El pesimismo en el siglo XIX (1892) 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX
 
Capítulo III

La escuela pesimista en Alemania y en Francia.
El principio del mal según la filosofía del «inconsciente»

Parece como que el mundo de las ideas está sometido, en todos los problemas, a la alternativa de dos doctrinas extremas y contrarias. Durante todo el siglo pasado y la mitad del presente, ha prevalecido indudablemente el optimismo en Alemania, bajo distintas formas y diferentes escuelas. Hoy tiende a triunfar el pesimismo. El pobre espíritu humano se parecerá siempre al campesino borracho de Lutero, que tan pronto cae a derecha como a izquierda, incapaz de sostenerse derecho sobre su montura.

La Alemania del siglo XVIII, en la [84] inmensa mayoría de las inteligencias que representan su vida moral, permanece sujeta a la doctrina que le había enseñado Leibniz, que Wolf había mantenido, y que está de acuerdo, bien con los dogmas de la teología oficial, bien con el deísmo sentimental de Pope, de Rousseau y de Paley, muy en boga en ese país de pastores protestantes y de filósofos de universidad, durante el largo intermedio filosófico que va de Leibniz a Kant. Apenas penetraron en esa quietud de espíritu y de doctrina algunos ecos de los sarcasmos de Voltaire, repetidos por su real discípulo Federico el Grande, y por los espíritus libres que viven en la pequeña corte de Postdam. La triste alegría de Candide se ahogó al atravesar el Rhin; ese pueblo ilustrado y religioso sigue repitiendo que todo está arreglado en el mundo por una Providencia bienhechora para la felicidad final del hombre, y que este mundo es el mejor de los mundos posibles.

Más tarde, cuando cambia la escena de las ideas, cuando Kant y todos los [85] ilustres conquistadores del mundo filosófico aparecen, engendrados por la Crítica de la razón pura, Fichte, Schelling, Hegel, desaparece el optimismo particular de Leibniz; pero subsiste el optimismo. En el día se manifiesta, sin embargo, una tendencia vaga a despreciar la vida y a estimarla en menos de lo que vale. Kant ha escrito trozos de marcado pesimismo; Fichte ha dicho «que el mundo real es el peor de los mundos posibles». Schelling sienta el siguiente principio: «El dolor es una cosa necesaria a la vida... Todo dolor tiene su fuente exclusiva en el solo hecho de la existencia. La inquietud de la voluntad y del deseo, que tanto cansa a las criaturas con sus constantes reclamaciones, es por sí misma la desgracia.» Ya no falta mucho para las teorías de Schopenhauer. La filosofía hegeliana no es enemiga del pesimismo, lo concibe como una de las fases de la evolución universal. Según Hegel, toda existencia finita está destinada a destruirse por sus contradicciones. Esta ley del [86] sufrimiento, que resulta de la división y de la limitación de la idea, contiene un principio de pesimismo que Volkelt ha explicado con claridad.

Un joven filósofo, muerto recientemente, con dolor unánime de sus adversarios como de sus amigos, M. León Dumont, el primero que nos ha dado a conocer por una exposición científica y detallada las teorías de M. de Hartmann, describía del siguiente modo el origen y nacimiento de la escuela del pesimismo en Alemania: «Una de las observaciones más exactas de M. Cousin –decía– es que en el camino emprendido por Kant, la metafísica alemana conduce lógicamente al nihilismo. Los autores románticos que se apoyaron en el sistema semimístico de Schelling, no tardaron, en efecto, en sostener que el fin más alto que le es dado alcanzar al hombre es una especie de indolencia quietista. Esto condujo a Schlegel, con los demás críticos de la misma escuela, a desear para el hombre «la pereza divina y la vida feliz de las plantas y de las flores», [87] y en su célebre obra sobre el Lenguaje y la sabiduría de los indios (1808), admiraba la vida tranquila y apática de los ascetas orientales. Homero, sacrificado por el romanticismo a Ossián, no tardó en verse destronado por Buda. Los acontecimientos políticos de este mundo no podían ya conmover a los espíritus penetrados de una sabiduría tan indolente. Era, sin embargo, el momento en que rugía la tempestad en todas partes, en que el antiguo edificio germánico amenazaba hundirse, en que el Austria y la Prusia temían el ataque de Napoleón; pero todo esto importaba poco a esos espíritus místicos que seguían viviendo en un mundo ideal, sin cuidarse de las bayonetas francesas, ni del embargo, ni de la confederación del Rhin. Apartaban los ojos de esos hombres groseros que se movían sobre la superficie de la tierra para ganarse la vida, y proclamaban que el no hacer nada es la perfección de la ciencia del hombre. Es verdad que estas hermosas teorías estaban expuestas en un estilo muy enfático, que [88] provocó las burlas de Juan-Pablo, y constituían la contradicción más palmaria con las tesis quietistas que sostenían.»

¿Debe atribuirse a esto movimiento de ideas la gran obra de Schopenhauer que apareció en 1819 con el título de El Mundo considerado como voluntad y representación? Él también había sufrido la influencia de los estudios orientales que empezaban a entrar por medio de la ciencia en la imaginación de Occidente. «He tenido la dicha –decía– de haber sido iniciado en los Vedas, cuya entrada me ha sido franqueada por los Upanishads, y de ello me alegro, porque este siglo, en mi opinión, está destinado a recibir de la literatura sánscrita un impulso igual al que recibió el siglo XVI del renacimiento de los griegos.» –Cuéntase que se hizo enviar de Oriente una estatua de Buda, y que se burlaba de los misioneros ingleses que trataban de convertir a sus maestros de religión. –A pesar de estas analogías aparentes con los discípulos de Schelling, con los románticos [89] y con los fanáticos de los poemas sánscritos, hay que reconocer que Schopenhauer inauguraba un movimiento muy característico y muy particular de ideas. El pesimismo teórico objetivo empieza realmente en él en Alemania.

Hay un pesimismo empírico que se concilia muy bien, como lo ha demostrado James Sully, con el optimismo metafísico. Esto hay que tenerlo en cuenta para juzgar a los principales representantes de la filosofía alemana desde Kant. Todos están unánimes en la apreciación severa que hacen de la vida considerada en su aspecto real y sensible; y, sin embargo, en el conjunto de sus doctrinas domina la solución optimista del problema de la existencia. Kant afirma, sin duda, que la naturaleza es poco favorable a la felicidad humana; pero la verdadera explicación de la vida, la última razón de las cosas debe buscarse fuera del orden sensible, en el orden moral, que después de todo es el único interés del soberano legislador y la única explicación de la naturaleza misma. Lo [90] mismo ocurre con Fichte, para el cual los fenómenos sensibles, la apariencia de la materia no son más que una escena transitoria preparada para un fin único: el cumplimiento del deber, la acción libre del yo que persigue, en su reacción contra el mundo exterior y en su conflicto con la sensación, el carácter más alto que pueda alcanzar. En cuanto a Schelling, en su segundo estudio, Filosofía y religión, toma el símbolo de su metafísica de la doctrina cristiana de la caída y de la redención; en ella encuentra la historia trascendental de la destrucción de la unidad primitiva y la certidumbre de la vuelta final a la unidad; asocia la idea del universo redimido y espiritualizado por el hombre, después de haber caído con él en el pecado y en la materia. De este modo, después de presentarnos los más tristes cuadros de la naturaleza aterrada por el mal, nos lleva Schelling a una solución final, que es de un modo incontestable una especie de optimismo teológico. Esta es también, con otra forma, la última [91] conclusión de Hegel sobre el valor del mundo y de la vida. La idea, dividida y confusa al principio, tiende a reconstituirse por efecto de la conciencia del mundo. Esta conversión del espíritu, este proceso del mundo que se continúa sin cesar a través del drama variable de los hechos, es lo que constituye la verdadera teodicea, la justificación de Dios en la historia.

Esto es evidentemente optimismo, el de la evolución universal y del progreso necesario: en todas estas doctrinas hay un fin determinado atribuido al movimiento del universo; una razón divina envuelve como con un manto misterioso todos los fenómenos, hasta los más insignificantes y más extraños, de la naturaleza y de la historia, y atrayéndolos en series determinadas, impide que obren al azar o se pierdan en la inutilidad; es un orden, providencial a su manera, que se cumple siempre que el pensador, al llegar al verdadero punto de vista, se convierte en testigo inteligente. Leibniz, Kant, Hegel, habían sido sucesivamente los [92] maestros, pero todos le conducían y le mantenían en vías paralelas al final de las cuales apercibe la razón un fin digno de ella, digno de que se venzan los obstáculos y los peligros del camino, digno de que el hombre lleve sin quejarse el peso de sus días, la enorme carga de miserias y de aflicciones. Estas ideas han dominado el espíritu alemán en la primera mitad del siglo.

Ahora parece que toda la Alemania filosófica lleva una dirección contraria. ¿No es más que una moda pasajera, un capricho de imaginación, una rebelión contra los abusos de la dialéctica trascendental, una reacción violenta contra la tiranía especulativa de la idea, contra el despotismo de la evolución universal, a cambio de la cual no son nada las miserias individuales? Lo que sí es cierto es que las miserias individuales se revelaron un día, cansadas de servir a fines que no conocían; que los «destinos humanos» han acabado por volcar «el carro que los aplastaba con sus ruedas de acero». No pudiendo librarse del sufrimiento, han [93] protestado contra las razones dialécticas que querían imponérselo como una necesidad saludable, y ha nacido el pesimismo. En la actualidad hay una literatura pesimista floreciente en Alemania, que ha intentado varias veces, con un éxito relativo, hacer excursiones y conquistas en las naciones vecinas. Y no son únicamente Schopenhauer y Hartmann, el uno ya célebre, el otro cuya notoriedad está creciendo todavía, los que resumen esta literatura, o, mejor dicho, esta filosofía. Schopenhauer sigue siendo su jefe incontestable, y después de él está en segundo término, sin afectación de modestia, el joven sucesor que hemos designado, dispuesto, cuando le llegue el turno, a reemplazarle en el primer puesto y a tomar el bastón de mando, el cetro de ese reino. Pero las voces de los súbditos son numerosas y no cantan siempre unísonas; pretenden ser, en cierto modo, independientes, aunque en el fondo están ligadas por estrechos vínculos.

Entre los discípulos de Schopenhauer, [94] al lado y por encima de M. de Hartmann, hay que citar a Frauenstaedt, a Taubert y a Julius Bahnsen. Frauenstaedt, que veneraba la memoria de Schopenhauer, y había publicado su correspondencia y sus conversaciones, trata, sin embargo, de suavizar algunos rasgos demasiado duros de la teoría, llegando a negar que convenga el término de pesimismo, en todo el rigor de su acepción, a un sistema que admite la posibilidad de destruir la voluntad y de sustraer de este modo al ser de los tormentos que ésta le impone. Esta tendencia a admitir el hecho de la miseria del mundo como inseparable del ser, y de buscar, sin embargo, en los límites del pesimismo fuentes de inesperado consuelo, se presenta todavía con más claridad en Taubert. En su libro El Pesimismo y sus adversarios, reconoce con Schopenhauer que el progreso aumenta y profundiza la conciencia del dolor sujeto al ser y de la ilusión de la felicidad, pero expresa la esperanza de que pueda triunfarse, en parte, de esta miseria por los esfuerzos combinados del género humano, que sometiendo cada vez más los deseos egoístas, darán al hombre la dicha de una paz absoluta y reducirán de este modo gran parte de la desgracia de la vida. «La misma melancolía del pesimismo –dice Taubert– se transforma, cuando se le examina de cerca, en uno de los más grandes consuelos que pueden ofrecérsenos: no sólo conduce nuestra imaginación más allá de los sufrimientos reales a que estamos destinados, por lo cual hallamos ventaja al ver cuáles son los verdaderos, sino que, en cierto modo, aumenta los placeres que nos concede la vida y redobla nuestro goce.» La razón que alegan para explicarlo no carece de originalidad: «El pesimismo nos enseña que toda alegría es ilusoria, pero no se ocupa de la alegría en sí, la deja subsistir a pesar de su vanidad demostrada, y la encierra en un marco negro que hace resaltar mejor el cuadro.» Por último, insiste Taubert en el gran valor de los placeres intelectuales que el pesimismo, en su opinión, puede y debe [96] reconocer, y que él coloca en una esfera superior «como las imágenes de los dioses, libres de todo cuidado y esparciendo su claridad sobre el tenebroso fondo de la vida, lleno de sufrimientos o de alegrías que acaban en penas». Mr. James Sully dice que Taubert le hace el efecto de un optimista que ha caído, por distracción, en el pesimismo, y que hace inútiles esfuerzos para salir de él.

Mientras Taubert representa la derecha del pesimismo, Julius Bahnsen representa la extrema izquierda de la doctrina. Así se presenta en su obra titulada Filosofía de la historia, y con más exageración aún en su libro reciente, con el terrible título: Lo trágico como ley del mundo. En todo lo que toca al pesimismo y al principio irracional de donde lo deriva, exagera el pensamiento de Schopenhauer. Para él, como para su maestro, es el mundo un tormento sin tregua, que lo absoluto se impone a sí mismo; pero va más allá que su maestro al negar que haya finalidad, ni siquiera inmanente, en la [97] naturaleza, y que el orden de los fenómenos manifieste algún enlace lógico. No sólo sostiene el principio de la escuela, o sea que toda existencia es necesariamente ilógica en sí, como manifestación de la voluntad, sino que para él es ilógica la existencia «tanto en su contenido como en su forma». Aun fuera de la sinrazón de la existencia, considerada en sí, hay una sinrazón fundamental en el orden de las cosas existentes. Se comprende que Banhsen, al negar que la razón haya cooperado en el mundo, rechace la única fórmula de placer puro conservada por Schopenhauer: el placer de la contemplación intelectual y de la creación por el arte, el goce estético y científico. ¿Cómo ha de existir una dicha semejante en un mundo en que ya no hay ni orden lógico, ni armonía de ninguna especie, y sólo un caos de fenómenos y formas? Partiendo de esta base, la observación del universo y la representación de las formas en el arte, en vez de ser una fuente de placer tranquilo, sólo procurarán nuevos [98] tormentos a un espíritu filosófico. La misma esperanza de volver a la nada, que es el remedio soberano propuesto por Schopenhauer a la humanidad doliente, es para Bahnsen una pura ilusión. «Su espíritu pesimista es tal –dice Hartmann– le apasiona de tal modo por todo lo que es desesperación, que siente turbada su tristeza absoluta cuando se le presenta una perspectiva de consuelo.» Podemos estar seguros esta vez de que tocamos al último término, a la última evolución del pesimismo alemán. En esta ocasión se ha llevado la apuesta hasta el final, y si no es una apuesta, diremos que la locura del sistema es completa. Bahnsen puede decir con orgullo al pesimismo: «No irás más allá.»

El pesimismo, en efecto, ha retrocedido, aun en Hartmann, ante las consecuencias del principio, llevadas a la exageración. La filosofía del Inconsciente es una figura muy razonable, de una moderación ejemplar, al lado de doctrinas tan excéntricas. Alemania, que no carece de intrepidez [99] especulativa ni de gusto para las aventuras de la idea, no ha seguido a Julius Bahnsen a esos extremos; ese famoso dialéctico de la ilógica absoluta se engolfa más y más en la soledad y en el vacío. El pesimismo no está destinado, sin duda, a conquistar el mundo de ese modo; pero con más habilidad y con formas más moderadas, tiende en la actualidad a apoderarse del espíritu germánico, atrayéndole por una especie de fascinación mágica y turbándole profundamente. Le falta todavía un vehículo poderoso: la enseñanza de las universidades, de lo cual se queja M. de Hartmann amargamente, pero eso vendrá con el tiempo, ¿por qué no? Mientras tanto hace el pesimismo su obra fuera de las universidades: las ediciones de Schopenhauer y de Hartmann aumentan de día en día. Este confiesa que si la filosofía a la cual ha consagrado toda su vida encuentra con más dificultad discípulos, en el sentido estricto de la palabra, consigue en cambio más que ninguna otra doctrina, despertar la atención, el [100] interés y el entusiasmo de ese inmenso auditorio, vago y flotante, que sin estar encerrado en una aula universitaria, tiene suficiente poder para hacer la reputación de los autores, el éxito de los libros y la fortuna de los sistemas. No faltan tampoco las contradicciones; abundan, y son vivas y apasionadas: basta recordar el nombre del ardiente y fogoso Duhring, que hace poco era docent en la universidad de Berlín. Estas discusiones, que han despertado la vida filosófica algo extinguida en Alemania y como ahogada por el ruido de las armas, demuestran la vitalidad creciente de la filosofía que tratan de combatir y de detener en su progreso: la viva curiosidad que despierta el pesimismo, la crítica encarnizada que prueba su éxito, son hechos que pueden hacerse constar y síntomas que deben estudiarse.

Nada parece al pronto más antipático al espíritu francés, que esta filosofía oscura en su principio, demasiado clara en sus consecuencias, [101] que quita a la vida su valor y a la acción humana todo su influjo. La pasión por la luz, el amor a la lógica, el ardor por el trabajo, la costumbre y la actividad útiles, bastan para defendernos, de este lado del Rhin, contra esas influencias disolventes. Se ha iniciado, sin embargo, en nuestros tiempos este movimiento en Francia; varios síntomas del mal se han presentado en espíritus a quienes el culto del ideal parecía que debiera haber preservado de semejante contagio. M. Alfred de Vigny, en los últimos años de su vida, cuyas fases pueden seguirse en sus poemas y en el Diario de un poeta, desligándose poco a poco de las inspiraciones religiosas de su juventud, buscaba un refugio sombrío en una especie de misantropía que se parecía mucho al pesimismo. Escribía pensamientos como éste, que puede leerse en su Diario: «La verdad sobre la vida es la desesperación.» Es verdad que añadía, sin comprender el alcance de esta restricción enorme: «La religión de Cristo es una religión de [102] desesperación, porque desespera de la vida y sólo espera en la eternidad.» O también: «La contemplación de la desgracia da un placer interior al alma que proviene de su trabajo sobre la idea de la desgracia. » «Se suicida un joven. Dios le dice : «¿Qué has hecho? El alma responde a Dios : «Es para afligirte y castigarte. ¿Por qué me has creado en la desgracia? ¿Por qué has creado el mal del alma, el pecado, el mal del cuerpo, el dolor? ¿Querías contemplar por más tiempo el espectáculo de mis sufrimientos?» ¿Qué puede decirse de este pensamiento? «¿No es maravilloso que cuando se le dice al niño que ha de morir un día, no se acueste hasta que la muerte viene a buscarle? ¿Por qué trabaja si ha de convertirse en polvo? –¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué hemos venido al mundo? Pero basta, este es el único punto que no tiene contestación.» Estas meditaciones lúgubres nos preparan para comprender las poesías publicadas después de su muerte bajo el título: Los destinos. Entre ellas [103] se encuentra el extraño y terrible poema de La Muerte del lobo. El lobo, después de una lucha larguísima, acosado por la jauría y por los cazadores, se tumba en el suelo, «y sin averiguar cómo perece, cerrando sus enormes ojos, muere sin lanzar un quejido.

El poeta exclama al contemplar ese espectáculo:

«Yo te comprendo, viajero salvaje, tu última mirada me ha llegado al alma. Decía: «Si puedes, haz que tu espíritu, a fuerza de estudio y de meditación, llegue al alto grado de estoica vanidad a que he llegado yo, que he nacido en los bosques. Gemir, llorar, rezar, todo es igualmente cobarde. Cumple con energía tu larga y pesada tarea en la vida que la suerte te ha deparado, y después sufre como yo y muere sin hablar...» Al contemplar lo que sobre la tierra sucede, sólo es grande el silencio; lo demás es debilidad.»

Después de esta crisis de misantropía absoluta o de pesimismo agudo que había amargado la última parte [104] de la vida del poeta, transcurrió en la historia de las letras francesas un intervalo bastante largo de silencio; el pesimismo parecía olvidado. Pero ahora reaparece entre nosotros esta filosofía de la desesperación. Más de una imaginación ardiente y turbada ha creído reconocerse en el acento amargo y altivo de un poeta de mucho talento, del autor de las Poesías filosóficas. Si se tratase de buscar la inspiración de estas poesías, no sería extraño encontrarla en l'infelicità. Es un Leopardi francés, que casi iguala al otro por su vigor oratorio y su movimiento lírico. Véase la queja del hombre, cuando engañado por la naturaleza, la acusa y se arroja desesperado en la nada:

«Está decidido, sucumbiré; y cuando dices ¡Aspiro! te contesto: Yo sufro, desvalido y ensangrentado; y todos los que nacen y respiran repiten a coro ese grito desgarrador.

»Sí, yo sufro, y tú tienes la culpa, madre que me exterminas, hiriéndome en el mismo corazón. Todo mi ser tiene sus raíces adheridas al dolor. [105]

»Qué alegría tan inmensa, después de tanto sufrimiento, poder dar el grito de libertad a través de tanta ruina: «¡Ya no hay hombres debajo del cielo, somos los últimos!»

Algunos poetas contemporáneos han repetido este grito feroz. Parece que el pesimismo ofrece a la imaginación de los poetas un atractivo particular: es como un nuevo género de romanticismo que renueva el tema de sus inspiraciones, un romanticismo filosófico que nace cuando el otro se ha agotado.

Si la voz de Leopardi ha encontrado en Francia profundos y dolorosos ecos, la de Schopenhauer ha tenido también su resonancia, y ha movido bastantes conciencias.

Nada nuevo decimos a nuestros lectores recordando que los Diálogos filosóficos, recientemente publicados, tienen un color pronunciado de pesimismo. No se trata ya de una de esas teorías violentas, que pretenden resolver de un golpe el enigma total, y se contentan con revolver contra sí mismo el dogmatismo de los optimistas, [106] oponiendo un fin negativo o la ausencia de fin a los fines racionales y divinos, y el desprecio absoluto de la vida al aprecio en que racionalmente deben tenerla los hombres. Hay atenuaciones, restricciones de toda especie, hasta apariencias de contradicción a la idea pesimista, que parece haber sido la gran tentación del autor cuando meditaba o escribía; estos conflictos de pensamientos contrarios, expresados con una sinceridad a veces dramática, no constituyen uno de los menores atractivos de esta obra imponente. Pero no puede negarse que a las influencias que entonces dominaban, de Kant y de Schelling, se haya mezclado en la inspiración de ese libro la influencia de Schopenhauer. La lucha de esos dos espíritus se ve claramente en todas las páginas del libro, a menudo más de una vez en la misma página.

Kant inspira algunos pensamientos hermosísimos sobre la vida humana y sobre el mundo mismo, inexplicables sin la finalidad moral, o bien confesando que lo mejor que hay en el mundo es la bondad, y que «la mejor base de [107] la bondad es la admisión de un orden providencial que lo coloque todo en su lugar, para que todo sea útil y necesario». Schelling domina en algunas páginas y recobra su imperio a través de las inquietudes y de los desfallecimientos, cuando nos dice: «El universo tiene un fin ideal y sirve a un fin divino; no es sólo una agitación estéril, cuyo resultado final es cero. El fin del mundo es que reine la razón»; o también: «La filosofía de las causas finales sólo es errónea en la forma. Basta colocar en la categoría del fieri de la evolución lenta, lo que la filosofía colocaba en la categoría del ser y de la creación.» Pero estas claridades serenas no duran y se apagan gradualmente en las sombras del pesimismo. Hasta en la parte del libro consagrada a las Certidumbres, domina la idea lúgubre de una broma gigantesca hecha a costa de la naturaleza humana, que la sujeta con sus terribles lazos y la lleva por la persuasión o por la fuerza a fines desconocidos a través del obstáculo y del sufrimiento. [108]

Hay un gran egoísta que nos engaña: la naturaleza o Dios: esta es la idea fija que vuelve sin cesar, que oprime el espíritu del autor y llena su libro de la más lúgubre poesía. Las maniobras de un poder oculto, la malicia que emplea para llegar a sus fines valiéndose de nosotros, a nuestro pesar y contra nosotros mismos, forman el gran drama que se representa en el mundo, y en que somos los actores y las víctimas. Siempre es ese poder sin nombre, que engaña a los individuos, por un interés que les es extraño, en lo que se refiere a sus instintos, a la generación, al mismo amor: «Todo deseo es una ilusión, pero las cosas están dispuestas de modo que no se ve la sinrazón del deseo hasta que se ha cumplido... Nunca alcanzamos un objeto deseado sin reconocer en seguida su suprema vanidad. No ha fallado esta regla una sola vez desde el principio del mundo. Pero los que lo saben lo desean, sin embargo, y aunque el eclesiástico predique eternamente su filosofía de castidad y todo el mundo le dé la razón, todo el mundo [109] deseará.» Estamos explotados, esa es la última palabra del libro. «Algo se organiza contra nosotros; somos el juguete de un egoísmo superior... El anzuelo es evidente, y, sin embargo, le muerden y le morderán siempre.» Unas veces es el placer, cuyo equivalente hay que pagar en dolor, «otras es la visión de quiméricos paraísos, cuyo parecido no encontramos nunca en el mundo, o es esa decepción suprema de la virtud que nos hace sacrificar a un fin extraño a nosotros nuestros más sagrados intereses».

¡La virtud una decepción! No era de esperar ese concepto de un filósofo que en el naufragio universal de las ideas metafísicas, a pesar del oleaje y del huracán, había mantenido con mano tan firme, como en una arca santa, la idea del deber. El imperativo categórico sufriría la suerte de los principios de la razón pura, y el privilegio de mandar a la voluntad en vez de mandar a la razón, que a los ojos de Kant y de sus discípulos debía salvarle del escepticismo, ese privilegio sería la última [110] ilusión que habría que destruir. Una crítica más penetrante y más sutil quita la máscara que se coloca la naturaleza al obrar sobre nosotros: «Tiene evidentemente interés en que el individuo sea virtuoso... Esto es un engaño bajo el punto de vista personal, porque el individuo no saca ningún provecho de su virtud: pero la naturaleza necesita la virtud de sus individuos... Estamos engañados sabiamente para el fin trascendental que se propone el universo, que es infinitamente superior a nosotros.» De modo que el mismo deber es uno de los engaños del tirano que nos hace servir a sus fines, que nos son ajenos y desconocidos; pero por una extraña e inesperada consecuencia, crea el escepticismo especulativo, al extenderse en la esfera moral, un tipo nuevo de la virtud, una virtud más hermosa que la de Kant, más desinteresada que la suya, a pesar de que el gran moralista se niega a reconocer la virtud, cuando a ella se mezcla algún elemento extraño al deber. Aquí se trata de una virtud [111] heroica, porque el sacrificio de la persona a un fin desconocido no es, como en Kant, la moralidad del hombre, sino una cosa de la cual no tenemos idea; una virtud caballeresca, puesto que se mantiene por el sentimiento del humor, y se tributa a un objeto absurdo en sí.» Es preferible ser virtuoso sabiendo que se está engañado. Por este rasgo característico se distingue de Kant el autor de los Diálogos; éste reconoce claramente que la moralidad, que lo era todo a los ojos de Kant, no es nada para el hombre, no es más que un medio de que se vale la naturaleza para un fin que desconocemos y que nada tiene que ver con nosotros. En esto se distingue también de Schopenhauer, que ha penetrado y puesto a luz las intrigas de la naturaleza, pero que a causa de ello se niega a someterse. «Yo me resigno –dice Filatethe– no hago como Schopenhauer. De este modo la moral se reduce a la sumisión. La inmoralidad es la rebelión contra un estado de cosas en que se ve el engaño manifiesto. Es preciso [112] destruirla y al mismo tiempo someterse a ella.»

¿Y por qué someterse? No comprendo cómo se puede seguir obedeciendo a ordenes cuya farsa se conoce, cuando basta un acto de voluntad para rebelarse contra ellas. Es un heroísmo de sumisión superior a mis fuerzas y a mi entendimiento. A mi modo de ver tiene razón Schopenhauer en atacar esta caballerosidad que se admira con motivo cuando es la del ideal, pero que deja de admirarse cuando se sacrifica a ese orden de un tirano que los engaña. El pensamiento que nos ha robado la ilusión, nos ha libertado del deber. Schopenhauer hace bien en hablarnos de la rebelión, si nos engañan. No queremos ley intelectual ni moral que nos pueda imponer el sacrificio para un fin que no se relaciona de ningún modo con nosotros. No existe el deber sino cuando se cree en él; no creyendo, pensando que el deber es un engaño, cesa toda obligación. Si es verdad, como se nos dice, que el hombre, por el progreso de la reflexión, pone en claro todas las [113] farsas que se llaman religión, amor, bien, verdad, el día en que la crítica ha matado estos engaños de la naturaleza, ha prestado un servicio inmenso a la humanidad: la religión, el amor, el bien, la verdad, todas estas cadenas invisibles que nos ligaban han caído; no hemos de imponérnoslas de nuevo para dar gusto «a un gran egoísta que nos engaña.» Se han burlado de nosotros y ya no se burlarán; el hombre es libre, y si quiere emplear, como Schopenhauer, su libertad reconquistada en destruir al maligno encantador que nos tenía encadenados, debemos bendecirle por su intención. Y si quiere pronunciar las mágicas palabras que Schopenhauer le enseña y que deben poner fin a esta triste fantasmagoría; si pretende sujetar la voluntad que ha desplegado su poder bajo la forma del universo y obligarla a replegarse en sí misma, a volver a la nada, ¡gloria al hombre que haya destruido con la crítica las ilusiones y que con valor haya agotado la fuente del veneno! ¡Gloría a él por no haber hecho [114] voluntariamente el papel del eterno juguete del universo! Todo esto es lógico, desde el momento en que soltamos la última amarra que nos retiene a ese «mar infinito de ilusiones», y esta amarra última es el deber, sujeto a su vez a lo absoluto.

Esperemos que esto no sea más que una crisis momentánea en la historia del espíritu francés y en la historia del espíritu brillante que ha parecido padecerla un día. Lo que nos hace pensar que esta esperanza no es vana, es que el autor marca una fecha precisa a sus sueños, y que esa fecha, asociada a los más tristes recuerdos, es una revelación del estado moral en que fueron escritos esos diálogos. En los primeros días de Mayo de 1871, se paseaban Eutyfron, Eudoxe y Filalethe, y entristecidos por las desgracias de su patria, conversaban en uno de los sitios más recónditos del parque de Versalles. Era después de la guerra extranjera y durante la guerra civil; esto explica lo demás. París era víctima de tales locuras, que comprendo que despertasen [115] ciertas ideas pesimistas. Versalles estaba tranquilo, pero guardaba el reciente y amargo recuerdo del largo tiempo que lo habían habitado los vencedores: los pesimistas de casco de Bismarck. Flotaba aún en el aire el contagio, y Filalethe se sintió atacado. Pero cuando publicó el libro parecía que se reponía de la indisposición que padeció al escribirlo. En él promete, por medio de una nota, que publicará pronto un ensayo, compuesto en otra época y bajo influencias diferentes, más consolador –añade– que este libro. A los lectores que pudiesen conmoverse demasiado por sus cuadros desconsoladores, les cuenta en el prefacio una anécdota singular, que nos ofrece como un antídoto infalible; si alguno se entristeciese con exceso con la lectura de ese libro, habría que decirle lo que dijo aquel cura que hizo llorar demasiado a sus feligreses al predicarles la pasión: «Hijos míos, no lloréis tanto; hace mucho tiempo que ha ocurrido todo esto, y además puede que no sea cierto.»

Sospecho que si se ha dicho eso en [116] el púlpito, ha sido en Meudon, cuando oficiaba Rabelais, o en Ferney, en el famoso día en que el «buen cura» Voltaire predicó en la iglesia.

Sea de ello lo que fuere, basta que la figura de Voltaire aparezca en el prefacio de los Diálogos, para que sea inofensiva la sombría visión del libro, y no inquiete al lector sino como una fantasía de artista. La sonrisa del autor ha matado al monstruo, el pesimismo no es más que una pesadilla. Con todo ocurre, generalmente, lo propio en Francia, en que no han tenido éxito la filosofía ni la literatura de las pesadillas. Los cuentos fantásticos de Hoffmann no han podido aclimatarse bajo nuestro cielo y en nuestra lengua; Schopenhauer y Hartmann no serán entre nosotros más que objetos de curiosidad.

Volvamos al pesimismo alemán, examinémoslo en su verdadera patria de adopción, donde ha florecido en nuestros días como si encontrase un clima propicio y una cultura conveniente.

Hemos visto que Leopardi resume [117] con rara sagacidad casi todos los argumentos de experiencia propiamente dicha, y de los cuales es la teoría de la infelicità un programa anticipado. Este poeta enfermo llevaba sobre sí, y describía de un modo apasionado, la extraña enfermedad que había de apoderarse de parte del siglo XIX. El pesimismo está en el estado de experiencia en Leopardi; en Schopenhauer y en Hartmann está en estado de razonamiento. ¿Cuáles son las pruebas de análisis y de teoría expuestos por ambos en la demostración del dolor universal? Nos reduciremos lo más que podamos en las tesis que merezcan ser examinadas con alguna atención, dejando de propósito la metafísica, de la que se proponen que dependan, porque en el fondo no es más que un conjunto de construcciones arbitrarias y personales. Añadiré que no hay realmente ningún enlace lógico entre las teorías especulativas y la doctrina moral que les es anexa. Podría quitarse toda la moral del pesimismo de esas dos obras, El mundo como voluntad y [118] representación o La filosofía del inconsciente, sin disminuir un átomo su valor especulativo. Son concepciones a priori, más o menos bien enlazadas, sobre el principio del mundo, sobre el Uno-Todo y sobre el orden de evoluciones en que se manifiesta; pero es muy difícil ver por qué la consecuencia de esas evoluciones es necesariamente el mal absoluto de la existencia, por qué el querer vivir es al mismo tiempo el atractivo irresistible del primer principio y la más patente sinrazón. Esto no se ha explicado jamás, es el eterno postulado del pesimismo.

Basta citar un ejemplo. ¿En qué se fundan las conclusiones pesimistas de la filosofía del inconsciente? ¿En qué medida dependen de las especulaciones metafísicas que llenan la mayor parte de la obra? ¿Qué enlace puede concebirse entre esta filosofía de la nada y la profunda teoría de la finalidad universal, que constituye el interés y el atractivo de la gran obra de Hartmann? En otros términos, ¿cuál es el principio metafísico del mal, según [119] esta nueva filosofía? Sólo con esfuerzos complicadísimos llega Hartmann a esa concepción del nacimiento del universo por el golpe de una trágica fatalidad y por su lenta evolución hacia el conocimiento del mal a que ha sido condenado al nacer. En este asunto limitado puede apreciarse la fecundidad original de esas imaginaciones que pretenden imponerse a todos en nombre de una fantasía muy ingeniosa, que juega con las cosas, con las ideas y con las palabras, inventando principios y seres, según le conviene, y creando para su uso una especie de mitología.

Hartmann ha comprendido que la teoría del Monismo era lógicamente incompatible con la existencia del mal absoluto. El mal en sí es una contradicción en la doctrina de la unidad, y para que se produzca una contradicción de ese género, se necesita la presencia de dos principios. En ese sentido ha corregido Hartmann el monismo de su maestro Schopenhauer, y aunque pretende que sigue profesando [120] la teoría de la unidad, veremos con qué resolución introduce el dualismo en el seno del Todo-Uno. Su filosofía se resuelve en una especie de maniqueísmo que nos muestra la oposición fundamental entre la voluntad de Schopenauer y la idea de Hegel, reunidas al menos si no reconciliadas. Nada más romántico que el juego alternativo de estos dos principios antagonistas y contemporáneos en el seno del mismo principio que los ha producido y que los contiene. Toda esta metafísica es verdadera caja mágica, gracias al doble fondo que encierra: en uno de ellos está la voluntad, la voluntad que explica el ser, el deseo de la felicidad, el instinto de vivir; en el otro está la idea, que no explica el hecho de la existencia, sino el concepto del mundo, su esencia, y trata de organizarlo de la manera más sabia y mejor posible, aunque el hecho sólo de su existencia le haya condenado a la más absoluta desgracia. De este modo se concilia, si las palabras bastan para conciliar las cosas, el optimismo más inesperado con [121] el más desesperado pesimismo. La idea que representa a la razón soberanamente sabia, se esfuerza en sacar el mejor partido posible de la locura de la existencia, que sin consultarla le ha sido impuesta por el principio ciego: la voluntad. De ahí nace una lucha titánica que sólo acabará, cuando acabe el mundo, entre los dos principios: en el terreno de la idea domina la lógica, la razón; la voluntad por su parte es tan extraña a la razón como lo es ésta al deseo ciego e irracional del ser a la vida. Por eso debe esperarse que la idea, en cuanto haya conquistado el grado necesario de independencia, condene el principio irracional que descubra en la voluntad, y se esfuerce en aniquilarla.

Pero la idea inconsciente no tiene por sí misma ningún poder sobre la voluntad; no puede oponerle ninguna fuerza propia, se ve obligada a recurrir al ardid. Consigue que la voluntad cree por medio del individuo una fuerza independiente, capaz de oponerse a la voluntad, y de este modo comienza [122] el conflicto trágico, cuyo desenlace necesario sólo puede consistir en llevar a la voluntad, esclareciéndola, al anulamiento. Esta es la obra de la conciencia, que debe destruir sucesivamente todas las ilusiones del instinto, y quitar la máscara de la sinrazón del deseo de vivir, demostrar la impotencia de los esfuerzos de la voluntad para alcanzar el bien positivo, reducirla poco a poco a esta convicción: de que todo deseo conduce a la desgracia, y que sólo el renunciar a la felicidad conduce al mejor estado que puede alcanzarse, que es la ausencia de toda sensación.

No puede dudarse, pues, que el Inconsciente, o, mejor dicho, el Sobreconsciente, en su ciencia absoluta que abraza a un tiempo los fines y los medios, ha creado la conciencia para libertar a la voluntad de su ciego deseo del cual no podría librarse por sí sola. El fin del proceso universal será la realización de la mayor felicidad posible, que sólo consiste en dejar de existir.

¿Debe tomarse en serio ese personaje [123] fantástico del Inconsciente, dotado de sabiduría y de razón, pero sin conciencia, obligado a engañar a una parte de sí mismo, creando al individuo y a la conciencia, que debe con el tiempo libertarle? Hubiera valido más que el primer principio, adivinando con su intuición absoluta la desgracia y la sinrazón de la vida, no molestase su reposo y no crease nada, y no que se entretenga en crear una a una las lentas evoluciones que traen la libertación, a menos que el todo haya sido tiranizado por la voluntad, que no es más que parte de él mismo, o que haya sufrido una restricción que no se comprende absolutamente.

¡Cuántos misterios y cuántas complicaciones! Esta formidable y detallada teoría se parece a un aparato gigantesco, movido penosamente por multitud de pesos y contrapesos, de rodajes y de muelles, que se han creado para vencer todas las dificultades que se presenten, que se emplean en las grandes circunstancias, que se detienen en los tiempos normales, y que se [124] olvidan por la costumbre de vivir; tan extraño y tan complicado es el sistema. Hartmann representa a un tramoyista de opera, que pone en escena una magia gigantesca y pesada, llena de abstracciones dramáticas. Falta todavía el acompañamiento necesario, que nos procurará, sin duda, la música del porvenir; yo espero que Wagner, el compositor predestinado del pesimismo, halle un día asunto para una opera en el drama del Inconsciente, y lo traduzca en lúgubres sinfonías, dignas del mundo que va a nacer y a desarrollarse ante nosotros con tan trágica historia.

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Erasmo María Caro El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1892], páginas 83-124