Filosofía en español 
Filosofía en español

Luis Araquistain, El peligro yanqui, Madrid 1921, páginas 66-71

La evolución social · VI

Samuel Gompers, o el profeta práctico

Una noche del mes de noviembre de 1919 las calles de Washington fueron ocupadas por abigarrado ejército. Era un ejército de trabajadores que desfilaba por la avenida de Pennsylvania, vena central de la capital norteamericana, entre cantos y banderas. Pero eran cantos de paz y banderas de orden, y pacífico el ejército. La muchedumbre iba a pie y en carrozas iluminadas con faroles de papel de color, y adornadas con estandartes e insignias alusivas a cada oficio. Entre los espectadores estábamos unos amigos españoles que, habituados a las costumbres de la clase obrera de Europa, preguntamos por qué entre tantas banderas nacionales no había ninguna roja. ¿Banderas rojas? ¡Qué locura! La Policía llevaría a la cárcel a sus portadores. Además, la ocasión no era propicia para oriflamas de sentido revolucionario. Se trataba, simplemente, de rendir un homenaje a Samuel Gompers, el presidente de la Federación Americana del Trabajo, en agradecimiento a sus servicios.

El pintoresco espectáculo nos reveló más profundamente que largas lecturas y detenidas observaciones, el espíritu inmaduro del movimiento obrero de los Estados Unidos. El sentimiento nacional predominaba, ante todo, sobre cualquiera otra consideración, como lo indicaba el detalle de las banderas. Luego ese culto al héroe, esa adoración de un hombre, con toda su ingenuidad y su teatral mal gusto, ¿no era aún indicio de puericia colectiva? En ningún país europeo se hubiera concebido un acto de ese linaje. Con todo lo que se le quiere a Pablo Iglesias, el patriarca de la clase obrera española, un tributo de esa especie parecería ridículo. Con todo lo que se le quiso al alemán Bebel, al inglés Keir Hardie, al francés Jaurés, nunca gozaron de esta consagración pública. Los pueblos europeos son demasiado maduros, esto es, demasiado críticos para entregarse a estas expansiones. «Todo lo que es profundo ama la máscara», decía Nietzsche. Lo profundo teme la exteriorización y a veces se pone la máscara de la indiferencia o del desvío. El pueblo de los Estados Unidos está aún en la dichosa y juvenil edad de reverenciar desnudamente ídolos humanos.

Pero independientemente de esta aptitud de la clase obrera norteamericana para el culto de un hombre, ¿quién era este hombre? ¿Cuales sus virtudes? ¿Cuál el secreto de su personalidad? Gompers era una institución nacional en los Estados Unidos. La guerra le dio un universal prestigio. Su nombre rivalizaba con el de Wilson y se le incluía entre los cinco o seis que fueron como las claves de los arcos de la guerra. Sin la influencia de Gompers sobre la clase obrera norteamericana, ¿qué hubiera sido de la intervención de los Estados Unidos? ¿Qué misterio, qué fuerza secreta había hecho de este hombre, durante cuarenta años, una especie de dictador del movimiento obrero norteamericano?

La primera vez que le vi en el espléndido edificio de la Federación Americana del Trabajo, en Washington, me produjo desencanto y al mismo tiempo redobló mi curiosidad. En torno a los setenta años, su figura es la contraposición de la majestad apolínea. Si se quisiera hacer con él un cuadro de historia, el pintor tendría que pintarlo olvidándose del natural. Es pequeño de estatura, levemente adiposo el cuerpo, calvo el cráneo, con extraños mechones de pelo, cómicamente distribuidos por su superficie, como algunas calaveras; flácido y sensual el rostro; ojos pequeños y soñolientos, lamentablemente desamparados de cejas y pestañas; boca grande y enérgica, que se retuerce, llena de expresión, al hablar; y toda esta minúscula y fea humanidad enfundada perennemente en una amplia levita que le da el aire inconfundible de un profesor de orquesta de humilde categoría. Su andar tiene algo de reptante, sigiloso, que parece hecho a moverse por subterráneos; al verle, se recuerdan los gnomos o genios de la tierra, de los cuentos infantiles. Entra y sale sin ruido, como si quisiera sorprender al adversario. Le acompañan casi siempre uno o dos secretarios, que le suministran datos y toman notas para él, como si se tratase, más que de un presidente obrero, de un hombre de Estado.

En rigor, tiene el aire de un jefe de Estado. Es el último en hablar, cuando han hablado todos los demás. Su opinión es siempre ponderada, certera, rotunda, como de quien no admite réplica. Cortés con los desconocidos, los busca para dejarles, en un apretón de manos, un recuerdo de amistad política que sea conveniente a la política de la Federación Americana del Trabajo, o para desagraviarles si, en un debate, han sido excesivas sus palabras. Con los suyos –con sus colegas de la Federación Americana,– enérgico, autoritario, como un padre con sus hijos. Cultiva la diplomática esplendidez de un jefe de Estado, y, antisocrático, no le importa violar las leyes de su país por hacer los honores de la hospitalidad a los extranjeros. En nombre de la Federación Americana, obsequió con un banquete a los representantes obreros de la Conferencia Internacional del Trabajo, en uno de los mejores hoteles de Washington, y aunque ya entonces estaba prohibido el consumo de alcoholes, Gompers no quiso privar a sus huéspedes de medio vaso de whisky, que él en persona servía de mesa en mesa. Uno de esos banquetes norteamericanos donde se despacha la comida en media hora y los discursos de los postres en cuatro horas. Todo el mundo debe hablar, y el presidente de la comida, doble número de veces como oradores hablen, para presentarlos y replicarlos. En esta función Gompers es magistral e infatigable.

Es, sobre todo, un gran orador. Un día habló, durante unos minutos, en la Conferencia del Trabajo. Tal vez no dijo nada nuevo; sería difícil recordar sus palabras. Lo inolvidable es el tono, profundo, lleno de emoción y de fuerza. La asamblea, aun la parte de los que no entendían el inglés, quedó subyugada por aquel hombre de pronto transfigurado. Las palabras corrientes de humanidad, libertad, justicia y democracia, que van perdiendo el cuño prístino a fuerza de abusivo uso, ganaban en su boca, bajo su voz grave y admonitiva, su originaria riqueza espiritual. El gnomo se había transformado en profeta. Su oratoria rezuma emoción de religiosidad.

Esta vibración religiosa de Samuel Gompers proviene probablemente de su raza. Es judío. De origen holandés, nacido en Londres, emigró de muy joven a los Estados Unidos. Es cigarrero de oficio; pero las necesidades de organización y dirección le obligaron pronto –hace ya unos cuarenta años– a consagrarse íntegramente a la Federación Americana del Trabajo. Salvo tres años, la ha presidido desde entonces. Ha podido desempeñar los más altos cargos públicos; de haberlo deseado, hubiera podido ser ministro, con mucha mayor razón que el ministro del Trabajo, Wilson, antiguo minero. Pero no ha querido abandonar la presidencia de la Federación Americana; él lo proclama a cada paso, y, dicho por él, parece modestia, pero, en realidad, en ningún otro puesto, ni en el de la jefatura del Estado, hubiera sido su poder tan grande. Gompers ha sido durante muchos años uno de los hombres más poderosos de la tierra.

El secreto de esta fuerza habrá que buscarlo en su naturaleza hebraica. De ella arranca esa palpitación religiosa que anima a su palabra. Se explica que las muchedumbres americanas, infantiles y propensas a lo religioso, se hayan sentido fascinadas tanto tiempo por esta rapsoda del estilo bíblico. No tiene ideas ni ha necesitado tenerlas; su judaísmo no es, como el de algunos eminentes correligionarios suyos, como el de un Spinoza o un Marx, por ejemplo, del género especulativo y universal, sino del tipo emotivo, amonestador, profético. Apasionado en la condenación de la realidad inmediata, su concepto materialista de la existencia, estimulado por el empirismo anglosajón envolvente, ha hecho de él un cauto conductor del movimiento obrero norteamericano, desconfiado de toda ideología, prudente en los pasos hacia lo desconocido. Ha sido un severo enjuiciador de las cosas y a la vez un hábil negociante de los problemas sociales. Sabe emocionar a los obreros y al mismo tiempo gestionar provechosamente con los patronos. Es un profeta práctico, apto para embriagar con su palabra y para ganar botín con su diplomacia. Se comprende que haya sido el ídolo de los obreros norteamericanos. Y si se tiene en cuenta a la par su autoritarismo, su espíritu monárquico –el gobierno de uno, que es él mismo,– también de raíz tan judía, no puede sorprender su presidencia de la Federación Americana durante cuarenta años, especie ya de derecho vitalicio.

Pero todo hace suponer que el reinado de Samuel Gompers toca a su fin. Es probable que dure tanto como su vida, cargada de años y de trabajos; pero con él ha de acabarse también su espíritu y no podrá heredarlo ninguno de sus sucesores. Han cambiado los tiempos y en realidad Gompers es un superviviente de sí mismo. Quiso hacer de la clase obrera norteamericana una especie de sub-burguesía, compatible y armónica con la burguesía dominante. Los obreros norteamericanos le deben mucho; por lo menos, le deben una organización gigantesca y disciplinada. Pero Gompers se preocupó más de lo accidental que de lo fundamental. No sólo no se preocupó de transformar conforme a justicia las bases sociales, sino que se preocupó menos, por ejemplo, de reducir las horas de trabajo –a causa de la falacia del destajo– que de aumentar los salarios. Logró aumentar los salarios; pero como no pensó o no pudo regir los precios, que crecieron en proporción a los salarios y a veces más, hoy resulta que los obreros americanos son, de hecho, tan pobres come hace veinte o treinta años. Y van perdiendo la esperanza, no ya de emanciparse, sino de mejorar progresivamente dentro de presente régimen social de libre juego de intereses. Aunque acaso esa pérdida sea una positiva ganancia.

Gompers simboliza el pasado, una especie de obrerismo liberal o liberalismo obrero que ya ilusiona a pocos. Los nuevos hombres habrán de venir armados de nuevas ideas. La Federación Americana del Trabajo o se renueva espiritualmente o se disuelve en organismos más aptos. En este sentido, el homenaje a Gompers, en Washington, en el mes de noviembre de 1919, más que una fiesta de glorificación parecía un sepelio espiritual.