El pesimismo en el siglo XIX (1892) 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX
 
Capítulo IX

El porvenir del pesimismo. Conclusión

Cuál es el porvenir reservado al pesimismo? Para contestar a esta pregunta, no basta hacer resaltar la exageración violenta de las tesis que contiene, el estupor del sentido común, ante una doctrina que quiere convencer a la humanidad de que acabe lo más pronto posible con la vida y al mundo mismo, de abandonar esta broma lúgubre que se permite prolongando su existencia. No basta repetir lo que decía Pascal del pirronismo exagerado: «La naturaleza sostiene la razón impotente e impide que se extravíe hasta ese punto.» ¿A qué concurso de circunstancias debe esta filosofía de la naturaleza su éxito y los [282] ardientes prosélitos con que cuenta? ¿Durarán esas circunstancias? ¿Hay motivos para creer que esta fortuna de un sistema, tan contrario a la naturaleza humana, se detenga, y que esta propaganda irracional se agote por la indiferencia de los unos y la resistencia de los demás?

Mr. James Sully ha ensayado en el libro que hemos citado, hacer una definición y clasificación de las fuentes de esta filosofía. Expone lo que llama con un nombre muy en boga «el génesis del pesimismo», enumera con gran lujo de divisiones y subdivisiones «los elementos y los factores externos e internos». Según él, hay que considerar la concepción optimista y la concepción pesimista de la vida como efectos de multitud de causas más o menos escondidas en la constitución íntima de cada uno de nosotros. El pesimismo es a la vez un fenómeno patológico y un fenómeno mental. Cuando se le lleva a la exageración, revela una alteración grave en el sistema nervioso; se convierte en una [283] verdadera enfermedad. El optimismo y el pesimismo son, pues, antes, que nada, cuestión de temperamento, herencia mórbida, de humor y de nervios. Hay que atribuir también su influencia al carácter propiamente dicho, aunque el temperamento entre como un elemento esencial, y también al ejercicio y al desarrollo de la voluntad, más o menos dispuesta a luchar con el exterior, a sufrir la pena, a contemplarla de frente y sin miedo. Resulta, pues, que hay temperamentos optimistas y temperamentos pesimistas, caracteres felices y caracteres desgraciados, sensibilidades más o menos temerosas o propensas al dolor; naturalezas de espíritu, en fin, dispuestas a apreciaciones del todo contrarias sobre los mismos hechos. Los acontecimientos y las situaciones de la vida revisten dos aspectos muy diferentes; toman dos modos de ser opuestos, según se presentan a los unos o a los otros; los unos preparados anticipadamente a interpretaciones favorables, los otros dispuestos a encontrar [284] siempre el lado defectuoso en los hombres y en la vida (fault-finding).

Son estas observaciones muy justas y muy discretas. Voy a citar la de un químico ilustre, delante del cual hablamos sobre esta cuestión de pesimismo y que la resumió del siguiente modo: según él, esta filosofía con sus tristes visiones, es la filosofía natural de los pueblos que no beben más que cerveza. «No hay cuidado –añadía– de que se aclimate nunca en los países de la viña y menos en Francia; el vino de Burdeos aclara las ideas, y el vino de Borgoña destierra las pesadillas.» Esta es la solución química de la cuestión, al lado de la solución filosófica de Mr. James Sully.

Estas explicaciones tienen su valor; pero quedan muchas oscuridades todavía. Ha habido en todo tiempo temperamentos tristes, caracteres desgraciados; también ha habido siempre bebedores de cerveza; lo que no ha existido siempre, son las doctrinas pesimistas, es este afán terrible por una filosofía absolutamente desesperada. Dudo, [285] además, que este género de explicación sirva para la inmensa población del extremo Oriente, que piensan y que sueñan con Buda; era menester modificar mucho las fórmulas para aplicarlas allí. Pero no salgamos de Occidente, y tratemos de no complicar una cuestión bastante compleja en sí. Yo presto la atención que merecen a las observaciones del anatomista Henle en sus Lecciones de antropología, cuando busca las causas del temperamento melancólico. Este temperamento resulta, según él, de una desproporción entre la fuerza de las emociones y la de los movimientos voluntarios; cuando las impresiones son muy vivas y muy numerosas, se aglomeran, por decirlo así, en el sistema nervioso, no pudiendo salir al exterior ni gastarse en una medida conveniente. También oigo con curiosidad a Sully cuando nos dice que donde se reúnen un sentimiento exagerado del mal de la vida con una imaginación ardiente para los bienes ideales, y al mismo tiempo una debilidad relativa de los [286] impulsos activos y del sentido práctico: hay grandes probabilidades de que la falta de equilibrio se traduzca en un concepto pesimista de la existencia. También me interesa el estudio de Seidlitz sobre Schopenhauer bajo el punto de vista médico, y comprendo muy bien que Schopenhauer haya sido el terrible misántropo que hemos conocido. Yo me aprovecho de todas estas observaciones de detalle, arrojadas en la corriente de la ciencia. También observo que de este modo se explica el pesimismo subjetivo e individual, pero no el pesimismo objetivo, el impersonal, el que se expresa por un sistema y se traduce por la popularidad del sistema. Este es el hecho que hay que comprender en su contraste terrible con los sentidos y con los instintos más enérgicos de la naturaleza humana que quiere vivir, que está ligada a la vida, hasta el punto de exclamar, si sólo se escuchase a sí misma: «Lleváoslo todo, pero dejadme la vida.» Se acerca uno más a una explicación plausible cuando se aborda el lado [287] etnológico y social del problema, las afinidades y los temperamentos de las razas, los medios en que se desarrollan, las grandes corrientes que modifican la vida intelectual y moral de los pueblos.

Hay también causas morales de ésta fortuna del pesimismo; es, en primer lugar, el efecto natural de una reacción «contra el optimismo vacío del último siglo», después la depresión que se produce por el efecto de una ley tan verdadera en la historia como en la psicología, después de un período de tensión extraordinaria en los sentimientos, y de confianza exaltada en los fines ideales con que nos habían engañado. Se ha producido en Alemania, como observa Sully, en estos últimos veinticuatro años, una especie de desfallecimiento de los espíritus, que resulta del fiasco de las grandes esperanzas intelectuales, de la pérdida de un ideal político y social, del derrumbamiento de las ambiciones extravagantes de algunas escuelas estéticas y filosóficas. El ideal militar que ha [288] brillado a los ojos de Alemania, no es, ni con mucho, el que ha soñado; lo que le prometía la filosofía de la historia, construida para su gloria y para su uso, era la conquista del mundo por las ideas, más bien que por las armas. Añádase a esto la destrucción gradual por la crítica de las tradiciones y de las creencias religiosas, que al retirarse parece que se llevan consigo todo lo que constituía la belleza y el valor de la vida. La ciencia, es verdad, está en plena floración, y sus progresos debieran consolar al hombre; pero todavía no ha provisto a la masa del género humano de una fuente nueva de inspiración, de nuevas formas que puedan traducir sus emociones. La ausencia de todo impulso y de toda renovación en el arte, una especie de aniquilamiento que es probablemente algo más que un fenómeno pasajero, deja sin satisfacción la necesidad de entusiasmo que existe dentro de nuestro ser. El único arte que parece conservar una vitalidad suficiente y fecunda, es la música, que en las [289] vías particulares que ha emprendido, tiende a convertirse en la expresión del temperamento pesimista, como lo prueban los lazos secretos, casi místicos, que unen a Wagner y a la música del porvenir con la escuela de Schopenhauer.

Hay que tener también en cuenta un elemento literario que no carece de importancia: el esplendor con que ha ofuscado tan vivamente el nombre de Schopenhauer la atención de la Alemania entera, desde que sobre él cayo el primer rayo de luz, esa locuacidad de escritor satírico, esa crítica de filósofos de universidad, esas diatribas brillantes contra Hegel y su escuela, esa crítica acerba de las costumbres pedantescas y del sentimentalismo, esa justicia vengadora, más cómica que terrible, contra las mujeres, instrumentos del amor que maldice, secretos agentes del genio de la especie que combate. A la voz de los pesimistas ha despertado después el antiguo fondo de romanticismo germánico. Hay cierto orgullo secreto en tomar la actitud [290] de un mártir de lo absoluto, en sentirse encadenado y sin esperanza por la naturaleza misma de las cosas y en deleitarse con el ruido de sus propias cadenas. «En realidad –dice ingeniosamente Mr. Sully– el pesimismo halaga al hombre presentándole un retrato suyo en que aparece como otro Prometeo, un Prometeo vencido, torturado por la mano implacable de un nuevo Júpiter: el universo que nos ha engendrado y nos contiene, el universo que nos hastía y que, sin embargo, no puede poner fin a nuestra resistencia ni a nuestra desconfianza. El pesimismo coloca a su secuaz sobre el pedestal de una divinidad ultrajada y paciente, y le expone a su propia admiración, a falta de admiración de los espectadores que le rodean.»

Una de las causas más activas del éxito de esta filosofía, es que da una impresión, una voz a los sordos quejidos, a los rencores o a las reivindicaciones de toda especie que agitan a la sociedad alemana, bajo su disciplinada superficie, oficial y militar. Los [291] estudiantes de las universidades y parte de las clases burguesas aprenden en la escuela y con el pretexto del pesimismo a preguntar en alta voz si las desigualdades monstruosas en las condiciones del bienestar entran como un elemento eterno y necesario en el plan de la naturaleza. Se maldice la vida tal como está ordenada, y siempre la misma historia, esperando a que la cambie el que sea el más fuerte. Sábese que los síntomas de desafecto casi universal se han multiplicado en una proporción considerable, desde hace algunos años sobre todo. Un escritor muy concienzudo y de mucho talento, Karl Hillebrand, hacía constar, en un artículo de la National Zeitung, el hecho siguiente: «Nuestros soldados (y nuestros soldados son la nación) se han visto en contacto, durante su residencia en Francia, con una civilización más antigua y más rica, han vuelto a sus casas con necesidades y aspiraciones que recuerdan de un modo asombroso las necesidades y las aspiraciones de las legiones [292] romanas cuando volvían del Oriente.» La burguesía alemana parece preocuparse menos por la gloria desde que se ha apercibido de que la ha pagado tan cara, al precio de impuestos siempre crecientes y del rudo sistema de milicia nacional a que está sujeta; y en cuanto a las clases obreras –esto ha podido verse en las últimas elecciones de Berlín– están impregnadas de socialismo.

Más de una vez nos ha ocurrido asombrarnos de que la filosofía del nirvana, rejuvenecida por la ciencia moderna, haya tenido un renacimiento inesperado en el siglo XIX y en el pueblo alemán, en el momento mismo en que ese pueblo descendía de lo alto de sus sueños para pisar la tierra firme, y cuando extendía sobre la realidad terrestre una mano necesitada y dura. En el fondo, vemos ya cómo se explica este fenómeno; es una especie de reacción de determinados instintos de esa raza, oprimidos y contrariados por el militarismo exagerado y por la vida de cuartel que esa gloria le impone. [293] El antiguo idealismo alemán, maltratado, bajo una disciplina de hierro en una batalla sin tregua que ha remplazado los idilios de otros tiempos y las epopeyas metafísicas, se refugia en una filosofía amarga que protesta contra la dura ley de la lucha por la existencia, que condena el esfuerzo, que maldice la vida, que mide la vanidad de la gloria por el cansancio que cuesta, por la sangre que hace verter, por los resultados que son siempre o conquistar o mantener por la fuerza. El pesimismo es lo contrario del triunfo en un pueblo que no es belicoso por naturaleza, a quien obligan a hacer el papel de un conquistador a su pesar, y que en medio do su triunfo tiene visiones de su vida tranquila de otro tiempo y una especie de nostalgia de reposo. Si no puede descansar en otra parte, aspirará a la nada. Esos serán accesos y crisis, se dirá, sea; pero hay que hacerlos constar.

Entre todas esas influencias, la más importante, la más decisiva, la que con demasiada frecuencia se olvida, es [294] una influencia de un orden completamente filosófico, es la evolución que se ha realizado durante estos últimos treinta o cuarenta años, el progreso constante de la filosofía crítica que ha destruido los ídolos metafísicos con la misma mano segura y hábil con que había minado «los ídolos religiosos». La metafísica gobierna el mundo, sin que éste se aperciba de ello, por una acción de presencia o de ausencia. No puede desaparecer momentáneamente ni eclipsarse sin que se produzca un profundo desequilibrio en el espíritu humano. Indiquemos con un rasgo las negaciones y las supresiones que se han hecho en la filosofía, o si se prefiere, las simplificaciones radicales que la han reducido a su más simple expresión, y veremos, a medida que se operan estas supresiones, disminuir el valor de la vida hasta igualarle a cero, y después por debajo del cero, de modo que sólo pueda apreciarse por cantidades negativas, como lo hace el pesimismo.

El cristiano, el deísta, [295] el discípulo de Kant encuentran la razón de vivir, aunque la vida sea desgraciada. Tiene ella en sí misma su valor absoluto, determinado por la idea de la prueba, por la educación de la persona humana que vence el obstáculo y el sufrimiento, por la certidumbre de un orden trascendente. Pero suprimamos esas ideas y veremos cómo se empobrece la vida. Queda el deber, que bastará todavía al estoico para pensar que vale la pena de vivir: trabajaba para el fin ideal del universo que concibe aun fuera de toda idea de sanción. Cree en lo absoluto bajo la forma del bien; también esto basta para que viva, basta para que muera satisfecho de una existencia que no habrá sido inútil, con la mirada y el pensamiento fijos sobre ese bien abstracto que venera sin poderlo definir. La crítica prosigue haciendo su obra, juzga que el deber en sí mismo no tiene más que un valor relativo; o bien, como se nos ha dicho, «es la forma de las relaciones de los fenómenos», o es un engaño para hacernos obedecer a costa [296] nuestra a las aspiraciones de la especie que necesita nuestro sacrificio. Otra ilusión destruida: cuando se descubre el engaño, nos hacemos indiferentes o nos rebelamos. El progreso queda, sin embargo, como razón suficiente para vivir. Pero la ciencia demuestra que no hace más que desarrollar nuestra miseria, y que el infortunio humano crece con todo lo que conquista el hombre en el tiempo, en el espacio y en las formas de la naturaleza.

Sólo queda como fin de esta pobre existencia, despojada sucesivamente de todos sus móviles y de todos sus fines: la misma ciencia; pero la ciencia sólo está al alcance de un corto número de individuos, que no encontrarán todos en ella un valor absoluto. La ciencia es un medio para desarrollar la conciencia, para mejorar la suerte de los hombres sobre la tierra; si sus fines se declaran quiméricos, caerá con ellos el medio, y perderá su valor. ¿Los afectos? Los afectos no son en la vida, tal como nos la pintan, [297] más que razones de sufrir, o por la traición que nos los arranca, o por la muerte que nos separa de ellos. ¿El placer? ¿Quién no está convencido de que sería pagar demasiado caro, al precio de tanta angustia y de tanta pena de todo género, algunas sensaciones recogidas de paso y desvanecidas en el acto? ¿Para qué encadenarse, a través de esta dolorosa aversión a la vida, a tan grandes trabajos y disgustos como los que envenenan su corriente? ¿A nosotros mismos, al yo humano?

Nos enseña el último progreso de la filosofía, que la idea del yo «no es más que una apariencia producida en nuestro cerebro, y no contiene más verdad que la idea del honor y del derecho, por ejemplo. La única realidad que responde a la idea que me hago de la causa interior de mi actividad es la del ser que no es un individuo, el Uno-Todo inconsciente». Nada, pues, nada más que ese principio único, absoluto, anónimo, ese inconsciente lúgubre, que encontramos en el fin y en el [298] fondo de todo, un principio ciego que ha sido obligado a vivir por no sabemos qué resorte incomprensible, pero que sufre a consecuencia de ese movimiento que él mismo se imprime, de esa actividad que se impone, y que siente vergüenza y miedo ante su propio ser; cuando se encuentra cara a cara con su imagen en su conciencia, siente horror por lo que ve y se rechaza arrojándose a la nada, de donde ha salido, no se sabe cómo de donde no debiera haber salido jamás para dar tan triste espectáculo y procurar al mundo ese tormento sin razón, sin tregua y sin fin. Bajo ese punto de vista se nos aparece el pesimismo como el último término de un movimiento filosófico que todo lo ha destruido: la realidad de Dios, la realidad del deber, la realidad del yo, la moralidad de la ciencia, el progreso, y con él el esfuerzo, el trabajo, cuya inutilidad absoluta proclama esta filosofía.

El exceso mismo de estas negaciones y de estas destrucciones nos tranquiliza, probándonos lo artificial y momentáneo [299] de la influencia de esta filosofía. Podrá producirse de vez en cuando en la historia del mundo, como un síntoma del cansancio de un pueblo trabajado por el esfuerzo industrial o militar, de una miseria que sufre y se agita sin haber encontrado todavía su fórmula económica ni el remedio, como una confesión de desfallecimiento individual o propio de una clase en las civilizaciones antiguas, una enfermedad de la decadencia. Pero todo esto no dura.

La actividad útil y necesaria, el deber de cada día, el trabajo, salvan y salvarán siempre a la humanidad de esas tentaciones pasajeras y disipará sus pesadillas. Si por un imposible existiese un pueblo contagiado de ese mal, la necesidad de vivir, que no suprimen esas vanas teorías, le levantaría pronto de ese letargo y le conduciría de nuevo hacia su fin invisible, pero cierto. Esos estados son un entretenimiento de los que nada tienen que hacer, o una crisis demasiado violenta para ser larga. El carácter del [300] pesimismo nos revela su porvenir: es una filosofía de transición.

En el orden político, es como en Alemania, la expresión de una laxitud momentánea de la acción, o profundos sufrimientos que se agitan secretamente; denuncia una especie de socialismo vago e indefinido que sólo espera un momento favorable para estallar, y que mientras tanto aplaude con todas sus fuerzas esos anatemas románticos contra el mundo y contra la vida. En el orden filosófico, representa el estado y el espíritu como suspendido sobre el vacío infinito entre sus antiguas creencias que han sido destruidas una a una y el positivismo que se resigna a la vida y al mundo tal como son. También hay aquí una crisis y nada más. El espíritu humano no se mantendrá mucho tiempo en esta trágica actitud: o bien renunciará a esta postura violenta y desesperada de luchador, cansado de insultar los dioses ausentes o al destino sordo a sus gritos teatrales, bajará la frente y volverá a la sabiduría de Cándido, que le [301] aconseja que «cultive su jardín», o bien, haciendo un esfuerzo para volver a la luz, recobrará el antiguo ideal abandonado por promesas ilusorias, al que ha destruido el positivismo sin poder reemplazarle y que renacerá un día de sus ruinas, más fuerte, más vivo, más libre que nunca, en la conciencia del hombre

FIN

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Erasmo María Caro El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1892], páginas 281-301