadística con orgullo. Pues el incendio de las iglesias, conventos, &c., fue la inevitable reacción del pueblo español a la acción desbordante, en lo político y mundano, de un clericalismo voraz, anticristiano, que estaba asfixiando el cuerpo nacional. Ciertamente, fue el pueblo quien las quemó, y no hay que dudarlo, aunque tanto en 1836 como en 1936, los curitas y frailecitos disparaban, con la mejor intención apostólica, ¡benditos ellos!, desde el interior de los edificios. El pueblo arrimó a la pared el fuego físico, pero el clericalismo anticristiano había encendido la tea. Por lo demás, lo mismo volverá a suceder cuando el pueblo recobre la libertad. Las proporciones del incendio serán, prometemos, más considerables todavía; confíen y esperen, señores papanatas. Ya verán lo que es bueno. Pues el crimen colectivo del fascismo español, el crimen contra España del fascismo teocrático-castrense, no quedará impune. La Historia sería una ignominia si quedara impune. Quemar iglesias es, en España, un acto religioso. Y lo será mientras el clero tenga espíritu anti-religioso.

Claro que el pueblo español tiene la culpa. Si, papanatas, sí. Esto no lo dice el discurso, pero lo presupone. ¿Por qué se le ocurrió a ese pueblo emprender su evolución político-social, que se inicia desde que los primeros representantes de la burguesía, originarios de la clase civil o del estado eclesiástico, Antonio Pérez, Cisneros, &c., llegan al poder? Una sociedad no vive sino transformándose, pero ese principio sociológico, ¿qué tiene que ver con España, según el presupuesto del discurso? Que España esté en el mundo y forme parte de la cultura occidental, cuya línea histórica constante ha sido, excepto en el paréntesis de resentimiento del fascismo, la transformación social hacia la libertad y la justicia, se ha considerado por el clero español, por el hidalgo degenerado en señorito, por el mílite sin honor, &c., como una ofensa personal. ¡Son tan delicados estos señoritos! El enano sangriento ha decidido, por eso, para evitar conflictos personales, regresar España hasta la monarquía tradicional. Fíjense bien: “monarquía tradicional”. Fórmula maravillosa que eliminará, en lo sucesivo, ad usum enano sangriento, la idea de la Historia como la aventura de la libertad. ¡El enano sangriento ha suprimido, pues, la raíz misma de la civilización occidental, señores papanatas! Los señoritos españoles son muy delicados y no puede permitirse que la evolución histórica del pueblo español, o sea, que la Historia misma, ponga en entredicho sus privilegios. Hay que volver, por tanto, a la Monarquía tradicional; fíjense, una vez más: “tradicional”. ¿Qué será esto de tradicional? No lo entendemos. Pues en el momento en que algo que llamamos tradición era, hacia atrás en el tiempo, vigente como situación o factor históricos, todavía no constituía tradición, sino que era, simplemente, revolución. Entonces sólo podemos entender la tradición como revolución sedimentada. Luego para buscar la tradición auténtica habría que retroceder hasta la caverna prehistórica. Y ni siquiera encontraríamos la tradición en el retroceso hasta el primate, pues el descubrimiento del fuego fue también un acontecimiento revolucionario. ¿Qué les parece, señores papanatas del franquismo? La Monarquía constitucional, una parte de la tradición política española, era, en 1823, revolución; la monarquía absoluta, una parte de la tradición política hispana, era, en 1500, revolución. Etcétera. ¿Para qué añadir más? Con gran pesadumbre por nuestra parte tenemos que advertir al enano sangriento, y a sus turiferarios, escribas, lacayos, canónigos, duques, niños bien, beatas, y barberos, la gallofa de magnates que ya Cervantes ilustrara, que nos rehusamos al regreso a las cavernas para encontrar aquella tradición que no fuera, en el día que advino a la vida del hombre, una revolución en su imagen del mundo. Perdónenos el susodicho enano.

* * *

No es un libro, aunque tenga su forma. Es una serie de alaridos impresos; doscientas y pico páginas de contorsiones, gritos, espumarajos y rechinar de dientes; en suma, doscientas y pico páginas de histerismo. De histerismo y cursilería. Pero, ¿de qué se trata? Estamos refiriéndonos a Genio de España, de Ernesto Jiménez Caballero, edición del año de la victoria. (Victoria con mayúscula.)

Un libro delirante. Ahí van ejemplos: “España, genio romano-germánico, que es genio de Cristo. Creedme. Genio de España”. ¿Qué les parece? “El secreto del fascismo es el secreto eterno de Roma; Roma, César y Dios, Jerarquía y Humildad”. ¿Inefable, verdad? Escuchen esto: “falangista viene a significar el que da leña y estacazos”. Y para que al lector no le quepa la menor duda acerca de la salud mental del autor, Don Ernesto declara: “hablo parabólicamente, que es el modo de expresar siempre lo evangélico, lo elemental”. Si por acaso ese lector tuviera alguna duda de la significación del fascismo, que la rectifique, porque fascismo no es particularismo sino ecumenidad, universalidad; “nuestra suprema aspiración está en que Falangismo quiera decir Catolicismo”. ¡Incomparable modestia! Falangismo significa, por tanto, leña, universalidad y Catolicismo. Tomen nota.

El “sustrato germánico” es el fundamento genial de España. ¡Ah, qué Don Ernesto! En uno de sus alaridos llama “rey natural” al enano sangriento; y desliza, en otro la afirmación de que “el grupo militar marroquí hizo posible la salvación de España”. Magnífico. De repente se pone serio: “todos los productos nacidos del individualismo se están disolviendo: liberalismo, parlamentarismo, constitucionalismo, formalismo jurídico, filosofía racionalista, capitalismo, industrialismo, socialismo”. Y si esta disolución no coincide con lo que está sucediendo en el mundo después de la “salvación de España” la culpa no es de Jiménez Caballero; no, la culpa es de la Historia, que se empeña en contradecir a Don Ernesto, simplemente por envidia, porque la Historia tiene el mal gusto de no ser fascista. ¡Paciencia, Don Ernesto!

Pero siguen las contorsiones. Escuchen. En el enano sangriento “lo germánico fundido a lo romano ha tomado a España en su diestra. Germania y Roma han vuelto a dar gloria y triunfo a España.” Y del territorio nacional hipotecado, en las bases militares, instalaciones industriales, &c., a los “choriceros de Chicago”, pues así llama a los norteamericanos Don Ernesto, ¿qué hay, patológico amigo? (Amigo porque alguna vez hemos tomado café juntos, cuando era “judeo-liberal”, “decadente socialista” y otras cosas). En esas bases e instalaciones no hay Roma ni Germania, sino simplemente dólares del protestantismo. ¡Hermoso y edificante maridaje, Don Ernesto: Germania, Roma y dólares protestantes! La salvación de España. Sujétense el estómago, por si vomitan: “hay un alma española, la de Falange, que os promete seriamente, fundamental y fundadamente, optimismo, grandeza, reconstrucción, genialidad: Imperio”. Sí. Imperio hacia Dios con dólares protestantes.

Hay más. Don Ernesto alcanza el chiste perfecto cuando dibuja la “estructura imperial de España”. Escuchen, aunque revienten. Vale la pena. César y Dios en una misma persona, en el enano sangriento. Esto para empezar. Reinstalación de los gremios y prohibición de las máquinas, de los intelectuales y de los trajes de baño; misa y comunión diarias: censura de prensa, excepto para la diarrea literario-falangista del propio Don Ernesto. Y al español disidente, matarlo. El español disidente es un pecado mortal. ¡Los españoles disidentes somos “hijos de dos madres”! La historia de la disidencia española, desde Juan de Valdés, Servet, Cervantes, Quevedo, Saavedra Fajardo, Jovellanos, Moratín, Goya, Larra, Unamuno, Baroja, Valle Inclán, Ortega y Gasset, es la historia de los “hijos de dos madres”. ¡A matarlos! Los hijos de la inteligencia y la rebeldía (nuestras madres) deben morir. “Viva el Imperio hacia Dios”.

Y hacemos punto aquí. Se nos acabó la paciencia; dudamos entre maldecir o vomitar. De cualquier modo, no olviden lo que sigue: “El Quijote fue un gran libro que mató a un gran pueblo”. Pues Don Quijote era también, ¡ay!, hijo de dos madres.

* * *

La sangre vertida inútilmente, vertida por error según declara Dionisio Ridruejo, ha privado a la situación española actual, desde hace veinte años, de posibilidades políticas orientadas hacia formas democráticas. La situación española actual es impotente, por su sangriento significado, para evolucionar. El grupo que detenta el poder no podrá dar un solo paso hacia soluciones democráticas porque la sangre vertida se lo impide; tienen que mantenerse en el poder cueste lo que cueste, derramando más sangre o abriendo más cárceles. Pues la otra alternativa que le queda es el reivindicador fusilamiento.

Para mantenerse en el poder ese grupo ha cometido todas las traiciones posibles y algunas hasta imposibles. Ha renegado de todos los principios, ha prevaricado en toda ocasión y prevaricando subsiste. En consecuencia, el aparato del Estado español actual se ha reducido, por la exigencia de prevaricación, a un simple instrumento coercitivo que recibe el ochenta y cinco por ciento del presupuesto nacional. ¡Infelices españoles de España! Ridruejo viene a quejarse en 1957 de esto, de que el Estado franquista se haya convertido en un sistema de opresión, como si hubiera engañado a los españoles. No ha engañado a nadie, ni tenía por qué hacerlo. Quería ser un Estado fascista y lo fue desde el primer día. Ahora bien: tendrá que seguir siéndolo porque la sangre vertida inútilmente ha hecho de su origen su destino. La sangre vertida por error no puede borrarse. Un Estado que surge para matar tiene que mantenerse matando y desaparecer, algún día, en otra matanza. Por eso el enano sangriento sigue hablando de vencedores y vencidos. La muerte constituye el único principio político del Estado franquista del que no ha prevaricado nunca, del que nunca podrá prevaricar, porque es la substancia del régimen. Pero el área de los vencidos se ensancha poco a poco y el área de los vencedores se está empequeñeciendo. Los vencidos tienen que someterse y adorar; todo lo logrado por la razón desde el siglo XIII al XX, todo lo logrado por la persona humana en la cultura greco-romano-cristiana, tiene que sacrificarse en los altares de una nueva idolatría autoritaria: “¡Franco, Franco!” Es el fascismo, que no engaña a nadie. Que nadie se sienta, por tanto, defraudado. Los vencedores, y los vencidos por decepción, tienen lo que querían. Lo que debían tener.

Que la situación española actual está montada sobre las mentiras más flagrantes es cosa bien sabida. Otra característica del fascismo. Ridruejo lo descubre ahora, cuando los españoles del exilio estábamos hartos de saberlo. En la literatura oficial, Franco es el Caudillo; en realidad, ese individuo no es sino un intrigante ambicioso de sangre fría. Mentira las reformas sociales, inaplicables por demagógicas e irreales; mentira el “estatuto de los españoles” que no reconoce la libertad de expresión; mentira la industrialización pues las fábricas tienen que ser cerradas, por incosteables, o puestas en manos de la iniciativa privada; mentira que la Universidad española actual esté orientada por el criterio de la libre investigación… Todo mentira, excepto la corrupción y el cansancio, excepto la impotente desesperación. Por lo cual, el español peninsular ha sido reducido a una situación miserable: la de vivir al día. Comer, si puede, dormir y callar. O se somete o muere. Y debemos reconocer, porque es de justicia, que el fascismo hispano ha descubierto muchas maneras de matar, incluso sin acompañarlas de la muerte física.

Veamos las cosas cara a cara. ¿Que la situación española pudiera evolucionar hacia formas liberales por transición natural? No. No puede hacerlo. Hay un millón de muertos que lo impide. El enano sangriento ha llevado España al paredón; por eso, no por la voluntad de los antifranquistas, la situación carece de posibilidades de transición. Esta imposibilidad es difícil de meter en la dura cabeza política de muchos españoles, pero es un hecho. No está inventada por nosotros; está planteada por el mismo régimen franquista como primordial condición suya, como condición de su propia naturaleza. El millón de muertos no permite transición ni transacción.

Hay que restaurar a España en su ser. De acuerdo, amigo Ridruejo. Pero no lo podrá hacer el régimen que ha mutilado el cuerpo y alma de España. De ningún modo; no nos hagamos ilusiones. El millón de muertos, las cien mil penas de muerte, la hipoteca del solar ibérico al dólar del protestantismo, abren una fractura insalvable entre 1936 y 1957. Ningún amaño político podrá borrarlo, pues la sangre vertida por error es imborrable. Escribir así no es cosa, advirtamos, de mala voluntad personal, sino de la voluntad de los hechos mismos. ¿Verdad, amigo Ridruejo? El franquismo no podrá renunciar al poder por la voluntad y sentido de los hechos con que advino a él: nosotros quizá tengamos que renunciar a la España peninsular por esta inmensa España latente en los países del Nuevo Mundo, y lo haríamos con gusto. Nuestra nostalgia no está fraguada del resentimiento del vencido, porque no hemos sido vencidos. Ni los muertos lo fueron. Fuimos derrotados pero, al final, habremos ganado la batalla: el enano sangriento está haciendo antifranquista a España entera. Él solo. Ese es el triunfo de nuestra derrota. Porque en este orden de cosas, toda derrota incluye también, sabiendo esperar el decurso del tiempo, un triunfo.

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El enano sangriento es insaciable. Tiene que mantener un Ejército, una Iglesia y una Falange, los tres estamentos españoles del ocio: el militar, el cura y el señorito, ávidos de poder y corrompidos de alma. Tiene que mantener un pueblo que no trabaja. El enano sangriento pide más y más; antes se lo pedía a Hitler y Mussolini, ahora se lo pide a los norteamericanos y mañana se lo pedirá, si no hay otro remedio, a los Soviets. Primero ofrecía un millón de españoles para defender Berlín y ahora se lo ofrece a Estados Unidos, porque los españoles le sobran a Franco. Venderá España si Dulles se la compra, que se la comprará. Hay que mantenerse en el poder. ¿Qué le importa, al enano sangriento, España? En su grotesca soberbia, el pobre diablo estima que la historia de este magnífico e infeliz pueblo desemboca y culmina en él. ¡Idiota!

Pero no debemos equivocarnos. Debe mencionarse la diferencia entre falangismo y franquismo. No son equivalentes. Se han conjugado, sin duda, en la coyuntura española; sin embargo, no deben identificarse. El falangismo responde, como movimiento fascista, a una situación de peligro social que surge de la democracia paralizada por la plutocracia. Es una contra-revolución, cuyo espíritu puede prender incluso en los trabajadores, aquellos que sólo tienen que perder sus cadenas. El franquismo es otra cosa. El franquismo no es un accidente, ni un error, ni un movimiento de histeria social ante el natural e implacable, aunque lento, desarrollo de la democracia hacia el socialismo. No. Eso fue el fascismo. El franquismo tiene sus últimas raíces en nuestra propia historia de españoles. Cifra el fracaso histórico de España. El fracaso histórico de un pueblo que nunca ha hecho una revolución; eso sí, se lanzó un día a la calle, allá en 1808, para una contra-revolución dirigida a mantener la Inquisición y divinizar a Fernando VII. Al pueblo español no le hace falta la libertad. El cura, el militar y el señorito, holgazanes, voraces y podridos, lo han convertido en un pueblo de pan y toros.

Es amargo escribir estas cosas, pero hay que decirlas. Tampoco hablamos por hablar. Verán. Se ha hecho pública una encuesta, la última conocida hasta hoy, sobre la juventud española actual, en Pueblo, órgano de Falange. Tengamos en cuenta, para interpretarla, lo que en el juego social de las generaciones, conviviendo en una situación histórico-social determinada, significa la juventud como estilo vital. La juventud como ethos. En cada situación histórico-social conviven tres generaciones: el grupo de quienes juzgan que todo tiempo pasado fue mejor; el grupo de quienes detentan el poder y la dirección de las instituciones, cuyo ideal sería inmovilizar la situación misma, confundiendo a veces sus intereses con los de la situación, y por último, el grupo de los jóvenes. A la juventud, cuya misión vital apunta al futuro, a la creación del futuro, pertenecen la fe, la fe social, la rebeldía y la pasión.

Pues bien, en la encuesta mencionada, el Padre Llanos estima que la juventud española actual tiene “cobardía en el corazón”. ¡Ya lo sabíamos, Padre! Los jóvenes españoles sólo tienen vocación por el dinero. Gerardo Diego, el estúpido poeta, habla a su vez, de la “atonía moral”, del “desencanto previo”, del “escepticismo” de los jóvenes. ¡También lo sabíamos! Era de esperar y cosa obligada. La juventud española actual es lo que el franquismo, cuya innoble naturaleza moral apenas se designa en los adjetivos de cruel, mezquino y ladrón, ha hecho de ella. Esa es la juventud que resulta de veinte años de franquismo. ¿Qué esperaba el Padre Llanos? El régimen la ha pervertido. El pueblo español, sometido desde 1939 a una propaganda constante, intensiva e insidiosa, se ha embrutecido; el fenómeno se acusa, conforme a la más ortodoxa sociología, en la juventud, que es donde debía acusarse, por no haber recibido una formación intelectual y moral adecuada, normal. El pueblo recibe su configuración espiritual de la realidad que le toca vivir. Pero cuando la juventud de un pueblo es cobarde de corazón, cuando está corrompida por la avidez del dinero, cuando no tiene fe, fe social, ni rebeldía, porque la realidad social que afronta inspira asco y evasión, entonces ese pueblo está perdido. Total y definitivamente perdido.

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Ahora que el franquismo se está desmoronando en un charco de sangre, futilidad, fracaso y resentimiento, puede verse, en su desnuda fealdad, la verdadera naturaleza del enano sangriento. Ahora pueden verla hasta los tontos. El franquismo es una élite de albañal, ávida de poder, posición y riqueza, movida por principios políticos de tipo demencial. ¿La primera piedra de una nueva España, Franco y la Falange? No. La lápida sepulcral de España. Eso sí.

El fascismo presta cuidadosa atención, más que a otros, a los factores psicológicos emocionales. Es una autointoxicación. Las derechas españolas tenían merecido, en verdad, a un régimen como el franquista. Es su régimen. Quizá hayan agotado en él su inagotable fondo de rencor, de temores fantásticos, de odios extravagantes y esperanzas disparatadas, aunque es dudoso. Las derechas españolas deben reconocer en el enano sangriento su mejor exponente. Tal para cual. ¿Por qué se quejan ahora, amigo Ridruejo? ¿Es que, entre 1931-36, no habían identificado sus agravios personales con el odio a la República, a la democracia y el socialismo? ¿Es que no querían escalar al poder por cualquier medio? Pues ahí lo tienen, en el enano sangriento; sólo les ha servido para inmovilizar a España con una piedra sepulcral. ¿Es que la lealtad a la patria no implicaba, para los señores de la derecha, en 1936, deslealtad a la República? Ahora tocan el precio de su deslealtad, amigo Ridruejo: las cárceles abiertas, pues el botín ya se agotó. No es el dorador quien hace al ídolo, sino los adoradores, decía Gracián.

A nosotros, los del otro lado de la trinchera, no nos asustan la muerte en el paredón, el exilio o la cárcel. Nada de eso nos asusta y lo hemos probado, lo estamos probando cada día. El paredón, el exilio o la cárcel son las vicisitudes naturales, consubstanciales, de la libertad. ¡Pero los delicados caballeros de la derecha española! Ahora piden concordia y convivencia; ahora piden, pobrecitos, borrón y cuenta nueva; el enano sangriento les resultó un fraude. ¿Es que no ha matado todavía a suficiente número de españoles? No tienen derecho, señores, a quejarse; ningún derecho. El enano sangriento no ha hecho más que aplicar el principio que fue, desde siempre, la única norma política inteligible a la cristiana mentalidad de las derechas españolas: en la lucha entre credos antagónicos, la fuerza bruta aplicada con firmeza y crueldad, logra inclinar la balanza. Franco ha caído, ciertamente, en la trampa de haberse excedido, pero él no lo sabe; él quiere el poder y nada, ni nadie, le sacará del Pardo sino como cadáver. El que las derechas sepan, en cambio, del exceso, no cambia la situación. Franco es lo que las derechas querían que fuera y los excesos están, y estarán, en la raíz misma del régimen. El señorito español, el cura español castizo, el mílite castizo, han cristalizado en el enano sangriento.

Lo único real para éste, que nunca ha sentido un ápice de generosidad para al adversario, es su propio poder. Nada más. Carece de escrúpulos y esa es su ventaja. Tiene la ignorancia de un analfabeto y explota deliberadamente el lado irracional de la naturaleza humana. Preferirá destruir el país, destruirlo físicamente pues moralmente ya lo hizo, antes que renunciar al poder. No cree en Dios ni en la conciencia. ¿Acaso ha perdonado alguna vez? Está convencido, por su vanidad monstruosa, de ser infalible. Materialista a ultranza, ignora el lado espiritual, generoso, de la vida humana. La pasión del poder lo abrasa, en la misma intensidad que el rencor más ruin y humillante. Es una mezcla de cálculo y fanatismo. Y tiene, sí, una fe; una fe absoluta en la brutalidad: por eso trata de mantener, en la forma de inagotable botín, la catástrofe que realizó. Fe en la brutalidad y en los dólares del protestantismo.

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Al fin, se ha apoderado del enano sangriento la imagen que creara de sí mismo. Franco será, por eso, la última víctima de su propia propaganda. Pero si el enano sangriento no desaparece de la escena española, España desaparecerá. Porque España es el precio de la imagen que el enano sangriento ha creado de sí propio, hecha principalmente de odio y de soberbia. Del odio de un espíritu vulgar, tan grosero como brutal, tan descarado como ignorante, y de la soberbia de adjudicarse una especial protección de la Providencia. “Si monumentum requiris, circumspice: si buscas un monumento suyo, mira a tu alrededor” (Tácito, Anales, V, 33.) En veinte años, el enano sangriento ha reducido España a una colección de caballeros de industria y matones de oficio. ¡El Imperio hacia Dios! Pero el enano sangriento no podrá escapar a su propio destino, a su propia imagen, al concebir la política en términos de dominio y el ejercicio del poder como obra del látigo. Nadie escapa a su imagen. En las noches del Pardo, en la soledad de la noche castellana, taladrada de altas y frías estrellas, ¿acaso no se ha preguntado alguna vez qué tipo de muerte le depara el porvenir? ¿No ha entrevisto la forma que tendrá su cadáver, cómo será la carroña de su cuerpo? El enano sangriento aspira a morir en la cama, nada menos, con los auxilios espirituales de una Iglesia que cambió el poder espiritual por las viles monedas del poder temporal.

Morir en la cama; eso quiere. Bien mirado, también lo deseamos nosotros. Palabra. “Ese desagradecido y cobarde Franco, que nos lo debe todo”, escribía Hitler a Mussolini, debe morir en la cama. Su cretinismo moral, su perversa egolatría lo exigen. Necesitamos que hasta el borde de la eternidad le ronde, minuto a minuto, el angor animi, la angustia de la muerte. Que agote el cretinismo y la egolatría y que la muerte sea lenta, lenta… Es la deuda que tiene con nosotros.

El que muera en la cama cumple, además, otra exigencia. La principal. Tarde o temprano, el individuo acaba por reconocer sus propios límites. No tiene remedio. Y va quedándose solo, entonces, no importa la soberbia o el orgullo, la estupidez o la maldad, frente a la muerte; solo frente a la muerte. (Confiamos en que la muerte es algo que Mister Dulles no puede comprar.) Eso sucederá al enano sangriento; es necesario, por tanto, que muera en la cama para recibir la experiencia. Lo que el enano sangriento sueña ser y lo que es irán disociándose poco a poco, a partir del reconocimiento de sus propios límites. El afán de poder no se sacia nunca; siempre hay un más inalcanzable, cosa que ignora quien sufre aquel afán. Queremos que viva, por tanto, hasta que el círculo diabólico de lo que sueña ser y lo que es, la sed de poder y lo insaciable de esa sed, se rompa y origine, en él, el odio a sí mismo, el autodesprecio, el terror de lo que es, el asco y la náusea de su propia imagen. Y que muera, entre sábanas, en esa tortura por donde se filtrará lentamente, lentísimamente, la soledad suprema: la muerte. El enano sangriento podrá vender España al dólar protestante, pero Mister Dulles no podrá comprar la muerte del enano sangriento.


Obras del Autor

Vida y Literatura de R. Blanco-Fombona (Ed. “Mundo Latino”, Madrid; 1928. Segunda edición, Caracas, Venezuela, 1940).

La prosa literaria del Novecientos (Ed. “Mediterráneo”, Madrid, 1929).

El pensamiento de José Ortega y Gasset (Ed. “Mediterráneo”, Madrid, 1930).

El platonismo en la poesía mística española (“Estudis Franciscans”, Barcelona, 1931).

Teorías biológicas y psicológicas del sueño (“Archivos de Neurobiología”, Madrid, 1933).

El sentido de la Historia (“Leviatán”, Madrid, 1934).

Suelo y Hombre del Trópico (Ed. “Las Novedades”, Casacas, Venezuela, 1940).

Nociones de Griego Clásico (Ed. “Las Novedades”, Caracas, Venezuela, 1940).

Traducciones:

J. Cohn, Pedagogía Fundamental (Ed. “Revista de Pedagogía”, Madrid, 1934; segunda y tercera ediciones Editorial “Losada”, Buenos Aires, 1950 y 1952).

Contribuciones:

Historia Universal de la Literatura, Prampolini (Ed. “Uteha”, México, 1947).

Diccionario Enciclopédico UTEHA (Ed. “Uteha”, México, 1952).

Colaboraciones:

Gaceta Literaria, Revista de las Españas, Estudis Franciscans, Criterion, Revista de Pedagogía, Archivos de Neurobiología, Leviatán, Timón (España), Revista Nacional de Cultura (Caracas, Venezuela), Revista de las Indias, Bolívar, Ideas y Valores (Bogotá, Colombia), Minerva, Timón (Buenos Aires, Argentina), Luminar, Cuadernos Americanos, Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad, Humanismo, Vida Universitaria, Revista Mexicana de Sociología (México), L'Anné Sociologique (París, Francia), Rassegna di Filosofía (Roma, Italia).