El pesimismo en el siglo XIX (1892) 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX
 
Capítulo VII

Los expedientes y los remedios propuestos
por Schopenhauer contra el mal de la existencia.
El budhismo moderno

La redención del mal de la existencia es el fin de toda filosofía pesimista; ¿con qué medios se obtiene este resultado? Antes de emprender el estudio del gran remedio, del que, finalmente, debe aplicarse al mal de la existencia, indiquemos algunos de los remedios provisionales que han sido propuestos por los filósofos pesimistas, no para destruir el mal, sino para reducirlo, para suspender momentáneamente su terrible acción sobre la conciencia. Estos expedientes, imaginados contra la sensación actual del mal, se reducen a dos: la ciencia y el arte. Por la ciencia y por el arte puede el sujeto de la [219] voluntad, el individuo, el desgraciado esclavo de la vida, escapar durante algunos instantes a la conciencia de su individualidad y alcanzar un grado superior de libertad, de paz y de serenidad, capaz de prometerle una redención futura.

Examinemos bajo este punto de vista el arte, sobre el cual Schopenhauer, siguiendo de cerca a Kant y comentándole, por decirlo así, ha desarrollado algunas ideas notables. ¿Cuál es el efecto más seguro del placer estético? Es la supresión momentánea de todo lo que constituye el cansancio de vivir, la supresión del egoísmo, un estado de completo desinterés en la contemplación pura de la idea. En este estado se despoja el espíritu de todo interés personal y de la miseria de la voluntad, como la idea del objeto se despoja a los ojos del artista de las imperfecciones del objeto particular y se idealiza en nuestro pensamiento. Por una parte es la redención del sujeto que contempla, por otra parte, la redención de la cosa contemplada, que [220] se eleva al estado de idea pura, de idea platónica, deshaciéndose de las condiciones del tiempo, del espacio y de la casualidad. «Mientras nos abandonamos a la inmensidad de nuestros deseos, de nuestras esperanzas y temores continuos, estamos sujetos a la voluntad y no tendremos ni placer ni reposo duraderos; el sujeto de la voluntad permanece bajo la rueda inexorable del Ixión. Pero cuando una circunstancia exterior o una disposición interior nos eleva de pronto por encima del torrente infinito de la voluntad, cuando el conocimiento redimido se apodera de las cosas redimidas de toda relación con la voluntad, es decir, fuera de todo interés personal, abandonándose por completo a ellas como a representaciones puras y no como a motivos, entonces el reposo, inútilmente buscado en otras partes, penetra en nosotros y nos llena de bienestar (tanto al menos como es posible, no pudiendo ser el bienestar la supresión del sufrimiento). Es el estado sin dolor que Epicuro apreciaba [221] como el mayor bien y como la manera de ser habitual de los dioses. Nos vemos libres del árido esfuerzo de la voluntad. Es como el reposo del sabbat que celebramos al sentirnos por un instante libertados del trabajo en la prisión correccional de la voluntad. Por un momento se detiene la rueda del Ixión.»

Feliz estado aquel en que el espíritu se abandona a la intuición, se sumerge en ella por completo, se deja llenar por la contemplación natural del objeto de arte que tiene delante, sea un paisaje, un árbol, o bien un cuadro admirable. «El espíritu se pierde entonces con la conciencia de sí mismo, no subsiste más que como un sujeto puro, libre de toda relación con la voluntad, como un espejo claro del objeto, de modo que parece que el objeto está sólo sin que haya nadie para percibirle... El que tiene la intuición no se separa más de ella, formando ella con él un solo todo.» El objeto ya no existe, sólo existe la idea, es la forma eterna, por la cual se ha elevado el sujeto, se [222] ha redimido; se ve libre del tiempo, libre de la voluntad, libre del esfuerzo, libre del deseo, libre del dolor; participa de lo absoluto, de la eternidad de la idea; ha muerto para sí mismo, sólo existe en lo ideal. ¿Qué importan entonces las condiciones y las formas de su individualidad pasajera? ¿Qué importa en ese estado de absoluto desinterés, que sea del fondo de una cárcel o de un palacio de donde se contemple una puesta del sol? Ya no hay prisionero, ya no hay rey; no hay más que una intuición pura, una visión libre del ideal, una participación momentánea de la idea de Platón, un noumène de Kant, olvidado de la vida transitoria y del tormento diario, por un instante suspendido.

Sería la gloria ese estado si pudiese durar; pero es imposible que se prolongue un reposo tan ideal. Tanto para el que contempla la naturaleza, como para el artista, es pasajera esta concepción objetiva del mundo y de las cosas. La tensión de espíritu exigida para ello, es artificiosa y está fuera de las condiciones de existencia; la naturaleza misma del deseo se opone a que se prolongue. El curso de la vida y del mundo, olvidados un instante, se renuevan para el artista y para el sabio, perdido en la contemplación de las leyes, y para el filósofo, absorbido por la meditación de lo absoluto. «Pronto vuelve el momento en que cada uno debe obrar con sus semejantes en la gran comedia de la vida y en que el hombre ensimismado, llamado bruscamente a su papel, sentirá el hilo del cual está suspendido y que le comunica el movimiento.» Luego no es más que una redención momentánea la que nos ofrecen la ciencia y el arte. Además, el empleo de esos medios no está al alcance de todos en la ruda batalla por la vida que libran la mayor parto de los hombres, para los cuales el pan de cada día es el más importante problema. Privilegio de pocos, no pueden consolar estos remedios a la inmensa muchedumbre humana, ni disminuir el peso de su miseria; son provisionales y relativos, no sirven más que un [224] instante, y el sufrimiento llena pronto la existencia de los más favorecidos por el ideal. Todo esto es insignificante, comparado con la cantidad de desgracia y de sufrimiento que llena el mundo. Contra un mal universal y absoluto, se necesitan otras armas mejor templadas, que estén al alcance de todos los hombres, que hieran al mal profundamente en su raíz y le destruyan.

¿Existe un remedio universal y absoluto como lo es el mal de la existencia a que debe combatir? ¿Es de una eficacia segura, es de fácil aplicación? Ya veremos que no es tan sencillo como se cree el convertir en la nada al ser; el ser resiste a todas las tentaciones de este género por una fuerza indomable, cuyos dos tipos son, en el orden físico, la indestructibilidad del átomo, en el orden moral, la persistencia del deseo de vivir. ¿Cómo se podrá, pues, verificar «ese paso de la sensibilidad y de la voluntad, a la insensibilidad del no ser absoluto?» Esto es lo que pregunta Hartmann, sin [225] desconocer la dificultad del problema. Pero trata de franquear ese paso formidable, siguiendo a Schopenhauer, y veinticuatro siglos después de una tentativa análoga, la que en la historia religiosa del Oriente está marcada con el nombre de Buda. ¿Ha tenido más éxito Hartmann que sus predecesores en este extraño y peligroso esfuerzo de la razón? Nuestros lectores lo juzgarán. Nos ha parecido curioso presentar las tres soluciones propuestas para la conversión del ser a la nada con los comentarios y con las críticas que han levantado cada una de ellas, la de Cakya-Mouni, rectificada por Schopenhauer, la de Schopenhauer destruida y reemplazada por Hartmann. Veremos si la solución que nos ofrece la nueva filosofía del Inconsciente, presenta menos dificultades que las otras dos, y levanta menos objeciones. Después do todo, cuando se trata de atacar todas las energías de la voluntad humana, a todas las fuerzas de la naturaleza, de separarlas de su aspiración al ser y de hacerlas volver a la nada, no es de [226] extrañar que se muestren indóciles los espíritus, y puede concedérsenos que haya derecho de ser exigentes en esta materia. Al final de este examen comparado, se nos impondrá una conclusión: que es en definitiva muy difícil que muera el universo, sea porque no se hayan encontrado razones convincentes para determinarle a ello, o medios de hacerle comprender la razón, sea porque el procedimiento práctico no sirva para procurarle el bien de esta anulación. Es cosa fácil demostrar los sufrimientos del ser y la necesidad de que terminen; este es el proyecto, cuya ejecución tiene aún tantos lunares, después de tres tentativas tan grandes.

Hay que fijar bien los puntos: no se trata aquí, ni para el budista ni para el pesimista cansado de la vida, de morir pura y simplemente; matarse es una verdad demasiado fácil y nada resuelve. En primer lugar el suicidio destruye al individuo y no a la especie, y menos aún destruye a la naturaleza; bien mirado tampoco resuelve [227] la cuestión del individuo. Una muerte de ese género, completamente material, no ataca a la esencia de la voluntad, que sobrevive a esta forma efímera, destruida por un golpe de desesperación sin consecuencia filosófica, sin resultado útil para el porvenir. De modo que no es la existencia momentánea la que hay que extinguir, es el principio de esta existencia, lo que llama Schopenhauer el deseo de vivir, destruyendo la mentira de las formas y de los fenómenos que mantienen la absurda tenacidad del deseo. Esto es lo que importa suprimir en nosotros; el resto sólo es un calmante que no tiene valor alguno, un accidente de poca monta. Corno dice Schopenhauer, fiel intérprete del pensamiento de Cakya-Mouni, el suicidio, lejos de ser la negación del deseo de vivir, es la afirmación de esta voluntad en su más alto poder. Lo que determina este acto, es el amor de la vida llevado hasta el odio de su contrario el dolor. El hombre que se mata, desea en realidad la vida de un modo exclusivo, quiere la vida feliz; no [228] puede sobrellevar la privación de la felicidad. Si le quitasen el sufrimiento, se precipitaría con ansiedad en la alegría de la vida. El suicida no rechaza, pues, más que una forma accidental de la vida, no la vida misma. Lo único que importa, lo único que tiene carácter moral, es la negación filosófica que consiste en negar la vida, no sólo en sus dolores, sino en sus placeres y en su falsa felicidad, en reconocer la nada, en penetrar la sinrazón.

Sólo con esta condición puede esperarse que se atacará a la raíz de la existencia cortándola para siempre. Mientras no se dé fin al principio del deseo de vivir, suscitará otras formas que sucederán a las primeras, y el círculo de la miseria humana comenzará de nuevo. El fondo de la filosofía primitiva y nacional de la India es el dogma de la metempsicosis, la creencia de que el efecto de nuestras buenas y de nuestras malas obras nos sigue, no se separa de nosotros, y que resucita con nosotros a través de las existencias ulteriores, y al mismo tiempo el [229] temor, el horror de que esas existencias sucesivas que no son más que una pesadilla o un suplicio, continúen sin detenerse jamás. Esa pesadilla es la que hay que terminar a todo precio, pero esto no puede hacerse sino rompiendo el encanto del sueño y convenciéndose uno de que realmente lo es. Este suplicio, oculto bajo las formas del deseo y del placer, hay que hacerlo cesar, y esto no se conseguirá sino deshaciendo el prestigio que le envuelve y que nos atrae irresistiblemente al dolor. La obra que hay que emprender es, pues, del orden intelectual y moral, no físico. No es una puñalada que destruye el encanto, es la meditación, es el ascetismo. Schopenhauer llega por medio de un razonamiento análogo a la misma conclusión, a la condenación del suicidio físico. Pero en el siglo XIX no se atreve nadie a hablar de metempsicosis, se nos habla de palingenesia. La diferencia no es grande. Para Schopenhauer como para Buda, para Kapila, para todos los filósofos indios sin excepción, hay un principio de ser [230] indestructible. Schopenhauer llama la Voluntad lo que los filósofos indios llaman Brahma, el fondo misterioso de todo ser, la fuerza universal. Por virtud de este principio, nada de lo que ha sido puede dejar de ser. De ahí nacen dos consecuencias, el renacimiento indefinido del ser que ha dejado de vivir, menos la inteligencia y el recuerdo, que se extinguen con el sujeto cognoscente, y la reaparición de las cualidades buenas o malas, resultado de las costumbres contraídas en las existencias anteriores, lo cual constituye la vida anterior, el carácter innato de todo hombre que viene a este mundo. Sea la metempsicosis, sea la palingenesia admitida, el resultado es el mismo: el suicidio no es un remedio, es un calmante del mal; el que se mata es un loco, lega a su sucesor, que será él mismo, una voluntad violenta, llena de ilusiones de la vida, por las cuales se ha matado estúpidamente; no ha resuelto nada, todo queda en el mismo estado que antes. Lo que importa no es morir, sino vivir, extinguiendo gradualmente [231] en sí mismo la llama de la vida, persuadiendo con inflexible dulzura al principio del ser de que se quiere renunciar a la existencia; es el suicidio moral el que importa, lo demás no es nada.

Casi en los mismos términos proponía Cakya-Mouni, el antecesor filosófico de Schopenhauer, el problema de la redención. Lo que no dejaba de recomendar con su ejemplo y con sus teorías, era que no se suprimiese el accidente de la vida, necesario para procurarnos el tiempo y la materia de la meditación, sino que se destruya el deseo imperecedero que sostiene la existencia y la renueva bajo otras formas; elevarse a la conciencia plena y entera de la desgracia del ser y de la sinrazón de todo deseo, con el objeto de encontrar la fuerza necesaria pata morir, para entrar después de la muerte en la nada, para dejar de renacer a la vida. «La verdadera sabiduría consiste en comprender la nada de todas las cosas, en desear la nada, extinguirse, entrar en el nirvana.» La redención se [232] obtiene por la extinción completa. «Si la existencia hace la desgracia, la no existencia hace la felicidad»; todos estos términos son equivalentes. Cualesquiera que sean las diferentes opiniones que se hayan sostenido sobre la interpretación del nirvana, parece cierto que aquella es la verdadera interpretación, al menos en el pensamiento de Cakya-Mouni, antes de adaptarse y de descender al nivel de las creencias populares. La expresión más precisa de esta doctrina se encuentra en las Svabhavikas, traducidas por primera vez por M. Eugenio Burnouf: «Sunyata (el aniquilamiento) es un bien (podría decirse el mayor bien), a pesar de no ser nada; porque fuera de él está condenado el hombre a pasar eternamente a través de todas las formas de la naturaleza, condición a la cual es preferible la de la nada.» Parece establecido por la etimología de la palabra, que el alma humana, en el nirvana, no está absorbida, como dicen los brahmanes, a la manera de una gota de agua en el Océano, pero que al [233] llegar la perfección se extingue como una lámpara, según la expresión consagrada de los budistas en la célebre estancia que ha guardado la tradición de la muerte de Cakya-Mouni: «Con un espíritu que no desfallecía, ha sufrido la agonía de la muerte; como la extinción de una lámpara se ha verificado la redención de su inteligencia.» La redención es en este lugar la nada: ¿qué le queda a la llama cuando se ha extinguido?

La preparación al nirvana es el ascetismo, y es también la práctica de la simpatía universal por todo lo que vive. La individualidad no es más que una ilusión. «Tú eres esto, tú eres aquello, tú lo eres todo» –decía Buda–; de ahí sus consejos: «mucha mansedumbre, mucha compasión»; y después añadía: «muchísima indiferencia.» Mientras recomendaba la dulzura para con los demás seres, aconsejaba a todos que fuesen implacables consigo mismos. Las reglas de su enseñanza moral, resumidas en los diez mandamientos destinados a sus discípulos, son de un [234] rigor ejemplar; los preceptos impuestos a los religiosos y a las religiosas son de una austeridad terrible. Les estaba prescrito que sólo se vistiesen de harapos recogidos en los cementerios; no podían poseer nada, tenían que vivir de los residuos que les echaban en sus vasijas de madera; tenían que vivir en los bosques, sin más abrigo que las ramas de los árboles; podían extender su alfombra al pié del árbol que habían escogido para refugiarse, y sentarse sobre ella; pero no les estaba permitido echarse encima, ni siquiera para dormir. De vez en cuando tenían que pasar una noche en los cementerios para meditar allí sobre la vanidad de todas las cosas. El mismo Buda igualaba y dejaba atrás ese género de vida que imponía a sus discípulos. No debe verse en esto algo como el principio de la preparación a la vida eterna o como un medio de ganar el cielo: es el principio de supresión gradual de todo deseo, el aprendizaje de la nada.

En las cuatro verdades completa Buda su enseñanza dándonos las últimas [235] fórmulas de la redención y las operaciones psicológicas que la realizan. Podemos resumirlas con el ejemplo del mismo Buda, recogido por sus discípulos, y que nos presenta en actos la teoría que había enseñado. El sabio pasa del primer grado de la contemplación cuando ha llegado a conocer la naturaleza de todas las cosas, y que no tiene más deseo que el del nirvana; pero ahí existe aún un sentimiento de placer, el juicio y el raciocinio. En el segundo grado cesan el raciocinio y el juicio; en el tercer grado desaparece el sentimiento vago de satisfacción, que proviene de la perfección intelectual; en el cuarto grado se desvanece la conciencia confusa del ser: aquí se abren las puertas del nirvana. Ahora son otras esferas, donde la palabra y el pensamiento no pueden apenas adaptarse a lo ininteligible. Cuatro esferas se escalonan delante de Buda: la región de lo infinito en espacio, la región de lo infinito en inteligencia, después la tercera esfera, donde nada existe; por último, la cuarta, donde desaparece la [236] idea de la nada. El nirvana se ha realizado; la peregrinación ha sido ruda y larga: en esta última región está el vacío de toda forma y de todo ser, así como también de todo concepto: ni hay ideas ni ausencia de ideas. La ausencia sentida de las ideas sería una idea; aquí ya no hay nada, ni siquiera el sentimiento de la nada, que sería algo: es la nada absoluta.

De esta región ya no se vuelve a otra. El nirvana no abandona su presa. Tal es la vertiginosa altura a que se ha elevado la inteligencia contemplativa de ese asceta indio; esto es lo que ha imaginado para escapar al horror de la trasmigración, para romper el eterno círculo de las existencias en que el brahmanismo encerraba al alma miserable, condenada durante una eternidad a los duros trabajos de la vida; esto es lo que ha intentado su audacia para extirpar en el hombre la última raíz del ser. Que esta locura metafísica, esta embriaguez de la muerte, este objetivo apasionado del no ser; que todo esto haya sido inventado y propagado, por [237] una especie de contagio irresistible, entre razas soñadoras, en numerosas poblaciones aniquiladas por la servidumbre y por la miseria, y que encontraban en esta esperanza desesperada el único remedio al horror de revivir siempre para ser presa del hambre, de la sed, del trabajo implacable bajo un clima de fuego, todo puede concebirse en esos siglos de enervante misticismo y de absoluta ignorancia frente a una naturaleza hostil, cuyas fuerzas no se habían medido aún y cuyos resortes eran desconocidos. Podía creerse que se era dueño de la vida y de la muerte, que bastaba renunciar al ser para dejar de existir, y creían conjurar el eterno espectro de la existencia por una especie de magia inocente del alma, que suprimía gradualmente en sí todas las energías, destruyendo uno a uno todos los fenómenos. Pero en pleno siglo XIX, en la edad de la ciencia experimental; cuando los dominios de lo real, de lo posible y de lo imaginario están tan deslindados; cuando se ha conquistado ese criterio tardío, que no [238] sirve para saberlo todo, pero sí para distinguir lo que se sabe de lo que se ignora; que un hombre tan perspicaz, tan poco susceptible de engañarse y de ser engañado, tan sabio como Schopenhauer, quiera volver a la teoría del nirvana, pretenda destruir, no sólo la vida, sino el ser, que empiece de nuevo con la seriedad de un Buda esta obra irracional, la deificación de la nada, esto supera a toda creencia; y, sin embargo, lo hemos visto en nuestros días. Merece que se exponga a los ojos del público como uno de los fenómenos más sorprendentes de una edad y de una raza científicas.

En el fondo hay poca originalidad en «el concepto de la redención», tal como nos lo propone Schopenhauer. El budismo es, con una forma religiosa, la expresión anticipada de su filosofía y de su moral. Sólo en dos puntos podrían señalarse algunas diferencias, más, sin embargo, en la intención que en el hecho, entre las dos doctrinas del nirvana, la del asceta indio y la del filósofo de Francfort. Schopenhauer [239] procede, en su opinión al menos, de un modo lógico y filosófico. Mientras que el místico –dice (Buda sin duda)– empieza desde adentro, parte de su experiencia interna, individual, en la cual se reconoce como esencia eterna, universal, imponiendo todo lo que dice como si debiese ser creído bajo palabra, porque no le es posible probar nada, el filósofo, al contrario, parte de lo que es común a todos, del fenómeno objetivo, del hecho de conciencia, tal como se encuentra en cada cual. Su método es la reflexión sobre los hechos del mundo exterior; se vale de la intuición, tal como la encuentra en nuestra conciencia, y pretende que prueba sus asertos. El místico forma una teología, el filósofo completa una cosmología.

En otro punto pretende el filósofo alemán que difiere de Buda, porque aspira a la redención de la especie humana entera, de toda la naturaleza, mientras que el nirvana de los budistas es la recompensa y el privilegio de los sabios, de los que han abrazado la [240] moral de los diez mandamientos y el sistema de las cuatro verdades. Schopenhauer tiene la ambición de extender la mágica influencia de sus operaciones más allá del individuo, hasta la misma humanidad, más allá de la humanidad, al universo entero. En el hombre es donde más se eleva la voluntad, que considerada en sí misma, es un deseo ciego e inconsciente de vivir y que ha atravesado todos los grados de la naturaleza inorgánica, el reino vegetal y el reino animal, antes de llegar, en el cerebro humano, a la conciencia de sí misma. Este es el último término conocido de la ciencia de la voluntad: sólo en ese grado se propone la alternativa que ha de decidir de su suerte, su eterna desgracia o su reposo definitivo; la afirmación o la negación del deseo. No es natural suponer que la voluntad alcance más allá, y, además, no lo necesita, porque en ese grado se presenta la alternativa con perfecta claridad. De la decisión del hombre dependerá, pues, no sólo su porvenir, sino el porvenir del [241] universo. El hombre es el que realmente es el redentor de la naturaleza; es, a la vez, el sacerdote y la víctima.

En cuanto a los procedimientos de la redención, se parecen mucho a los que ya hemos visto en la obra de las operaciones psicológicas y fisiológicas de Çakya-Mouni, el despojo gradual de todas las formas y de todos los fenómenos de la individualidad, la renuncia metódica a sí mismo, el ejercicio de la penitencia y del sacrificio. Si la voluntad, en la terrible alternativa que se le presenta, ha escogido el negarse a sí misma, «entramos, como dicen los místicos, en el reino de la gracia: es el mundo verdaderamente moral en que empieza la virtud por la compasión y por la caridad; se completa por el ascetismo y se propone la perfecta redención».

La base de la moral que conduce a la redención es la simpatía, es la compasión, es la caridad. Parece que se está oyendo a un discípulo de Buda:

«El que ha reconocido una vez la identidad de todos los seres ya no [242] distingue entre su persona y los demás; goza de las alegrías ajenas como de las suyas propias; sufre con los dolores de sus semejantes; al contrario de lo que ocurre con el egoísta, que abriendo un abismo entre su persona y la de los demás, y considerando su individualidad como la única real, niega prácticamente la realidad de las demás... La compasión es ese hecho asombroso, por el cual vemos que se borra la línea de demarcación, y que el no yo se convierte en cierto modo en el yo... La misma justicia es un primer paso hacia la resignación: bajo su verdadera forma es un deber tan pesado, que el que quiere cumplirlo por completo debe sacrificarse a ella; es un medio de anularse y de anular el deseo de vivir.» De modo que las virtudes sólo son virtudes por ser medios directos o indirectos de renunciar a sí mismo; toda la moral comprendida en su verdadero sentido, es una abdicación metódica del sentido propio, una extinción racional de todas las formas del deseo, un sacrificio perseverante [243] de la voluntad que es el fondo del ser, una negación filosófica del mismo ser.

Esta teoría de las virtudes es esencialmente budista; Çakya-Mouni no vacilaría en reconocer en su autor a uno de sus adeptos preferidos, a uno de sus religiosos favoritos. Mas para nosotros, que hemos conocido íntimamente a Schopenhauer, gracias a las confidencias de sus entusiastas y de sus amigos, particularmente de Frauenstaedt y de Gwinner, no podemos evitar una sonrisa a la lectura de esas teorías; comparamos involuntariamente esa predicación de la gran mansedumbre con la violencia de sus odios, con la injusticia y con la sabia brutalidad de sus anatemas contra sus adversarios, especialmente contra los hegelianos y los profesores de universidad, a los cuales acusa de ser «unos criados que están de rodillas ante el poder, unos farsantes, mojigatos, hipócritas». Léanse todos sus sermones sobre la renuncia al sentido propio, sobre la humildad necesaria que es una forma del despojo de sí mismo, [244] sobre la dulzura universal y sobre la compasión hacia todo lo que vive, y compárense con ese rumor crónico que le anima contra el público ingrato, contra la estupidez humana, contra la «canalla soberana». Ese dulce asceta, que parece que rebosa simpatía universal, era el hombre más fogoso, un misántropo exasperado, un misionero rabioso. Frauenstaedt trata de distinguir, porque así conviene a sus propósitos, entre una misantropía desinteresada y una misantropía egoísta: la primera objetiva y moral, nacida del conocimiento de la maldad en general y del horror al vicio; la segunda subjetiva e inmoral, que se dirige directamente a los hombres. Todas estas distinciones son muy sutiles y no impiden que una moral tan desinteresada pierda su efecto en la boca de un hombre cuyo corazón está enamorado de sí mismo, embriagado por la exaltación de su sentido propio, lleno de desprecio para los demás.

La moral es la iniciación necesaria a la renuncia. Pero el procedimiento [245] más activo de esta negación del deseo de vivir, es el ascetismo, la mortificación regular de este deseo ciego por las prácticas que doman la carne bajo los golpes de la disciplina o por las más duras privaciones, extinguiendo la llama corruptora y malsana de la vida hasta que se extinga voluntariamente y por sí misma. Después de la moral viene el aprendizaje necesario de la redención, que es como el segundo grado del noviciado en la busca del nirvana: «Siendo el cuerpo la voluntad visible, negar el cuerpo es negar la voluntad.» En todos tiempos se ha presentado este ejemplo en el mundo, sin que el mundo haya comprendido su significación, sin que los mártires voluntarios hayan comprendido el valor y la belleza de esas sangrientas mutilaciones que los penitentes indios y los fakires ofrecen aun en el día a los ojos del mundo, o de esas prácticas rigurosas más difíciles porque no las sostiene la exaltación del espectáculo por las cuales los anacoretas del cristianismo y los santos probaban su [246] fuerza moral sobre el cuerpo herido y humillado.

Todo esto se comprende aunque no es muy práctico; pero menos lo es el procedimiento que recomienda Schopenhauer, y que llama la muerte por inanición. Ya sabemos que reconoce que el suicidio violento y directo es un acto inútil y absurdo, porque no asegura la negación de la Voluntad; pero admite que la muerte voluntaria por inanición es la forma más perfecta que puede adoptarse para realizar esta negación. Hartmann, familiarizado con el pensamiento de Schopenhauer, declara que no comprende bien lo que ha querido decir el Buda moderno. ¿Podrá uno renunciar a tomar alimento para matar el cuerpo? Esto sería un caso particular de suicidio, y el que se matase por hambre voluntaria demostraría, lo mismo que el que se mata con un puñal, que no está en estado de negar y de suprimir directamente en sí el deseo que le sujeta a la vida. Puede que haya querido decir Schopenhauer que por un esfuerzo de la voluntad [247] puede producirse momentáneamente la suspensión de todas las funciones que dependen de esa voluntad, bajo forma inconsciente, como las pulsaciones del corazón, la respiración, la digestión, todos los actos fisiológicos y los movimientos reflejos que constituyen y garantizan nuestra vida orgánica, y que entonces el cuerpo se descompondría como un cadáver. Pero esto es materialmente imposible, y es pura quimera el creer que podrá destruirse así.

¡Cuánto más claro, más eficaz, más directo es el procedimiento del ascetismo, que consiste en la obligación de mantenerse en una pureza voluntaria y absoluta! A ese ascetismo invita Schopenhauer a la humanidad en términos seductores, incisivos, que no admiten réplica ni aplazamiento. Nos invita a una extinción en masa de la humanidad futura por una resolución unánime y gloriosa, por una especie de suicidio genérico y colectivo que no sólo niega la forma y la voluntad individualizadas en el cuerpo, sino el [248] principio de la voluntad en la especie, agotando de una vez la fuente de la vida y el flujo de las generaciones. Schopenhauer despliega sobre este punto una elocuencia y una abundancia maravillosas de argumentos y de exhortaciones, bien sea que sintiese instintivamente que en ello encontrara la mayor resistencia y una indocilidad invencible, aun en los sectarios más fieles.

Bajo este punto de vista de la castidad obligatoria, juzga los sistemas religiosos, según los encuentra más o menos propicios a la próxima supresión de la humanidad. Exceptuando las religiones optimistas como el helenismo y el islamismo, todas las demás han recomendado, según Schopenhauer, esta forma excelente y superior del ascetismo. «En este sentido, no tiene el cristianismo más rival que el budhismo, y entre las comuniones cristianas el catolicismo, a pesar de sus tendencias supersticiosas, tiene el mérito de mantener rigurosamente el celibato de los sacerdotes y de los monjes. [249] Los protestantes, al suprimirlo, han destruido la esencia misma del cristianismo para llegar a un racionalismo, religión muy buena para los pastores pero que no tiene ya nada de cristiana. Ha sido un mérito del cristianismo primitivo el haber tenido la clara intuición de la legación del deseo de vivir, aunque haya dado erradas razones en apoyo de una tesis excelente.» Y aquí emprende Schopenhauer con profunda erudición un examen de los Padres de la Iglesia. Cita autoridades de todas las categorías, ilustres y oscuras al lado de San Agustín y de Tertuliano, recuerda el evangelio de los egipcios: «El Salvador ha dicho: Yo he venido para destruir las obras de la mujer; de la mujer, es decir, de la pasión; sus obras, es decir, la generación y la muerte.» Se apropia los textos, los comenta con pasión, goza como si viese en ellos la fórmula de la salvación.

Esto es, sin embargo, lo más claro de su teoría: la supresión del comercio sexual; el resto no es más que palabras [250] y pura quimera. Suprimir la vida directamente, destruir su principio y su fuente, no en las categorías especiales de los monjes, de los sacerdotes o de los célibes laicos, sino en la humanidad entera, por un acuerdo espontáneo de todas las inteligencias, de todas las voluntades; concertar este acto grandioso de abstención voluntaria que burlará todos los ardides del genio de la especie; convertir de un solo golpe en la nada todos los siglos futuros y todas las generaciones que suscitamos, sin consultarlas, a la vida, al sufrimiento; detener la historia en la hora actual del globo y no dejar herederos de nuestras miserias, poder, en fin, decir como el poeta:

«Ya no hay hombres bajo el cielo, somos los últimos.»

¡Qué sueño más hermoso, que la determinación de los hombres podría convertir en realidad! ¿Qué hombre no se obligaría con entusiasmo y sin vacilar a este programa, a celebrar ese sabbat universal de la redención, cuando la [251] razón esté más esclarecida y haya llegado el reino de Schopenhauer sobre la tierra? A esta decisión del hombre se añadirá, por efecto de la solidaridad de todos los seres, la redención de la naturaleza entera. «Yo creo poder admitir –exclama Schopenhauer– que todas las manifestaciones fenomenales de la Voluntad se sostienen entre sí, que la desaparición de la humanidad, que es la manifestación más alta de la Voluntad, arrastraría la del animal, que no es más que un reflejo debilitado de la humanidad, y también la de los demás reinos de la naturaleza que representan los grados inferiores de la Voluntad. De este modo se desvanece el fenómeno del sueño ante la brillante claridad del día.»

Tal es la apocalipsis. Esperando el fin del mundo y con intención de prepararle, dicen que hay en Alemania, y particularmente en Berlín, una especie de secta schopenhauerista que trabaja activamente en la propaganda de estas ideas y que se reconoce por ciertos ritos, por determinadas [252] fórmulas, como una francmasonería consagrada por juramentos y por prácticas secretas a la destrucción del amor, de sus ilusiones y de sus obras. Se nos asegura que esta secta publica folletos misteriosos, llenos de informes y de instrucciones del mayor interés bajo el punto de vista de la patología moral, pero de un efecto muy cómico sobre los lectores que no están iniciados. El apostolado de algunos prosélitos llega a un grado tal, que no puede la pluma describirle. Cuando la teoría de una castidad de este género, completamente negativa, se produce en espíritus y en corazones que no son castos, en vista de fines quiméricos como la destrucción del mundo, conduce en la práctica a un sistema de compensaciones que no son otra cosa sino desarreglos horribles. Nada se gana con querer detener la naturaleza que desea vivir, que debe vivir y que se rebela contra esos frenos imaginarios. Pervierte las imaginaciones, causa la depravación de los sentidos, y esa es su venganza.

<<

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX · 1 2 3 4 5 6 7 8 9

>>

filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2006 filosofia.org
Erasmo María Caro El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1892], páginas 218-252