El pesimismo en el siglo XIX (1892) 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX
 
Capítulo V

Los argumentos de Hartmann contra la vida humana.
El balance de los bienes y de los males

Hartmann se dedica con gran habilidad a resolver este problema propuesto por Schopenhauer: «Dados el total de bienes y el de males que existen en el mundo, establecer la balanza.» Hace un extenso análisis de las condiciones y de los estados de la vida, con relación al placer y al dolor; esto es objeto de un capítulo importante y largo titulado La sinrazón del deseo de vivir y la desgracia de la existencia. Daremos de él una idea.

Ya sabemos que hay tres formas posibles de la ilusión humana sobre la felicidad: o la concibe el hombre como un bien que puede alcanzarse en el presente estado del mundo, realizable [164] sobre la tierra bajo determinadas condiciones, para el actual individuo; o como un bien realizable para el individuo en una vida transcendental después de la muerte; o, por último, como un bien realizable por el progreso del porvenir de la humanidad, como el fin del proceso del mundo. Hartmann se fija principalmente en la primera forma de ilusión, tratando de demostrar que la imaginación del hombre es víctima de una mistificación enorme en el aprecio que hace de los bienes de la vida actual. Añade que esa ilusión es la más tenaz y la más arraigada, y es la que se propone combatir con toda la fuerza del análisis y de la dialéctica. Porque es un hecho incontestable que el hombre, aun el desgraciado, ama la vida, que no sólo la aprecia en un porvenir vago y en un orden transcendental, sino en sus condiciones actuales, tan miserables y tan precarias como son. Sobre ese misterioso instinto dará, pues, el pesimismo su golpe decisivo; hay que demostrar a toda costa la locura del deseo de vivir.

Es inútil acudir la autoridad de los [165] filósofos antiguos o modernos, Platón o Kant, Schelling o Hegel. No inspiran confianza esas opiniones de espíritus superiores, porque están casi siempre impregnadas de esa tristeza peculiar al genio. La humanidad debe ser apreciada con su propia medida y no con la del genio.

Además, el mundo no puede en su conjunto ser juzgado con suficiente exactitud, más que ciñendo el juicio al término medio de las existencias que le componen.

Aquí se produce un hecho curioso que parece contener una contradicción si no se resuelve con un análisis más profundo. Pregúntese a todos los seres; todos preferirán su vida a la nada, pero preferirán la nada a una vida inferior a la suya. Si se pregunta a un europeo, a un hotentote y a un orangután qué prefiere, la nada o una vida nueva en el cuerpo de un hipopótamo o de un cangrejo, todos contestarán que prefieren la nada; pero no dudarán en preferir su propia vida a la nada, y el hipopótamo y el cangrejo a su vez [166] contestarán lo mismo. ¿De dónde proviene esta diferencia en el juicio comparativo que hace cada ser sobre su propia vida y sobre los grados inferiores de la vida de los demás seres? Proviene de que cada ser interrogado, en el momento de contestar, se coloca con su inteligencia en el lugar o en el cuerpo del ser inferior. Es natural que le parezca insoportable la existencia de ese ser, y lo sería efectivamente en otras condiciones, con un grado de inteligencia más desarrollado. Pero se olvida al pensar de esa manera, que si se viviese bajo una forma inferior de existencia, no se tendría para juzgarla más que la inteligencia del mismo grado. La diferencia entre el juicio que hace el cangrejo de su propia condición y el que hago yo sobre la vida del cangrejo, procede únicamente de que el cangrejo tiene ilusiones groseras de las que yo no participo, y de que esas ilusiones le dan un exceso de felicidad imaginaria, del todo subjetiva, que le hace preferir su vida a la nada. No piensa mal el cangrejo; evidentemente tiene razón; el [167] precio de la existencia no puede medirse para cada ser más que con su propia medida; y en ese sentido vale para él tanto la ilusión como la verdad.

Sáquese la moralidad de esta ingeniosa apología; está saltando a la vista. A cada forma de ser corresponde una cantidad de ilusiones proporcionada a la elevación y a la perfección relativa de esa forma. La inteligencia del ser superior puede juzgar la vida inferior porque está colocada por encima de ella y fuera de las condiciones que le son propias; pero no puede juzgar la suya. Puede disipar la atmósfera de ilusiones que envuelve al ser inferior, y no puede sustraerse a las condiciones de ilusión que le pertenecen a ella; sólo lo consigue con gran trabajo, a fuerza de dolorosas meditaciones y en circunstancias excepcionales, como ocurre con el genio. En este rasgo se ve la acción misteriosa y constante del Inconsciente. Él es el verdadero autor de todos estos juicios falsos que se han formado sobre la vida; él que ha creado los seres con determinados instintos y con [168] determinada sensibilidad, debe obrar también por esos instintos y por esa sensibilidad sobre el pensamiento consciente y determinarlo en el sentido de su deseo de vivir. Él es el que queriendo la vida, y para conseguir determinados fines, tal o cual vida particular, mantiene en los seres vivientes todas las ilusiones capaces de hacer que encuentren soportable la vida, y hasta de que les guste y entusiasme el trabajo.

Por eso cada ser, al absorber su propia vida, condena la vida inferior a la suya: incapaz de juzgar la propia, juzga la vida del ser inferior tal como es y sin hacerse ninguna ilusión. Al subir la escala de los seres, de los inferiores a los superiores y de éstos a los seres posibles que pueden suponerse superiores a los seres reales que conocemos, una inteligencia total y absoluta condenaría la vida entera como nuestra inteligencia relativa condena la vida parcial. Lo que con seguridad haría una inteligencia absoluta, podemos hacerlo nosotros en cierta medida. Podemos, hasta cierto punto, [169] desembarazarnos de la ilusión por medio de la ciencia; el genio ya se ha librado de ella y ese es el secreto de su melancolía incurable. Hay otra consecuencia de gran alcance: si el desarrollo de la inteligencia lleva al hombre a convencerse de la sinrazón del deseo de vivir, el desarrollo progresivo de la inteligencia en el mundo llevará infaliblemente a todos los hombres a reconocer la absoluta vanidad de todas las cosas por la ruina insensible de todas las ilusiones. La humanidad llegará a elevarse en su término medio a un grado de inteligencia y de ciencia que sólo alcanza en la actualidad un pequeño número de individuos. El mundo será, pues, tanto más desgraciado cuanto mayor sea el grado de inteligencia a que llegue al envejecer. Lo más razonable sería detener el desarrollo del mundo, y lo mejor hubiera sido aniquilarle en el momento de su aparición; y aun hubiera sido mejor que el deseo vago del ser no hubiese jamás turbado el reposo eterno de lo posible.

De estas consideraciones [170] preliminares que tienen gran importancia en el pensamiento de Hartmann, pasaremos al examen comparado de los bienes y de los males de la vida.

Hemos visto que Hartmann se separa de Schopenhauer en la cuestión del carácter puramente negativo del placer, opuesto al carácter positivo del dolor. Concede a su maestro que el placer es con frecuencia un fenómeno indirecto y negativo, la cesación o la diminución del dolor, pero pretende que no es eso solo el placer, que es otra cosa, que algunas veces es positivo (aunque fundado en la ilusión), como el amor, o es real, como el arte y la ciencia. Pero hay que saber a qué precio se compran esos bienes, y aunque tuvieran alguna realidad, sería preciso saber si podían compensar los males. Aunque se separa en este punto esencial de la opinión de Schopenhauer, en la práctica y en la aplicación llega Hartmann a consecuencias que no son sensiblemente diferentes de las de su maestro sobre el papel predominante del dolor. Puede reducirse todo este razonamiento a algunos [171] argumentos principales, separándolos de las múltiple digresiones y de las discusiones que los acompañan:

1.º El filósofo no puede en realidad llamar placeres sino a los que provienen de una satisfacción inmediata y directa de la voluntad, y no a los que provienen de la cesación de un sufrimiento o de la desaparición de un dolor.

2.º La naturaleza de la vida orgánica, especialmente de las funciones nerviosas en que descansa la conciencia, conduce al necesario resultado de que el placer debe tener un término, como el dolor. La excitación, el cansancio de los nervios hacen nacer esa extraña necesidad de la cesación del placer. Un goce demasiado prolongado se convierte en un suplicio intolerable. ¿Pero se convierte en placer un dolor que no cesa? No, nos exalta y nos irrita contra la suerte que nos le ha deparado, y es menor que ese enfado el agradecimiento a la suerte que nos ha librado de él. La estos dos casos contrarios hay, pues, un exceso de mal sobre el bien. [172]

3.º Numerosas circunstancias fisiológicas y de otro genero interceptan o disminuyen la conciencia del placer, mientras que la pena despierta inevitablemente la sensación o el sentimiento correspondiente.

4.º La satisfacción dada a la voluntad es muy corta; la conciencia del placer apenas dura un momento, mientras que el disgusto que sufre la voluntad dura tanto como el acto de la voluntad; y puesto que no hay apenas momento en que no obre la voluntad realmente, puede decirse que la contrariedad es eterna y que sólo se interrumpe por rápidas y falsas alegrías que debemos a la esperanza.

5.º Por último, y este es un punto capital, no es cierto que el placer sea una compensación suficiente del dolor, y con este propósito expone Hartmann el problema bajo la siguiente forma matemática: ¿Qué coeficiente o exponente debe fijarse a un grado de placer para que sea equivalente a un grado de dolor? De seguro no es igual ese coeficiente a la unidad. Probablemente se [173] necesitan muchas unidades de placer para hacer la exacta compensación de una unidad de dolor. así pensaba Petrarca: Mille piacere non vagliono un tormento. Schopenhauer, al comentar esta melancólica frase, deduce que un mundo en que es tan general el dolor, cualquiera que sea la cantidad de placer que nos ofrezca, vale menos que la nada. Hartmann, a su vez, desarrolla de un modo ingenioso la teoría de los coeficientes, propios para disminuir siempre el placer y para dejar el dolor en toda su fuerza, aumentándolo a veces en proporción considerable. Si me dan a escoger entre no oír nada o escuchar durante cinco minutos estridentes y desafinados acordes, y después una música hermosa también durante el mismo tiempo; si tengo que elegir entre no oler y oler primero un objeto infecto y después un perfume; si puedo escoger entre no gustar o gustar un manjar repugnante y después una comida sabrosa, prefiero no oír, no oler, no gustar nada, aunque las sensaciones contrarias que deban sucederse sean del [174] todo iguales. Es verdad que Hartmann confiesa de buena fe que es muy difícil demostrar esa igualdad. Pero aunque no se pueda, en el estado actual de la ciencia, determinar matemáticamente esa igualdad, no puede dudarse que el placer debe ser sensiblemente superior en vivacidad al dolor de la misma especie, para que se equilibren los dos en la conciencia. Si este hecho es exacto, resulta un argumento terrible en favor del predominio del mal en el mundo. Admitiendo que las sumas del placer y del dolor fuesen iguales, su combinación en el seno del individuo daría un estado inferior al de la pura indiferencia: habría un excedente considerable de mal sobre el bien. El mundo parece una lotería: los dolores representan la postura del jugador, los placeres representan su ganancia; pero el jugador no recoge sus premios sino con un descuento correspondiente a la diferencia que existe entre los coeficientes del placer y los del dolor. Suponiendo, pues, una suerte igual, le resultará un déficit al jugador al fin del día; [175] porque el banquero que maneja las cartas le paga en moneda de título inferior, y en el caso de que el jugador gane tantas veces como pierda, habrá jugado un juego de desventaja, habrá perdido. Es verdad que no tenía libertad para negarse a jugar; como decía Pascal, eso no es voluntario, le han embarcado a su pesar.

Estas leyes, sacadas de la constitución de la sensibilidad, prejuzgan la cuestión y la resuelven antes del examen detallado de los supuestos bienes de la vida. Sigamos, sin embargo, a Hartmann en el análisis que va a hacer de ellos, y veamos los principales resultados.

Empieza por establecer que hay un estado de indiferencia que podría representarse por el cero del termómetro. Todo fenómeno, para ser apreciado y sentido, debe elevarse por encima o descender por debajo de ese nivel, que es el de la perfecta insensibilidad. Este estado de insensibilidad absoluta, es la nada en la vida. El que coloca en este estado la felicidad decide la cuestión, [176] prefiere la nada. Los que prefieren la vida, la agitación, el movimiento, la variedad de las sensaciones, y esto es lo más frecuente, son aquellos en quienes el termómetro marca un grado superior o inferior a cero.

Hay, en primer lugar, estados de sensibilidad que se aprecian como los mayores bienes de la vida: la salud, la juventud, el bienestar, la libertad de acción. Hartmann demuestra que esos estados no procuran por sí mismos ningún placer positivo, excepto el momento en que suceden a los estados dolorosos opuestos. Mientras nada turbe su curso, sólo producen el estado de pura indiferencia. En este estado no existe sensación; pero todo lo que baja de este nivel produce amargo dolor, como ocurre con la enfermedad, la vejez, la pobreza y la dependencia. No se siente un miembro más que cuando está enfermo; hay que estar nervioso para apercibirse de que se tienen nervios, hay que tener mala la vista para recordar que se tienen ojos. Lo mismo ocurre con la juventud: es la única [177] edad de la vida en que se reúnen la perfecta salud, y el libre ejercicio del espíritu y del cuerpo. En cuanto desaparece, llegan el cansancio, las molestias de todo género, y la capacidad de gozar disminuye sensiblemente. De donde resulta que la juventud, como el resto de los bienes negativos, sólo es una aptitud, una condición propicia, la capacidad de gozar, la posibilidad y no la posesión del placer. El bienestar sólo se siente por su ausencia; la certidumbre de estar al abrigo de la necesidad y de las privaciones, es la condición sine qua non de la vida indiferente, que aún espera las condiciones que han de enriquecerla. Una vida saturada de bienestar es un tormento, si ninguna otra sensación llena el vacío: ese tormento se traduce por el tedio que puede llegar a ser insoportable en medio del mayor bienestar. El trabajo es un gran recurso; pero es en sí una pena, y se decide uno por él como por el menor de dos males bien para escapar a males positivos, la necesidad, la ambición, el fastidio, o en vista de bienes [178] positivos superiores que puede procurar, como por ejemplo, la satisfacción de hacer la vida más agradable a sí mismo o a las personas queridas, o bien para producir obras meritorias. Todos estos supuestos bienes, como la libertad de acción, la paz del alma, no valen más que porque nos libran de un dolor; ¿y qué es esto sino un estado de pura indiferencia? No lo conseguimos, sin embargo, más que parcialmente, por poco tiempo y por casualidad. La vida vale, pues, menos que el no ser, que es la indiferencia absoluta e inmutable.

Examinemos ahora los dos grandes impulsores de toda actividad: «Mientras la filosofía no gobierne la máquina del mundo –dice Schiller– eran el hambre y el amor los principales motores que aseguren el movimiento.» Veamos, pues, cuáles son las satisfacciones que consiguen. Los sufrimientos del hambre son infinitos; ella reina de un modo absoluto sobre gran parte de la tierra, produce con frecuencia la muerte, y en todas partes la pobreza física e intelectual de la raza, la mortalidad de los [179] niños, las enfermedades especiales que reconocen por causa el hambre de un individuo o de una familia. Compárese con tanto sufrimiento la satisfacción de un individuo que acalla su hambre. ¿Puede compararse con el dolor del que no la satisface? Los placeres de este género no elevan la sensibilidad animal sobre el estado de pura indiferencia. Recordemos la terrible frase de Schopenhauer: «Para averiguar si en el mundo es superior el placer al dolor, o al menos si se equilibran, basta comparar la sensación de la fiera que devora a su semejante con las sensaciones de la fiera devorada.»

Después del hambre viene el instinto sexual que no puede confundirse con el amor, pero que contiene, sin embargo, según asegura Hartmann, «todo el placer real que hay en el amor, no siendo más que pura fantasía lo que no se refiere a la materialidad del acto». Hay en él, efectivamente, algo real, pero es una sensación ciega y fugitiva, aun en los animales superiores. En casi todo el reino animal, no se refiere este [180] instinto a ningún individuo; tiene un carácter puramente genérico. En los vertebrados hay un goce físico, capaz de interesar el egoísmo del individuo, pero en las especies inferiores es extraño el placer a la reproducción, y depende el acto de impulsiones irresistibles, que no carecen de fin, pero sí de intención. El fin está en la naturaleza y es extraño al animal. Al ver las maneras diferentes e indirectas con que se lleva a cabo este acto, es fácil concluir que el goce es vago, casi insignificante. En las especies superiores es otra cosa; se libran sangrientas batallas entre los machos, que hacen pagar muy caro este placer fugaz. La continencia forzada de la mayor parte de los machos que forman el rebaño del macho vencedor, los sufrimientos y la rabia de los vencidos, forman sumadas una cantidad mayor que los placeres amorosos del macho favorecido por la suerte. En la especie humana, sobre todo en las razas civilizadas, son mayores para la mujer los dolores de la maternidad que los placeres correspondientes. Tenemos en esto un [181] ejemplo elocuente de las ilusiones que el instinto impone al juicio. Recuérdese esa mujer que después de haber sufrido varias operaciones cesáreas, no se decidía a renunciar al placer del amor. Esta es una gran prueba del poder del inconsciente. En cuanto al hombre, sólo entre los veinticinco y los treinta años está en estado de fundar una familia. ¿Cómo puede pasar –dice Kant en su Antropología– tanto tiempo en esa continencia contra natura? Casi siempre en el vicio, y esos vicios destruyen la idea de la belleza, corrompen la delicadeza del espíritu y producen a la larga el peor de los males: la inmoralidad.

El amor es una creación del hombre; lo deriva del hecho de que la unión de los sexos está subordinada al capricho por tal o cual persona, y a que la imaginación, cuyo poder es infinito, promete con la posesión de ese objeto una felicidad ilimitada. ¡Qué contraste en la realidad! Supóngase una muchacha pobre, costurera o criada, que apenas gana para vivir. Sucumbe una [182] noche al poder irresistible de lo que supone que es amor, y que en el fondo no es más que el ardid del Inconsciente que quiere la vida. Ya es madre; ¡cuántos sufrimientos y que pocos goces! Después del parto, está sola con ese hijo que no deseaba. Sólo puede elegir entre matarle o decidirse a trabajar para los dos, cuando apenas podía sostenerse ella misma, o lanzarse al vicio para asegurar su juventud los fáciles recursos que le procuraran una vejez ignominiosa y una miseria horrible. «¡Todo eso por un poco de amor!» Otro hecho y en un orden diferente: el amor que tiene por fin la familia. Este cae de lleno, bajo el golpe de Schopenhauer, de la terrible sentencia que ya conocemos, a saber: que el acto de la generación sería imposible si no fuese resultado de las excitaciones del instinto o el irresistible efecto de una especie de embriaguez momentánea que crea la lujuria. Cometido con sangre fría, resulta un crimen contra la nueva generación a que da vida. Semejante responsabilidad es capaz de hacer retroceder [183] a todos los que no hayan perdido la razón.

Después de tanto como se ha censurado el amor en todas las lenguas y en todas las literaturas; después de las invectivas satíricas de Schopenhauer, era difícil ser original. Hartmann ha conseguido, sin embargo, agrupar en un cuadro siniestro todas las miserias y todas las decepciones del corazón. No cae ningún rayo de luz celeste sobre ese cuadro sombrío. Todo es duro y cínico. ¡El amor ilegítimo es contrario a la sociedad, a la opinión y a las leyes, y entonces son grandes los peligros y los sufrimientos, sin contar el vicio y la degradación; en cambio el amor legítimo dura tan poco!... En la mayor parte de los casos, se elevan entre los dos amantes obstáculos invencibles, de donde nace la desesperación irremediable; y en los casos favorables que son muy escasos, ¡qué ilusoria es la felicidad! Aquí es, sin embargo, donde el deseo de vivir resiste más y se venga con mayor crueldad cuando se le contraría, de suerte que se ve uno colocado entre [184] dos males extremos, teniendo que elegir uno de los dos. Compárense además los sufrimientos del amor engañado con las alegrías del amor satisfecho. ¡Cuánto más grandes son aquéllos que estas en intensidad y en duración! Casi siempre ocurre que uno de los amantes quiere más que el otro. El que quiere menos se aleja el primero, y el otro, al sentirse abandonado, muere de dolor y de pena por esa traición. El sufrimiento de la mujer es incalculable, porque es la víctima predestinada de los engaños del Inconsciente, y se sacrifica más completa y más profundamente que el hombre al objeto amado.

El amor que se llama feliz, ¿lo es realmente? Aun aquí descansa la felicidad sobre una serie de ilusiones. Buena prueba de ello es que la alegría de la posesión está en proporción directa de los obstáculos vencidos; por lo cual no es la posesión en sí misma la que causa esa alegría, sino la dificultad de vencer los obstáculos exteriores. Y cuando se han vencido esas dificultades, ¿puede compararse el placer con las penas que [185] se han sentido? La idea en que descansa esa alegría es en sí también una última ilusión; la satisfacción sería la misma si pudiese sustituirse, durante la noche o de otro modo cualquiera, la persona que el amante cree poseer por otra persona con la cual se avergonzaría de unirse{6}. Pero la mejor prueba de que es uno juguete de una ilusión al esperar del amor una felicidad infinita, es la rapidez con que se desvanece esa alegría. Cuando se recuerda el animal humano pintado por Lucrecio con tan enérgicos rasgos, se le ve triste después de ese relámpago de alegría. Esa decepción que sigue tan de cerca al entusiasmo, se agranda más cada día y acaba por llenarlo todo. La desilusión se hace gradualmente en la conciencia; se revela por dos juicios consecutivos, el [186] uno sobre la cosa en sí reducida a la nada, el otro sobre la persona amada. Cuando la posesión asegurada le devuelve claridad de juicio, no ve ya el amante en el objeto ideal que ha creado su deseo, más que un miserable ser humano, con sus vicios, con sus debilidades y con todos sus defectos. Entonces comprende que su sueño ha sido el sueño de un tonto, pero su amor propio le hace hipócrita. No quiere ser engañado de un modo tan horrible; trata de ocultar su decepción al mundo; querría ocultársela a la persona amada, ante la cual se sonroja de las insensatas palabras de cariño que le ha dirigido; procura engañarse a sí mismo y esto agrava su dolor. Comprende que mienten sus ilusiones, y padece por haber amado, por no seguir amando y por no atreverse a confesárselo a sí mismo ni a comunicarlo a los demás.

Después de verificada esta prueba dolorosa, está advertido para no empezar de nuevo. Por eso sólo el primero es verdadero amor; el segundo y los siguientes están contrariados por [187] el recuerdo de la primera experiencia. Por eso dice Goethe en Verdad y poesía, refiriéndose a Werther: «Nada contribuye más al hastío de la vida que un segundo amor. El carácter de eterno y de infinito que eleva el amor por encima de todo se ha desvanecido; el amor parece efímero como todo lo que concluye.» Y a pesar de todos los argumentos que le hace la razón, no se deja destruir el instinto; sus reclamaciones son tan enérgicas, que sólo nos queda la elección entre dos males. Como decía Anacreonte: «es difícil no amar; pero es igualmente difícil amar.» Queda un tercer partido que tomar, el de Orígenes, no en el sentido en que lo tomaba Orígenes, o sea en nombre de un bien superior al cual quería dedicarse sin reservas, sino como hombre convencido de que bajo el punto de vista del egoísmo vale más desarraigar en sí físicamente la necesidad que sufrir por ella de dos maneras, cediendo a ella y resistiéndola. Digna conclusión de esta filosofía, que produce lógicamente los eunucos. [188]

El casamiento está juzgado por una frase que Hartmann toma de Lessing: «No hay más que una mujer mala en el mundo; pero desgraciadamente es ésta para cada cual la mujer propia.» Lo que solo era una genialidad más o menos ingeniosa en Lessing se convierte en un argumento enfático y pedante en Hartmann.

Los sentimientos de la familia, el amor a los hijos, la amistad, la compasión, todo lo trata con la misma desenvoltura, todo cae bajo el golpe del mismo dogmatismo, ligero y duro a la vez. El sentimiento del honor, el aprecio público, la ambición, la mansión de la gloria, dependen de la opinión de los demás y no tienen, por consiguiente, más fundamento que nuestra imaginación; mis penas y mis alegrías sólo existen en mi cerebro, no en el cerebro de los demás. La opinión de mis semejantes sobre mí no tiene más que un valor imaginario y convencional; no tiene valor efectivo alguno sobre mí. ¿Serán, quizá, exceptuadas de este análisis las opiniones religiosas? De ningún [189] modo; no habría razón para que tuviesen ese privilegio. Esa exaltación del ser relativo que pretende sentir al ser absoluto, que le persigue en el infinito vacío de un cielo imaginario como el objeto de una sensación y de un goce, toda esa falsa felicidad, irrealizable en sí se corrompe en su misma ilusión por los profundos dolores, por el espanto del alma piadosa asustada de su iniquidad, por su miedo al juicio de la otra vida, por sus lamentaciones sobre los pecados que su imaginación ha creado a su capricho. El devoto se engaña a sí mismo; es a la vez la víctima y el verdugo: Hartmann lo asegura; hay que darle crédito. Todo tiene el mismo valor en este análisis, superficial y autoritario.

Acabamos de examinar dos especies de bienes, los unos que sólo son estados negativos, condiciones de un estado de indiferencia, como la salud; los otros, que son formas de placer subjetivamente real, fundadas en un excedente de felicidad inútilmente esperado y por consiguiente ilusorio, como el amor. [190] Hay, finalmente, otra categoría, la de los placeres objetivamente reales, producidos por el arte y por la ciencia. «Estas –exclama Hartmann– son los oasis del gran desierto.» ¡Y aún hay que reducir tanto de estas alegrías! Si separamos de estos placeres que se fundan en la contemplación estética y en el conocimiento científico lo que sólo es apariencia, afectación o cálculo positivo, todo lo que obedece a razones extrañas al arte o a la ciencia, se desvanecerá casi por completo esta última forma y este supremo recurso de la humana felicidad. En cuanto a los verdaderos goces que permanecerán inscritos en el imperceptible haber de la humanidad, ¡cuestan tanto dolor! Han sido comprados con el sufrimiento, con el estudio, con el trabajo, con la necesidad de aprender la parte mecánica de cada manifestación del arte o de ser siempre iniciado en la ciencia anterior. No hay más que un momento feliz, el del descubrimiento o de la concepción; pero casi enseguida suceden a ese delicioso instante las largas horas de la [191] ejecución mecánica y técnica de la obra. Después vienen las decepciones, las luchas contra la envidia, los fracasos ante el público. Añádase a esto la organización nerviosa de los artistas y de los sabios, más viva, más impresionable al choque menor que la de los demás hombres, y se verá que los goces privilegiados de una minoría reducida se expían por una capacidad para el dolor infinitamente más grande. En esto, como en todo lo demás, se concluye que el sentimiento guarda exacta proporción con el desarrollo de la conciencia. La felicidad sólo existe en el mundo mineral: ese es el estado inmóvil y fijo, el cero puro de la sensibilidad, por encima del cual nos agitamos inútilmente.

Los supuestos bienes de la vida humana pueden clasificarse del siguiente modo: l.º Los que corresponden al estado de pura indiferencia y sólo representan la ausencia de determinadas especies de dolor, como la salud, la juventud, el bienestar. 2.º Los que no sirven más que para realizar fines [192] extraños y que son ilusorios desde el momento en que se les toma por fines verdaderos, como el deseo de la fortuna y del poder o el sentimiento del honor. 3.º Los que por término medio causan más sufrimiento que placer, como el hambre, el amor físico. 4.º Los que se fundan en ilusiones que el progreso de la ciencia debe disipar, como el amor sentimental, la piedad, la esperanza. 5.º Los que están claramente reconocidos como males y que se aceptan para evitar otros mayores, como el trabajo, el matrimonio. Y 6.º Los que procuran más placer que pena, pero cuyo placer está más o menos ligado al dolor y comprado por él, y que sólo puede repartirse entre un número reducido de individuos, como el arte y la ciencia.

Tal es el balance de la vida, trazado por una mano que no ha temblado de emoción un solo instante. Yo he tratado de exponer con fidelidad esta dialéctica que palpa las raíces del corazón humano para romperlas y secarlas. He seguido hasta el final este teorema que se desarrolla con una rigidez inflexible [193] a través de todo lo más profundo y más íntimo de las razones que tiene el hombre para vivir, y que no deja penetrar por el espeso tejido de su lógica, ni una emoción, ni un grito, ni un acento que denuncie la compasión y el arrepentimiento. Sólo hay un sentimiento, el del afán calculado y frío de destruir la vida y de conducirla, quitándole todas las ilusiones, a la nada. No perdemos el tiempo al refutar este análisis, la mostrar que en todo hay exceso o defecto en este cuadro. Sabemos que la atracción de la actividad resistirá siempre victoriosamente a la fascinación de la muerte; nos parece inútil demostrar que hay muchísimo mal en el mundo, pero que el peor de los males es la maldición del ser, es la abdicación de la vida.

No examinaremos, pues, los elementos arbitrarios y la fantasía que se hacen entrar en esta balanza de la vida humana. Pero quisiéramos marcar la distinción de estas dos cuestiones diferentes, que el pesimismo siempre confunde: la del valor de la existencia para [194] cada uno de nosotros y la del valor de la existencia considerada en sí, el valor relativo y el valor absoluto de la vida. La primera cuestión no es susceptible de una contestación general, y todas las consideraciones destinadas a convencernos de que debemos ser desgraciados, son trabajo y tiempo perdidos. No hay medida común ni entre los bienes comparados los unos con los otros, ni entre los males comparados entre sí, ni entre los bienes y los males: no es posible compararlos ni en el sujeto, ni en el objeto, ni en el acto que los constituye. Aquí es quimérico todo ensayo de análisis cuantitativo; la calidad de los bienes y de los males es el único punto de vista de una comparación factible; y la calidad no se puede reducir a números. No hay, pues, método preciso de determinación, no hay tarifa posible, ni signo matemático o de fórmula que expresen el valor del placer y de la pena, por lo cual la idea de formar el balance de la vida humana es una quimera. Hay placeres tan vivos, que un relámpago de esas [195] alegrías devora una vida de miseria; hay dolores tan intensos, que devoran en un instante y para siempre una vida feliz. Además, el placer y el dolor contienen un elemento subjetivo de apreciación, una parte personal de sensación o de sentimiento que destruye todos los cálculos, que escapa a toda evaluación, a toda apreciación exterior. Como decía con mucho ingenio un critico inglés: V. prefiere que le arranquen una muela dolorida, yo prefiero soportar el dolor de muelas; ¿quién podrá juzgar de nuestras apreciaciones? El uno prefiere casarse con una mujer hermosa y tonta, el otro con una mujer inteligente y fea; ¿quien tiene razón? La soledad es una pena insoportable para V. y constituye un placer inmenso para mí; ¿quién tiene peor gusto de los dos? Ninguno. Podrían citarse infinitos ejemplos que sugieren el buen sentido y la experiencia de la vida. Un marinero de Londres prefiere su ginebra al vino más delicado y aromático del mundo; ¿podrá demostrársele que comete un error? Tal amigo mío se entusiasma con mil [196] canciones de zarzuela y se duerme oyendo las sinfonías de Beethoven. Se le podrá decir que no tiene gusto; pero nada le importará a él. Seguirá gozando con sus canciones. Un hombre que ha nacido con un organismo fuerte, con un cerebro bien constituido, con facultades bien equilibradas, le gusta la lucha y el ejercicio de su voluntad contra los obstáculos, hombres o cosas; otro que es enfermizo, tímido, con una imaginación y con unos nervios predispuestos a las impresiones exageradas, enemigo de la lucha, en éste y no en el otro tendrá razón Hartmann al decir que el esfuerzo es una pena y la voluntad un trabajo cansado. ¿Quién decidirá si ese estado es en sí una pena o un placer? El sentimiento del placer o de la pena es el placer y es la pena en sí; el sentimiento de la felicidad se confunde con la misma felicidad. ¿Se juzga que mi vida es mala? ¿Qué me importa si yo la encuentro buena? ¿Hago mal en ser feliz? Puede que sí; pero lo soy si creo serlo. No ocurre con la dicha como con la verdad; la dicha es [197] subjetiva: si se soñase siempre y el sueño fuese siempre feliz, se hubiera conseguido la eterna felicidad. Todo balance de la vida humana formado sobre el examen comparativo de las penas y de las alegrías, es falso por su punto de partida, que es la apreciación individual del que lo establece. La falsedad del sistema pretende imponer la razón como una necesidad contra los hechos.

Queda la otra cuestión, la del valor de la existencia considerada en sí, o sea su valor absoluto. Esta cuestión, única importante, la han abandonado por completo los pesimistas; merece, sin embargo, ser estudiada, pero no puede tratarse si no se establece un orden diferente de consideraciones. En todo el análisis de Hartmann reina un error fundamental sobre la significación y el sentido de la vida. Si el objeto de la existencia es la mayor suma de placeres, es posible y aun probable que la existencia sea una desgracia. Pero si tiene razón Kant; si el mundo entero no tiene más que una explicación y un fin, realizar la moralidad; si la vida es [198] una escuela de experiencia y de trabajo en que el hombre tiene que llenar su cometido aparte de la dicha de que pueda gozar; si esta tarea es la creación de la personalidad por el esfuerzo, lo cual constituye la más alta concepción que puede formarse de la existencia, cambia por completo el punto de vista, puesto que la desgracia es un medio y tiene su utilidad, sus consecuencias ordenadas y previstas en el orden universal. En ese caso el sistema de la vida, tal como lo desarrolla Hartmann, es radicalmente falso. Si hay, realmente, un excedente de dolor en la existencia humana, no hay que concluir por eso que el pesimismo tiene razón, que el mal del ser es absoluto, que es urgente y necesario convencer a la humanidad de la sinrazón del deseo de vivir y precipitarla en la nada. Si existe ese excedente de dolor, es un título para el hombre. La vida desgraciada vale la pena de vivir, y el dolor vale más que la nada: crea la moralidad y garantiza un derecho.

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{6} Este argumento parece que se lo ha inspirado a Hartmann la lectura de la novela de M. Cherbuliez: Ladislas Bolski, en la cual se refiere y analiza una aventura de ese genero; en el caso de que la idea hubiese sido original de Hartmann, hay que reconocer en ello una coincidencia singular entre dos hombres de imaginación.

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Erasmo María Caro El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1892], páginas 163-198