El pesimismo en el siglo XIX (1892) 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX
 
Capítulo VIII

La redención del mundo por supresión voluntaria,
según Hartmann. Un ensayo de suicidio cósmico

La teoría de Schopenhauer se resume en el ascetismo y en algunos procedimientos prácticos, como la muerte voluntaria por inanición y la supresión del comercio sexual. Hartmann ha criticado severamente a su predecesor en el pesimismo. Sobre todo por el desacuerdo entre el concepto de la redención y los principios esenciales del sistema Schopenhauer; y también por la inutilidad de sus procedimientos bajo el punto de vista de la redención final.

La Voluntad es la esencia universal y única del mundo; el individuo no es más que una apariencia subjetiva. Pero aunque fuese un fenómeno meramente objetivo del Ser, ¿cómo podría [254] suprimir por su autoridad propia la voluntad individual, como un todo distinto, si no es más que un rayo de la voluntad universal? ¿Qué derecho puede tener el hombre, que no es más que el fenómeno, sobre la existencia de ese fenómeno que sólo emana de su principio? Admitamos, sin embargo, que se realizase esta imposibilidad; ¿que sucedería? Sea; se muere un hombre, un hombre, es decir, una de las formas múltiples bajo las cuales se ha objetivado la voluntad del Uno-Todo. ¿Qué sucede después? No sucedería ni más ni menos que lo que ocurre siempre que muere un individuo, cualquiera que sea la causa. El caso sería exactamente el mismo que si una teja al caer hubiese matado a ese individuo. La Voluntad inconsciente continua después como antes, sin haber perdido nada de sus fuerzas, sin que se haya disminuido en nada su deseo infinito e insaciable de vivir; continua desarrollando la vida dondequiera que pueda realizarla. El esfuerzo para anular la voluntad de vivir, mientras sólo se trate del [255] individuo, es tan estéril como el suicidio y más insensato aún que éste, porque al precio de largos sufrimientos llega al mismo resultado. El Inconsciente no se instruye por experiencias individuales. Supóngase que ha desaparecido la humanidad renunciando a reproducirse. El mundo, como mundo no dejaría de vivir y se encontraría en la misma situación que la que ocupaba inmediatamente antes de la aparición del primer hombre sobre la tierra. El Inconsciente aprovecharía la primera ocasión para crear un hombre nuevo o una especie análoga, y todas las miserias de la vida emprenderían otra vez su curso.

Lo que se necesita para procurar al universo el beneficio de la redención final, es un medio de obrar, no sobre la voluntad individual de un hombre o sobre la voluntad genérica de la especie humana, lo cual es todavía muy insignificante, sino sobre la voluntad universal, sobre el principio mismo de las cosas. Aquí se eleva y se generaliza la cuestión; ya no se trata del [256] suicidio del hombre de una especie; se trata del suicidio de un mundo. Hartmann tiene la buena fe de confesarnos que esta operación es difícil, y nosotros le creemos bajo palabra. Este acto pondrá término al processus del universo; «será el acto del último momento, después del cual no habrá ni voluntad ni actividad, después del cual, como dice San Juan, el tiempo habrá cesado de existir.» ¿Será capaz la humanidad de este grandioso desarrollo de conciencia, que debe preparar ese acto supremo, la renuncia absoluta de la voluntad? ¿O bien aparecerá una raza superior de animales sobre el globo para emprender de nuevo la tarea interrumpida por la humanidad y conseguir su fin? ¿O bien, en fin, está destinada nuestra tierra a ser el teatro de nuestros abortos para aumentar más tarde el número de los astros helados, legando la espléndida herencia del esfuerzo y del éxito a algún planeta invisible? Todo esto es incierto, pero lo que sí es verdad, es que en cualquier sitio en que el [257] drama se termine, el fin y los elementos del drama serán los mismos que en el mundo actual. Puede suponerse, pues, para mayor claridad, que es la humanidad la destinada a conducir el processus del mundo a su coronamiento, la anulación final. Hartmann ha tratado de darnos una idea de este fin de la evolución del mundo, en el caso en que fuese el hombre y no otra especie desconocida, quien estuviese llamado a resolver el gran problema. En los caminos extraños que nos abre aquí la fantasía colosal del pensador, procuraremos seguirle lo más cerca posible, cerrando nuestro espíritu a las objeciones y tratando de comprenderle. No es fácil la tarea.

La primera condición para alcanzar el término de la evolución, es que llegue un día en que la humanidad concentre en su seno tal cantidad de inteligencia y de voluntad cósmicas, que la voluntad y la inteligencia repartidas en el resto del mundo, parezcan insignificantes en comparación. Esto no es absolutamente imposible, nos [258] dicen, pues la manifestación de la voluntad en las fuerzas atómicas es de una especie muy inferior, relativa a la que se manifiesta en el vegetal, en el animal, y con mayor razón en el hombre. Puede, pues, legítimamente suponerse que la mayor parte de la voluntad en acto o de las funciones del espíritu se capitalizará un día en la humanidad, a consecuencia de la elevación progresiva de la población del globo. Pues bien, ese día bastaría que la humanidad no quisiese vivir para que el mundo entero desapareciese, porque ella representaría sola más voluntad que el resto de la naturaleza. Esta parte de la voluntad que se niega a sí misma, destruiría al destruirse, la parte más débil y menos grande que se expresa en el reino inorgánico. En esta balanza gigantesca en que pesan los destinos del universo, se inclinaría el platillo del lado de la voluntad humana, que arrastraría hacia la nada la voluntad ciega que del fondo de sus tinieblas aspira todavía al ser. La cosa es clara: sólo se trata para el hombre, [259] agente de salud del universo, de atraer a él la mayor cantidad de voluntad cósmica o de adquirir con dulzura, poco a poco y como por infiltración, y cuando sea el amo, esa voluntad, y decidirla a que se aniquile. Nada más sencillo, en verdad.

La segunda condición para que este suicidio gigantesco del mundo pueda realizarse, es que la conciencia de la humanidad se penetre profundamente de la locura de la voluntad, que se deje arrastrar por un deseo absoluto de reposo, que se haya convencido de tal modo de la vanidad de los motivos que sujetan hasta el presente al hombre a la existencia, que la aspiración a la nada se convierta sin esfuerzo alguno en el único y en el último motivo de su conducta. Se nos asegura que esta condición se realizará en la vejez de la humanidad. La certidumbre teórica de la desgracia de la existencia se admite ya como una verdad por los pensadores; con el tiempo seguirá triunfando sobre las resistencias instintivas de la sensibilidad y sobre los prejuicios [260] de la multitud. Pasará quizá mucho tiempo antes que esta idea, que no ilumina actualmente más que a las cumbres de la conciencia humana, se extienda por las regiones inferiores y adquiera el poder universal de un motivo. Pero esa es la suerte de todas las ideas que conducen al mundo; empiezan por nacer en la cabeza de un pensador, bajo una forma abstracta; acaban por penetrar en forma de un sentimiento en el corazón de las masas y por ejercer sobre su voluntad una acción tan profunda que engendra con frecuencia el fanatismo. Ninguna idea tiene mejores condiciones que el pesimismo para convertirse en sentimiento; ninguna está llamada con más naturalidad a triunfar sin violencia, a ejercer sobre las almas una acción pacifica, pero profunda, duradera, que asegure el éxito de su misión histórica. La experiencia nos prueba todos los días que una voluntad individual que llega a negarse a sí misma, basta para triunfar sobre el amor instintivo de la vida; ha conducido a la muerte a [261] muchos místicos y ascetas, y, sin embargo, esta negación individual de la voluntad está en desacuerdo con los fines del Inconsciente; además es completamente estéril para la especie humana y para la naturaleza, no puede producir ningún resultado metafísico. Lo que un individuo puede hacer para sí mismo, ¿no lo podría hacer la masa de la humanidad, cuando se trata de una negación universal, conforme al fin supremo del Inconsciente? ¿No podría esta negación colectiva destruir el deseo instintivo de vivir, cuando puede hacerlo un acto individual de renuncia? Piénsese solamente que toda empresa difícil se ejecuta mejor con el concurso de mayor número de voluntades.

Hartmann abunda en argumentos para hacernos comprender la facilidad y la verosimilitud de este acto de redención suprema. La humanidad dispone aún de bastante tiempo para alcanzar ese fin antes de que comience el período del enfriamiento del globo que marcan los sabios para la [262] extinción completa de la vida sobre la tierra. Que trate de emplear bien el tiempo que le queda para vencer las resistencias que el egoísmo, ciego por su propio interés, opone al sentimiento pesimista y al deseo de la eterna paz. Verá que se dulcifican y ablandan poco a poco esas pasiones refractarias bajo la lenta acción de la costumbre, verá que se extiende y que crece, por el efecto irresistible de la herencia, la cantidad de disposiciones pesimistas de cada generación, concentradas primero en número reducido de corazones y de inteligencias privilegiadas. Hoy se pretende ya que la pasión, a pesar de su natural energía y de su poder diabólico, ha perdido gran parte de su imperio en la vida moderna, ¿y qué es la pasión, sino el atractivo ilusorio que crea en nosotros el deseo de vivir? Pues bien; se nos asegura que las pasiones bajan sensiblemente entre nosotros bajo las influencias políticas y sociales que tienden a igualar y a suavizar los caracteres. Esta enervación de los instintos egoístas, será más [263] sensible cuanto más se haga sentir el progreso de la razón y de la conciencia.

Ese será uno de los signos que anunciarán la vejez de la humanidad; la humanidad envejecerá como envejecen los individuos, como envejecen las naciones. Madura para la contemplación, reunirá ante su vista todos los sufrimientos y todas las locas agitaciones de la vida pasada, reconociendo la vanidad de los fines que hasta entonces perseguía. A diferencia del individuo cuando llega a la vejez, no tendrá hijos ni nietos para turbar con las ilusiones del amor paternal la seguridad de su juicio y para hacer renacer con una generación nueva las ilusiones desvanecidas. Caerá entonces en esa melancolía superior que los hombres de genio y los ancianos de grande entendimiento sienten habitualmente. Se la verá flotar como por encima de su propio cuerpo, como un espíritu desligado de la materia, o como Edipo en Colonia, disfrutar anticipadamente la paz de la nada y asistir a los sufrimientos [264] de su propia existencia, como a males extraños. Es aquella claridad celeste, aquella paz divina que se extiende en toda la ética de Spinoza; las pasiones se han desvanecido en las profundidades de la razón, y se han resuelto en ideas ante la pura claridad del pensamiento... Sin embargo, el dolor, la pena, no habrán cesado. Esta última forma de la desgracia es la que hay que hacer desaparecer, después que hayan muerto todas las ilusiones, que se haya extinguido la esperanza, que esté asegurada en adelante la convicción de que todo es vanidad, y la más vana de todas las vanidades, la de la ciencia, desterrada para siempre del corazón humano. Todavía queda la vida, y esto es demasiado. La humanidad está cansada de vivir; está cansada también de morir tan lentamente. Sigue siendo frágil y débil, condenada a trabajar para vivir y sin saber por qué vive. Como todo anciano que se da cuenta de su estado, no formula más que un deseo: el reposo, la paz, el sueño eterno sin ensueños y sin despertar. [265] ¿Y qué es esto, sino la sensibilidad absoluta, la nada, siempre el nirvana?

Queda una tercera condición indispensable para que el gran acto de la renuncia al ser, se realice con el poder de una sentencia sin apelación; es menester que todos los pueblos de la tierra se comuniquen entre sí con suficiente facilidad, para que sea posible que en un mismo momento, en todos los puntos en que el hombre se encuentra, pueda tomarse una resolución única y común. Conviene que esto se haga sin esfuerzo, sin vacilación, sin resistencia, para que el efecto se realice sin obstáculos para que toda voluntad positiva, vencida y arrastrada, se anule inmediatamente en la nada absoluta, para que al mismo tiempo que deje de existir la humanidad, abdicando de su ser, toda forma de lo que llamamos la existencia sea anulada, la organización, la materia, &c., &c., para que en fin se desvanezca el cosmos todo entero con sus archipiélagos, sus nebulosas, sus mundos en formación, y que el universo caiga hecho [266] polvo en la tumba en que el hombre se haya acostado voluntariamente. Este sí que será un suicidio grandioso, absoluto, definitivo, sin amanecer posible; será el suicidio cósmico realizado por la humanidad. En cuanto a los detalles que permitirán al hombre que entonces viva, participar de esta resolución común que destruirá el mundo, no debe preocuparse la especulación filosófica, habituada a esas alturas; es tarea esa de la invención científica; para ello cuenta con los perfeccionamientos indefinidos en la aplicación de los agentes físicos como la electricidad, y además, cuando sólo se trata de los medios prácticos de orden inferior, hay que dejar ancho campo abierto a la imaginación. Cada cual es libre de representarse a su manera este acto último del processus universal y del anulamiento final. Baste al filósofo el haber mostrado que es posible y que es necesario.

Hemos expuesto tan fielmente como nos ha sido posible la serie de estas extravagantes concepciones. Nos falta [267] valor para discutirlas: ¿y para qué habíamos de emprender esta tarea? Los que sean capaces de dejarse seducir por semejantes quimeras, que se parecen a las escenas de una pesadilla, serían insensibles a los procedimientos de la lógica vulgar y del raciocinio. Además, reina tal independencia de sentido propio, tal fantasía de especulación en ese drama metafísico, que falta base para una argumentación seria. ¿Cómo probar a Hartmann que su Inconsciente es una pura invención, como el dualismo de la Idea y de la Voluntad que introduce en el seno del Uno-Todo, uno de esos dos principios, irracional y ciego, aspirando al ser, el otro, el racional, reaccionando contra la miseria de la existencia, cada vez más sentida? ¿Cómo probarle que todo esto no puede ser sólo porque a él le plazca que así sea y porque ese maniqueísmo le alegre el espíritu, llenándole de poderosas emociones, sin contar el éxito de la representación pública y la celebridad que ha valido a su autor? En regiones tan vagas, tan poco [268] consistentes, tan nebulosas, no puede uno apoyarse en nada, y una discusión seria resultaría insoportable y pedantesca. Debíamos a la curiosidad del público esta muestra de la sorprendente imaginación de uno de nuestros contemporáneos. Una vez analizado el conjunto, sería perder el tiempo y el trabajo el criticarlo. Ha interesado o no, esta es la cuestión: vayan en buena hora a silbarla o a aplaudirla en el teatro en que se representa, quiero decir, en el libro de su autor.

En cuanto a los procedimientos de la redención final que indica Hartmann, no hay que temer que se pongan demasiado pronto en práctica y que se procure al mundo la desagradable sorpresa de anularle, cuando lo que él desea es seguir viviendo. Lo que debe tranquilizarnos sobre el alcance de este remedio, es su misma ineficacia. Es muy poco probable que, a pesar de hermosos razonamientos, se deje convertir la humanidad y se decida por la nada; y yo apuesto que si, por un imposible, se convenciese la humanidad [269] de lo conveniente de esta triste empresa, habría siempre incorregibles refractarios que resistirían hasta el final a la aplicación del remedio. Esto significaría por su parte un mal gusto, igual a su ceguera; pero esta indocilidad sistemática bastaría, según confesión de Hartmann, para que no se realizase la operación, y no es desagradable el pensar que de cada uno de nosotros depende el que se aplace el exilo de la experiencia. Esperemos a que obre la gracia del pesimismo, y mientras tanto Vivamos en paz. Pero aunque la humanidad hubiese tomado esta hermosa resolución de hacer en un momento y en la debida forma acto de renuncia al ser, yo me imagino que esto no cambiaría mucho la marcha del mundo ni la evolución de los fenómenos que arrastra tras de sí. Depende hasta cierto punto de la humanidad el detener el flujo de las generaciones humanas, y en esto nos parece Schopenhauer mil veces más práctico que su discípulo. ¿Pero a quién podrá convencerse de que la conexión sea tal entre los [270] diversos órdenes de fenómenos que el suicidio metafísico de la humanidad detenga la marcha de los planetas ni la misma revolución del humilde globo terrestre, teatro de tan grandiosa experiencia?

Además, suponiendo que no haya más que una fuerza única, repartida en proporciones diferentes entre las diversas regiones del ser y que constituye su unidad, ¿qué es la masa de las fuerzas físicas, como se dice; es decir, la inteligencia y la voluntad, concentradas en el seno de la humanidad, comparada con la masa total de las fuerzas físicas distribuidas en el resto del mundo, en el infinito cósmico, sin hablar de las otras fuerzas físicas, análogas a las que nos animan, que pueden estar esparcidas en los mundos innumerables que no conocemos? ¿Qué lazo de solidaridad o de subordinación puede existir entre esta pequeña cantidad de fuerza cósmica, transformada en humanidad bajo la forma de una millonada de hombres, y esos espacios llenos de especies vivas o de formas [271] animadas, o de conjuntos orgánicos o de átomos de éter? Esas regiones ilimitadas, esas formas del ser, de las que ha dicho Pascal que «la imaginación se cansaría de concebir antes que la naturaleza de proveer», ¿cómo puede uno figurarse que todo eso obedece en un instante a la orden expedida en una parte pequeña del globo, emanada de los labios expirantes del último hombre, y que a la consigna de este ser miserable que no ha podido combatir en sí mismo la enfermedad y la muerte, va a desplegar la naturaleza su obra, como una decoración de teatro, y enviar a la nada la riqueza infinita, la variedad de sus fenómenos, el esplendor de su incesante creación? Todo esto es pura fantasmagoría. El orden eterno de las cosas nos envuelve y nos sujeta por todas partes. Puede crecer sin cesar nuestro poderío; sólo ejercerá su actividad en los límites de la tierra; para el resto es pasiva: el hombre recibe la luz y el calor del sol; los modifica de mil maneras diferentes, pero nada puede sobre la fuente de donde [272] emanan y que los niega o los da sin obedecer a sus mandatos: por mucho que adelante la ciencia, los límites de su acción serán los de nuestra atmósfera. Más allá no alcanza, sólo observa los fenómenos, no puede producirlos ni modificarlos; ya no manda, obedece. Y aun sobre esta tierra en que manda, ¿a quién manda? ¿A la vida? ¿A la muerte? Seguramente no: combina fuerzas y crea nuevos efectos; no ha creado un solo ser; no ha librado a uno solo de la muerte.

Es una lucha absurda la que se emprende contra la vida universal y la fuerza del ser. Ni Schopenhauer ni Hartmann han encontrado la fórmula que ponga en la mano del hombre la virtud mágica de la destrucción del mundo. Hay que tomar un partido: la rebelión contra el ser es insensata, es el último término del orgullo intelectual y el producto más estéril de la arrogancia metafísica. Con relación al orden universal en que nos vemos comprendidos, perdidos como átomos, pero como átomos pensadores, no hay más [273] que una actitud digna del pensamiento que no se enamora de sí mismo: la resignación.

Esta sola palabra, sublime y altiva en su tristeza, más grande que todas las quimeras de la rebelión, esta palabra puede comprenderse de dos maneras diferentes. Hay entre los resignados los que habiendo comprendido la inutilidad de la lucha contra la fuerza de las cosas, se vengan con el desprecio de su impotencia: así Leopardi, por ejemplo, sintiendo que es vana su lucha y renunciando a ella, no esperando nada de la vida, ni de Dios, ni de los hombres, viviendo en una especie de estoicismo altivo y representando con una amargura apasionada esta queja que resume su poesía: «¿Para qué sirve la vida sino para despreciarla?» Hay entre los que piensan en la muchedumbre humana, otra clase de resignados; son los que sin comprenderlo todo, no niegan nada; los que sin esperar demasiado de la vida, tratan de mejorarla, si no para ellos mismos, al menos para los demás y para [274] aquellos que vendrán después de ellos; que obran como si sus acciones debieran tener una continuación, esforzándose en hacerlo lo mejor posible, persuadidos de que los resultados de la acción buena no serán anulados y se convertirán en simiente de acciones mejores y en gérmenes de progreso; que esperan que nada se destruirá en el mundo moral ni en el mundo físico, considerando a cada uno de los hombres como a un humilde obrero de este mundo moral que crece sin cesar; aquellos, en fin, que creen que el ideal que regula el movimiento de su inteligencia no es sólo una quimera hermosa, y que esta fuerza misteriosa obra tan profundamente sobre la conciencia y sobre el corazón de la humanidad porque emana de un principio vivo de orden y de armonía que presentan bajo las nubes de la vida, que buscan en las veladas profundidades del universo como en la marcha misteriosa de la historia. Hay, pues, dos especies de resignación muy diferentes: la que niega el progreso y la realidad del ideal, [275] proclamando la soberanía de la fuerza y de la casualidad en todas las regiones del ser, y la resignación viril a la vida porque puede mejorarse, a la acción porque puede ser fecunda, a la moralidad y al progreso porque la humanidad, como el universo, debe tener un fin divino. ¿Tienen razón la desesperación y la muerte, o la vida y la esperanza?

Hartmann satiriza en algunos puntos, con una dureza implacable, la vanidad de esas esperanzas y proclama muy alto la soberana indiferencia de la filosofía con relación a la queja humana. «La filosofía –nos dice– no debe ningún consuelo al hombre, ni ninguna esperanza: esas necesidades encuentran su satisfacción en los manuales piadosos. La filosofía no debe preocuparse de saber si lo que encuentra gusta o no al juicio sentimental de la muchedumbre instintiva. Es insensible y dura como una piedra. No vive más que en el éter del pensamiento puro, sólo persigue el conocimiento frío de lo que es, de las causas de la [276] esencia de las cosas. Si el hombre no es bastante fuerte para soportar este régimen del pensamiento puro; si su corazón se hiela de horror o se rompe de desesperación ante la verdad vislumbrada; si su voluntad se disuelve en el desfallecimiento, registrará la filosofía estos hechos preciosos entre sus riquezas psicológicas. La filosofía no observa con menos interés las disposiciones más enérgicas y contrarias con las cuales otros espíritus aceptan la verdad: la indignación y la cólera que hacen fruncir el ceño, la rabia fría y contenida que inspira el carnaval insensato de la vida, el furor mefistofélico que se traduce en epigramas fúnebres sobre la disolución de la vida y extiende una ironía soberana sobre las víctimas entusiastas de su ilusión; o bien el esfuerzo de los que luchan contra la fatalidad para salir de este infierno por una suprema tentativa de evasión. En cuanto a la filosofía en sí misma, queda impasible, sin ver en la deplorable desgracia de la existencia mas que la manifestación de la locura [277] del deseo de vivir, más que un momento transitorio del desarrollo teórico del sistema.»

Sí, diremos, la filosofía sin duda no debe cuidarse más que de la verdad, pero de la verdad entera, no parcial, falseada, no ficticia y atormentada por hábiles manos para hacerla entrar en el estrecho recinto de un sistema. Si pensamos (y tenemos el derecho de pensarlo) que la realidad es más amplia y más comprensiva, más profunda, y sin embargo, más clara que todos esos sistemas, no podemos considerar como una filosofía definitiva la que suprime estas advertencias, estas reclamaciones enérgicas de la naturaleza y de la vida. No es enternecimiento banal ni compasión vulgar, sino afán de verdad. Antes de burlarse con tanta altivez de las aspiraciones y de las esperanzas del corazón humano, es preciso demostrar que son engañosas.

Pero admitámoslo que desprecie el filósofo la queja humana: ese es su deber, si tiene la certidumbre de que esa queja no emana de la conciencia de [278] la humanidad que siente la injusticia de su dolor, que protesta contra la violación de su derecho y que confía en un porvenir desconocido que justifique la justicia. Es su deber el combatir esa queja, si sabe con seguridad que ha de estrellarse contra un cielo vacío y que no tendrá eco en una conciencia superior que la recoja; pero antes que nada hay que demostrar que esas son ilusiones. Necesitase, sobre todo, que teorías tan extrañas como el pesimismo pongan especial cuidado en establecerse más sólidamente ante la razón y la lógica que no se contentan con fantasías artísticamente combinadas; hay que probar esa historia inverosímil del Inconsciente, dividido en dos principios independientes, aunque idénticos en el fondo, de donde ha salido un día la vida para romperse contra mil escollos en el mundo, reflejarse en la conciencia, apercibirse, arrepentirse de haberse conocido y sumergirse con sus propias manos en la nada. Todo esto necesita quedar bien probado. ¿No es resolver la cuestión [279] con la cuestión misma el condenar a priori las aspiraciones de la humanidad? Decís que son ilusiones puras o engaños del Inconsciente para ligarnos a la vida con lazos imaginarios. ¿Son ilusiones todas esas ideas, todos esos sentimientos que renacen sin cesar en el corazón del hombre, aun después de tantas tentativas de destruirlas? ¿Engaños del Inconsciente decís? ¿Pero qué es el Inconsciente que trabaja contra sí mismo, que se aplica con tanto ingenio en engañarse víctima eterna de su propio fraude? Todo esto es mas inteligible que lo que pretendéis destruir. Allí donde sólo veis gigantescos fraudes, creemos que hay grandes hechos psicológicos, permanentes, llenos de vitalidad, indestructibles. Esas son bases de inducción para una filosofía sin criterio. ¿Quién se engaña, vosotros o nosotros? Nos dicen: ¡No son más que puras quimeras! El hombre ha creído siempre lo que ha deseado; la fuerza de su deseo crea el objeto que desea. ¿Pero de dónde viene ese deseo y su fuerza [280] siempre renaciente, y el vuelo invencible de nuestras pasiones más nobles, y qué es una filosofía que no las tiene en cuenta? En este orden de problemas, ni la cólera ni el desprecio resuelven nada, y si la naturaleza es más grande, más alta, más profunda que el sistema, pues tanto peor para el sistema. No hace nada a las cosas el enfadarse contra ellas, y si hay desacuerdo entre la realidad humana y las teorías, con seguridad no es la realidad la que se engaña.

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Erasmo María Caro El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1892], páginas 253-280