El pesimismo en el siglo XIX (1878) a b c d e f g h Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX

La escuela pesimista en Alemania, su influencia, su porvenir
I

Parece que el mundo de las ideas está sometido en todos los órdenes de problemas al juego alternativo de dos doctrinas extremas.

En todo el curso del siglo anterior, y en la primera mitad del nuestro, es evidente que el optimismo ha prevalecido en Alemania bajo formas y a través de escuelas distintas. Hoy no cabe duda de que es el pesimismo el que tiende a triunfar, a lo menos por el momento{15}. [68] El pobre espíritu humano semejará siempre al paisano ebrio de Lutero, que cae ya a la derecha, ya a la izquierda, incapaz de mantenerse en equilibrio sobre su montura.

La Alemania del siglo XVIII, esto es, la inmensa mayoría de las inteligencias que representan su vida moral, permanecen fielmente adheridas a la doctrina que había enseñado Leibniz, que Wolf había sostenido, y que, por otra parte, se hallaba fácilmente de acuerdo, lo mismo con los dogmas de la teología oficial, que con el deísmo sentimental de Pope, de Rousseau y de Paley, en gran boga por entonces en esta población de pastores y de filósofos de Universidad, durante el grande interregno filosófico que va desde Leibniz a Kant. Apenas sí en esta quietud de espíritu y de doctrina penetran algunos ecos de los sarcasmos de Voltaire, repetidos por su real discípulo, el gran Federico, y los espíritus libres que viven dentro del radio de la pequeña costa de Postdam. La triste alegría de Cándido se ahogó al atravesar el Rin; este pueblo religioso y literato persiste en repetir que aquí abajo todo está dispuesto por una Providencia benévola para la felicidad eterna del hombre, y que este mismo mundo es el mejor de los posibles.

Más tarde, cuando cambia la escena de las ideas, cuando aparece Kant y todos estos [69] ilustres conquistadores del mundo filosófico, salidos de la Crítica de la razón pura, Fichte, Schelling, Hegel, el optimismo particular de Leibniz desaparece; pero el optimismo, aunque modificado, subsiste. Hay, sin embargo, desde entonces, una vaga tendencia a despreciar la vida y a no darla su verdadero valor. Se han entresacado cuidadosamente algunos pasajes teñidos de pesimismo en Kant; se nos recuerda que Ficthe ha dicho: «Que el mundo real es el peor de los mundos posibles. Nos presentan estas proposiciones de Schelling: «El dolor es una cosa necesaria en toda vida... Todo dolor tiene su origen exclusivo en el solo hecho de existir. La inquietud de la voluntad y del deseo que fatiga a toda criatura con sus demandas incesantes, es, en sí misma, la desgracia{16}.» Ya se siente aquí la vecindad de Schopenhauer. La filosofía hegeliana no es hostil al pesimismo; lo concibe como una de las fases de la evolución universal. según Hegel, ya se sabe, toda existencia finita está condenada a la ley dolorosa de destruirse ella misma por sus contradicciones. Esta ley del sufrimiento, que resulta de la división y de la limitación de la [70] idea, contiene un principio de pesimismo que Volkelt ha hecho ver claramente{17}.

Se comprende bien el interés que Schopenhauer y Hartmann han de tener en buscar precedentes, y por decirlo así, un parentesco honroso para su teoría. Mas si de cerca se considera, no se ve en esto más que analogías superficiales y alianzas de ideas más que dudosas. Hay un pesimismo empírico que se concilia muy bien con el optimismo metafísico: este es el punto de vista en que es preciso colocarse para juzgar la cuestión en los principales representantes de la filosofía alemana desde Kant. Todos ellos están unánimes en la apreciación severa de la vida, considerada en sus aspectos inferiores y en la realidad sensible, y no obstante, en el conjunto de estas doctrinas, lo que domina, es la solución optimista del problema de la existencia. Kant nos enseña, sin duda, hasta qué punto la naturaleza es poco favorable a la felicidad humana; pero la verdadera explicación de la vida, la última razón de las cosas, debe ser buscada fuera del orden sensible, en el orden moral, que constituye después de todo, el solo interés del soberano legislador, y la sola explicación de la [71] naturaleza misma. Lo mismo acontece con Fichte, para quien los fenómenos sensibles, la apariencia de la materia, no es más que una escena transitoria preparada para un fin único, el cumplimiento del deber, la acción libre del yo que persigue en su reacción contra el mundo exterior, y en su conflicto con la sensación, el más alto carácter que le es posible alcanzar. En cuanto a Schelling, en su segunda fase, señalada por su célebre obra Filosofía y religión, saca el símbolo de su metafísica de la doctrina cristiana de la caída. En ella se encuentra la historia trascendente de la ruptura de la unidad primitiva, la certidumbre del retorno final a la unidad, y asocia a esta obra a la misma naturaleza rescatada y espiritualizada con el hombre, después de haber caído con él en el pecado y la materia. Así, después de haber puesto bajo nuestros ojos las más tristes pinturas de la naturaleza sombría y de la vida desolada por el mal, Schelling nos conduce a una solución final que es indudablemente una especie de optimismo teológico. también es ésta, aunque bajo otra forma, la solución de Hegel sobre el valor del mundo y de la vida. La idea, en un principio dividida, errando fuera de sí, tiende a volver a sí por la conciencia del mundo.

Este devenir del espíritu, este proceso del mundo, que sin cesar se continúa a través del [72] drama variable de los hechos, he aquí la verdadera teodicea, la justificación de Dios en la historia.

Seguramente estaba allí el optimismo de la evolución universal y del progreso necesario; en todas estas doctrinas hay un fin cierto asignado al movimiento del universo, una razón divina envuelve, como en un tejido maravilloso, todos los fenómenos, hasta los más insignificantes y más raros de la naturaleza y de la historia, y, atrayéndolos en series determinadas, los impide desbarrar o perderse en lo inútil; es un orden providencial a su modo, que se cumple en todo momento, y del cual el pensador, colocado en el verdadero punto de vista, es testigo inteligente. Estas ideas han dominado el espíritu alemán en la primera parte de este siglo; Leibniz, Kant, Hegel, habían sido sucesivamente sus maestros, pero todos lo conducían y lo mantenían en vías paralelas, al cabo de las cuales, la razón percibía un fin digno de ella, digno de que se venciesen por alcanzarlo todos los obstáculos y peligros del camino, digno de que el hombre soporte sin quejarse el peso de los días, las enormes cargas, las miserias y las aflicciones sin número. –Una gran parte de la Alemania filosófica parece arrastrada ahora en una dirección completamente contraria. Es esto más que una moda pasajera, [73] un capricho de la imaginación, una rebelión contra los abusos de la dialéctica trascendente, una reacción violenta contra la tiranía especulativa de la idea, contra el despotismo de la evolución universal, comparadas con la cual «las miserias individuales» no son nada. Lo que hay de seguro es que las miserias individuales se han rebelado un día como cansadas de servir a fines que ellas no conocían; es que «los destinos humanos» han concluido por «volcar el carro que los trituraba bajo sus ruedas de bronce.» No pudiendo emanciparse del dolor, han protestado contra las razones dialécticas que querían imponérselo como una necesidad saludable, y nació el pesimismo. A la hora presente existe toda una literatura pesimista, floreciente en Alemania, y que también ha intentado, no sin éxito, algunas excursiones y conquistas a los países vecinos. Y no es solamente en los dos nombres de Schopenhauer y de Hartmann, el uno ya célebre, el otro investido de una notoriedad creciente, en los que se resume esta literatura, o si se quiere, esta filosofía. Schopenhauer es el jefe del coro, y después de él se encuentra en segundo lugar y sin ninguna afectación de modestia el joven sucesor ya designado, presto cuando le llegue la edad a hacer el primer papel y a empuñar el bastón de mando, el [74] cetro del coro. Pero este coro es numeroso y compuesto de voces que no cantan siempre al unísono, que pretenden ser independientes hasta cierto punto, quedando unidas todas en el acorde fundamental.

Entre los discípulos de Schopenhauer, al lado o por debajo de Hartmann es preciso citar particularmente a Frauenstädt, Taubert y Julio Bahnsen. Rindiendo culto a la memoria del maestro, del cual ha publicado la correspondencia y las conversaciones, Frauenstädt trata, sin embargo, de suavizar algunos rasgos demasiado duros de la teoría, llegando a negar que el término pesimismo convenga en todo rigor a un sistema que admita la posibilidad de destruir la voluntad y de sustraer de este modo el ser a los tormentos que ella le impone. –Esta tendencia a aceptar el hecho de la miseria del mundo como inseparable del ser, y, no obstante buscar en los límites del pesimismo fuentes de consuelo inesperado, se advierte más claramente en Taubert. En su libro titulado El Pesimismo y sus adversarios, reconoce, con Schopenhauer, que el progreso trae consigo una conciencia cada vez más profunda del sufrimiento que acompaña al ser y de la ilusión de la felicidad, pero manifiesta la esperanza de que se podrá triunfar en parte de esta miseria por los esfuerzos [75] combinados del género humano, que, sometiendo más y más los deseos egoístas, darán al hombre el beneficio de una paz absoluta y reducirán así en gran parte la desgracia del querer-vivir. La melancolía misma del pesimismo, dice Taubert, se trasforma si se examina de cerca en uno de los más grandes consuelos que se nos pueden ofrecer, no sólo trasportar nuestra imaginación más allá de los sufrimientos reales a los que cada uno de nosotros está destinado, y de este modo encontramos cierta ventaja relativa, que aumenta de cierto modo, los placeres que la vida nos concede y se duplica nuestro goce. ¿Cómo acontece esto? La razón que nos da no carece de originalidad: «El pesimismo nos enseña que toda alegría es ilusoria, pero no toca al placer mismo, lo deja subsistir a pesar de su vanidad demostrada, sólo que lo encierra en un marco negro que hace resaltar mejor el cuadro.» Por último, Taubert insiste sobre el gran valor de los placeres intelectuales, que el pesimismo, según él, puede muy bien reconocer, y que deben enlazarse en una esfera superior «como las imágenes de los dioses, libres de todo cuidado y esparciendo sus luces sobre los abismos tenebrosos de la vida, rellenos ya de sus tormentos, ya de alegrías, que terminan en penas! M. James Sully hace observar con finura que Taubert le hace el [76] efecto de un optimista caído por equivocación o por un paso en falso en el pesimismo, y que hace inútiles esfuerzos por salir de este atolladero.

Al paso que Taabert representa la derecha del pesimismo, Julio Bahnsen representa la extrema izquierda de la doctrina. De este modo se presenta en su obra titulada la Filosofía de la Historia; y así se produce con más exageración aún en su presente libro, provisto de este título terrible: ¡Lo trágico como ley del mundo! En todo lo que concierne al pesimismo y al principio irracional de donde se deriva traspasa el pensamiento de Schopenhauer: para él, como para su maestro, el mundo es un tormento sin tregua que lo absoluto se impone a sí mismo. Pero va más lejos que su maestro al negar que exista ninguna finalidad, ni aun inmanente en la naturaleza, y que el orden de los fenómenos manifieste ningún enlace lógico. No sólo sostiene el principio de la escuela, a saber, que toda existencia es necesariamente ilógica en tanto que es manifestación de la voluntad; para él la existencia es ilógica, «en su contenido lo mismo que en su forma.» Además de la sinrazón de la existencia considerada en sí, hay una sinrazón fundamental en el orden de las cosas existentes. Se comprende que Bahnsen, al negar toda cooperación de la razón en el mundo rechace la sola [77] forma de placer puro conservada por Schopenhauer, el placer de la contemplación intelectual, y de la creación por el arte, el goce estético y científico. ¿Cómo podría encontrarse tal goce en un mundo en que no hay ya ni orden lógico, ni armonía de ninguna especie, en un puro caos de fenómenos y de formas? La observación del universo y la representación de sus formas en el arte, lejos de ser una fuente de alegría tranquila, no pueden más que traer nuevos tormentos a un espíritu filosófico. La esperanza misma de un aniquilamiento final, que es el remedio supremo propuesto por Schopenhauer al mundo desdichado, es para Bahnzen una pura ilusión. «Su disposición pesimista es tal, dice Hartmann, y le hace tan apasionado para lo que hay de desesperado en su punto de vista, que se siente turbado en su tristeza absoluta cuando se le presenta una perspectiva cualquiera de consuelo.» Esta vez podemos estar seguros de que tocamos al último término a la última evolución del pesimismo alemán. Esta vez la apuesta ha sido llevada hasta el fin, y si no hay apuesta, digamos que la locura del sistema está completa. Bahusen puede decir con orgullo al pesimismo: «No irás más allá.»

Y en efecto, el pesimismo ha retrocedido hasta en el mismo Hartmann ante las consecuencias [78] del principio llevado al último extremo. La filosofía de lo Inconsciente presenta un aspecto muy razonable, de una moderación ejemplar al lado de tales excentricidades. La Alemania que no carece de intrepidez especulativa ni de afición a las aventuras de la idea no ha querido seguir a Julio Bahnzen; me parece que este fogoso dialéctico de lo ilógico absoluto, se sumerge cada vez más en la soledad y en el vacío. No es seguramente bajo ésta forma con la que el pesimismo está destinado a conquistar el mundo; sino que con más habilidad y bajo formas más moderadas está en camino de apoderarse del espíritu germánico que atrae por medio de cierta mágica fascinación y que turba profundamente. Le falta sin duda todavía un poderoso vehículo, la enseñanza de las Universidades, y de ello se queja M. Hartmann amargamente; pero esto vendrá con el tiempo; ¿por qué no? En tanto que esto llega, el pesimismo lleva a cabo su obra fuera de las Universidades: las ediciones de Schopenhauer y Hartmann se multiplican; este último confiesa que si la filosofía, a la cual ha consagrado su vida, encuentra con más dificultad discípulos en el sentido estricto de la palabra, obtiene en más alto grado que ninguna otra escuela a la hora presente, la atención, el interés y hasta el entusiasmo de ese inmenso auditorio [79] vago y flotante que aunque no está concentrado en una cátedra de la Universidad no es por eso menos poderoso para hacer las reputaciones de los autores, el éxito de los libros y la fortuna de los sistemas. Las contradicciones no faltan, antes abundan vivas y apasionadas; basta recordar el nombre del fogoso Duhring, que hace poco tiempo enseñaba todavía en la Universidad de Berlín. Estas discusiones que han despertado la vida filosófica un poco aletargada en Alemania y como sofocada bajo el ruido de las armas, muestran la vitalidad creciente de la filosofía que tratan de combatir en sus principios y de detener en su progreso: curiosidad muy viva con respecto al pesimismo, crítica encarnizada que demuestra su éxito; es un hecho que se debe hacer constar y un síntoma que se debe estudiar.

Seguramente que a primera vista nada parece más antipático al espíritu francés que esta filosofía oscura en su principio, demasiado clara en sus consecuencias que quita a la vida todo su precio y a la acción humana todo su valor. La pasión de la luz, la afición a la lógica, el ardor del trabajo, la costumbre de la actividad útil, he aquí lo que nos defiende suficientemente a lo que parece por el lado del Rin contra estas influencias sutiles y disolventes. Y no obstante, en Francia se han sentido los efectos de este [80] mal que tiende a hacerse cosmopolita, por algunos espíritus a quienes el culto del ideal y la creencia en el deber, parecía preservarla de semejante contagio. Nada nuevo diremos a nuestros lectores, recordándoles que más de una página de los Diálogos filosóficos recientemente publicados, tiene un color pronunciado de pesimismo. No se trata aquí, sin duda, de una de esas teorías violentas, sin mezclas, que pretenden resolver el enigma total de un solo golpe y se contentan con volver contra sí mismo el dogmatismo de los pesimistas, oponiendo un fin negativo o la ausencia de fin a los fines razonables y divinos, y el desprecio absoluto de la vida a la estima que de ella deben tener razonablemente los hombres. Hay muchas atenuaciones, restricciones de toda suerte, hasta apariencias de contradicción a la idea pesimista que parece haber sido la gran tentación del autor mientras meditaba o escribía estos conflictos de inspiraciones y de pensamientos encontrados, expresados con una sinceridad a veces dramática, no son uno de los menores atractivos de esta obra perturbadora y turbada. Mas no es posible negar que a las influencias hasta entonces dominantes de Kant y de Schelling, haya venido mezclarse en la inspiración de este libro, la influencia de Schopenhauer. La lucha de estos dos [81] espíritus es visible de una página a otra, y a menudo en la misma página.

Kant es el que inspira algunos bellos pensamientos sobre la vida humana y el mismo mundo inexplicables sin la finalidad moral, y también la notable confesión de que lo que hay de mejor en el mundo es la bondad, y que «la mejor base de la bondad es la admisión de un orden providencial, donde todo tiene su lugar y su rango, su utilidad y hasta su necesidad.»{18} Schelling es el que reina en ciertos momentos y el que vuelve a ocupar su imperio a través de las inquietudes y desalientos cuando se nos dice: «El Universo tiene un objeto ideal y sirve a un fin divino; no es una vana agitación, cuyo resultado final sea cero. El fin del mundo consiste en que reine la razón»{19}; o bien: «La filosofía de las causas finales no es errónea más que en la forma. Es necesario tan sólo colocar en la categoría del fieri, de la evolución lenta, lo que ella colocaba en la categoría del ser y de la creación.» Pero estas serenas claridades no duran y se extinguen gradualmente en las sombras del pesimismo. Aun en aquella parte del libro, [82] consagrado a las Certidumbres, lo que domina es la idea lúgubre de una astucia inmensa que se apodera de la naturaleza humana, la envuelve en sus estrechas redes y la conduce por la persuasión o por la fuerza a fines desconocidos a través del obstáculo y del sufrimiento. «Existe en alguna parte un gran egoísta que nos engaña», ya sea la naturaleza o Dios: esta es la idea fija que se ve sin cesar, que da vueltas en torno del espíritu del autor y llenó su libro de la más sombría poesía. El maquiavelismo instintivo de la naturaleza, las picardías que lleva a cabo para conseguir sus fines por medio de nosotros, a pesar de nosotros y contra nosotros, he aquí el gran drama que en el mundo se representa y del que nosotros somos los actores y las víctimas en todas partes se encuentra la naturaleza que engaña a los individuos por un interés que no les concierne en todo lo que corresponde a los instintos, a la generación y al amor mismo. «Todo deseo es una ilusión; pero las cosas están de tal modo dispuestas que no se ve el vacío del deseo hasta que se nos cumple... No existe ningún objeto deseado, del cual no hayamos reconocido, después de alcanzado, la suprema vanidad. Esto no ha dejado de verificarse una sola vez desde el comienzo del mundo. Y sin embargo, aquellos que lo saben de antemano [83] perfectamente, desean lo mismo; y aunque el Eclesiastes predique eternamente su filosofía de célibe hastiado, todo el mundo convendrá en que tiene razón, y no obstante deseará.» –«Somos explotados»; he aquí la última palabra del libro. «Hay algo que se organiza a expensas nuestras; somos el juguete de un egoísmo superior... El anzuelo está bien claro, y sin embargo se ha mordido en él y se morderá siempre. Lo mismo en el placer, del cual es preciso pagar enseguida el equivalente exacto en dolor, que en la visión de quiméricos paraísos sobre los que la cabeza reposa, no encontramos una sombra de verdad; lo mismo acontece con esta decepción suprema de la virtud que nos impulsa a sacrificar a un fin que está fuera de nosotros, nuestros intereses más caros.»

¡La virtud, una decepción! ¡Quién hubiera esperado esto de un filósofo, que en el naufragio universal de las ideas metafísicas, por encima de las olas y del abismo había sostenido hasta aquí, con mano tan firme, cual si fuere un arca santa la idea del deber! ¡El imperativo categórico, seguiría, pues, la suerte de los principios de la razón pura, y el privilegio de mandar a la razón, que a los ojos de Kant y de sus discípulos debía salvarla de todo ataque de la crítica, y constituye en favor suyo una certidumbre aparte, este [84] privilegio sería también una ilusión que es necesario destruir! Una crítica más penetrante y más sutil, descubre aquí, como en otras partes, el lazo secreto que la naturaleza tiende a nuestro candor: «Ella tiene evidentemente interés en que el individuo sea virtuoso... Bajo el punto de vista del interés personal es un engaño, puesto que el individuo no sacará ningún provecho temporal de su virtud; pero la naturaleza tiene necesidad de la virtud de los individuos... Nosotros somos engañados sabiamente en vista de un objeto trascendente que el universo se propone y que es infinitamente superior a nosotros.» Así, pues, el deber misario no es más que el último fraude del tirano que nos hace servir a sus fines, los cuales nos son completamente extraños y desconocidos; mas por una consecuencia extravagante; y de todo punto inesperada, he aquí que el escepticismo especulativo, extendiéndose por la esfera moral, crea un tipo nuevo de virtud, una virtud más bella todavía que la que bastaba a Kant, más desinteresada si es posible, a pesar de que el gran moralista no quiere reconocer la virtud allí donde algún elemento extraño se une al deber. Aquí se trata de una virtud el sacrificio absolutamente heroica, porque significa de uno mismo a un fin desconocido que no es como en Kant, la moralidad del hombre, sino [85] algo de lo cual no tenemos ninguna idea; una virtud caballeresca, puesto que se dedica sólo por un puro sentimiento de honor, «a una cosa absurda en sí.» Parece mucho más bello ser virtuoso después de comprender que somos engañados. Por este rasgo característico, es por lo que el autor de los Diálogos se distingue de Kant; reconoce claramente, que lo que era todo a los ojos de Kant, la moralidad no es nada para el hombre, no es más que un medio de que se sirve la naturaleza con un fin que ignoramos y que no nos concierne. Por esto es por lo que él piensa distinguirse de Schopenhauer, que también ha comprendido el maquiavelismo de la naturaleza, pero que a causa de esto mismo, se niega a someterse a ella. «A diferencia de Schopenhauer, dice Filaleto, yo me resigno. La moral se reduce, por tanto, a la sumisión. La inmoralidad es la rebelión contra un estado de cosas del cual se percibe el fraude. Es preciso a un mismo tiempo percibirlo y someterse.»

Someterse, ¿y por qué? Yo no me explico cómo se puede continuar obedeciendo órdenes que se sabe que son lazos, cuando basta un acto de voluntad para sustraerse a ellas. Tan heroica sumisión, no sobrepuja mis fuerzas, sino también mi inteligencia. En mi sentir, Schopenhauer tiene mil veces razón contra esta caballería [86] filosófica que se admira con justicia, cuando es la del ideal, que se cesa de admirar cuando se ofrece como víctima, a yo no sé qué orden «de un tirano malévolo.» El pensamiento que nos ha emancipado de la ilusión, nos ha emancipado al mismo tiempo de la obligación. Sí, Schopenhauer tiene razón en predicarnos la rebelión si nos sentimos engañados. No hay ninguna ley intelectual o moral que pueda imponernos el sacrificio por un objeto que no mantiene ninguna relación ni aun ideal con nosotros. No existe deber sino en tanto que se cree en el deber; ya no se cree en él, si se ve claramente que el deber es un fraude, la obligación debe por lo mismo cesar. Si es verdad, como se nos dice que el hombre por el progreso de la reflexión conoce cada vez mejor todas esas estafas que se llaman religión, amor, bien, verdad, el día en que la crítica ha matado los engaños de la naturaleza, ese día ha sido verdaderamente benéfica y libertadora: la religión, el amor, el bien, lo verdadero, todas esas cadenas invisibles con que estamos ligados, desaparecen; no vamos nosotros a tomarlas de nuevo voluntariamente para, dar gusto «al gran egoísta que nos engaña.» Estábamos engañados, ya no lo estaremos más, helo aquí todo: ¡El hombre es libre, y si él quiere emplear, como Schopenhauer, su libertad [87] reconquistada en destruir este malvado encantador que nos tenía encadenados, bien dicho sea por tal empresa!

Y si quiere pronunciar las palabras mágicas que Schopenhauer le enseña y que deben producir el fin de esta triste fantasmagoría, constreñir la voluntad que ha desplegado su poder bajo la forma del universo a replegarse en sí misma, a volverse del ser a la nada, gloria al hombre que por la crítica primero haya destruido las ilusiones, y que por su valor después haya secado la fuente de estas ilusiones!

¡Gloria a él por no haber jugado voluntariamente el papel del eterno engañado del universo! Todo esto es perfectamente lógico; si levantamos la última aurora que nos retenía todavía sujetos a un punto fijo «sobre este mar infinito de ilusiones», y esta última aurora es la idea del deber ligado a lo absoluto.

Confiemos en que esta no será más que una crisis momentánea en la historia del espíritu francés, también en la historia del espíritu brillante que parece haber sido tocado por ella. Lo que nos podría hacer creer que nuestra esperanza no es vana, es que el autor señala una fecha determinada a sus sueños, y esta fecha, asociada a los recuerdos más tristes, es una revelación sobre el estado moral, bajo el cual fueron [88] escritos estos diálogos. En los primeros días del mes de Mayo de 1871 era cuando Eutifron, Endoxo y Filaleto se paseaban conversando y abatidos por las desgracias de su patria en uno de los parajes más retirados, del parque de Versalles. Era después de la guerra extranjera y durante la guerra civil. Esto explica muchas cosas. París estaba entregado a locuras que casi justificaban las más sombrías aprensiones del pesimismo. Versalles estaba en calma, pero guardaba el amargo y reciente recuerdo de la estancia prolongada que allí habían hecho nuestros vencedores, los pesimistas con casco de M. Bismarck. El contagio flotaba todavía en el aire; Filaleto lo sintió y fue turbado: Pero ya cuando publicó este libro, parecía convalecer de esta disposición enfermiza en medio de la cual fue escrito. En una nota nos promete que publicará muy pronto un Ensayo compuesto en otra época y bajo otras influencias y mucho más consoladora que esta. En cuanto a los lectores que se conmovieran demasiado con estas perspectivas desoladas, el autor les cuenta en su prefacio una singular anécdota que nos ofrece como un antídoto infalible: si alguno se entristeciera demasiado con la lectura de este libro, sería preciso decirle lo que aquel buen cura que había hecho llorar demasiado a sus feligreses, predicándoles la pasión: [89] «Hijos míos, no lloréis tanto, que esto hace mucho tiempo que pasó y quizá no sea verdad.» Sospecho que si este sermón ha sido alguna vez pronunciado, debió ser en Meudon en el tiempo en que Rabelais oficiaba, a menos que no fuera en Ferney, en aquel famoso día en que «el buen cura» Voltaire quiso predicar en plena iglesia.

Sea de esto lo que quiera, basta que la figura de Voltaire aparezca en el prefacio de los Diálogos, para que la sombría visión del libro se haga inofensiva y no inquiete ya al lector más que como una fantasía de artista. La sonrisa del autor ha matado al monstruo; el pesimismo no es ya más que una «pesadilla». Así pasan de ordinario las cosas en Francia, donde la filosofía y la literatura de pesadilla no han tenido jamás éxito. Los Cuentos fantásticos de Hoffmann no han podido aclimatarse bajo nuestro cielo y en nuestra lengua. Schopenhauer y Hartmann no serán aquí nunca más que objetos de curiosidad.

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{15} Debemos señalar un libro de M. James Sully, que acaba de aparecer bajo el título: Pessimism a history and a criticism, London 1877. – Es una historia y un estudio muy completo; no nos equivocamos al decir que esta cuestión es hoy la orden del día de la filosofía. El sabio y distinguido autor de Sensation and Intuition, nos ofrece en este nuevo libro un contingente de observaciones y de noticias exactas, de las cuales habremos de aprovecharnos, aunque el punto de vista en cual vamos a colocarnos, sea completamente distinto del suyo.

{16} Filosofía de lo Inconsciente, 2º v., pág. 354. Comparar estas proposiciones con las de Schopenhauer; El mundo como voluntad y representación, 2ª parte.

{17} Lo Inconsciente y el Pesimismo.

{18} Diálogos filosóficos, por M. Ernesto Renan. Introducción, pág. XVI.

{19} Ibid., pág. XIV.

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Armando Palacio Valdés Erasmo Caro · El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1878], páginas 67-89