Filosofía en español 
Filosofía en español


José Vasconcelos

Democracia y tiranía

Parece mentira que todavía en la América perdure, no sólo en el orden práctico, también en la esfera de la teoría, el viejo conflicto que es uno de los motivos fundamentales de la historia, el conflicto proteico de la democracia y de la tiranía.

Hasta estas exóticas tierras de la antigua Bizancio me llega el kilómetro de letra impresa que me dedica el poeta de Corte don José Santos Chocano. Sus imputaciones falsas y absurdas y sus opiniones torcidas sobre mi conducta no me conmueven ni me mueven, por venir de quien vienen, a escribir una sola línea en mi defensa. Por lo demás, la reputación se defiende con obras y no con palabras. Y yo, después de leer la respuesta del malaventurado poeta, me siento satisfecho de haber escrito el artículo que lo motiva: «Poetas y Bufones», y lo ratifico en todas sus partes, de cerca o de lejos. Porque si dijo o no dijo el señor Chocano que él y su jefe de estos tiempos eran los dos inmortales [60] del siglo, su artículo da a entender eso mismo y aun agrega a la familia de los Dioses montaraces, el otro bien conocido de la América, don Juan Vicente Bisonte. El diablo los cría y ellos se juntan.

Pero lo que sí es un deber impedir es que la fama de ciertos hombres sea utilizada, con fines bastardos, para engañar la ignorancia y prolongar la injusticia. La leyenda de las dictaduras ilustradas y de las tiranías benéficas es tesis que no resiste el juicio de la historia. Tampoco es verdad que el gran arte necesite, como planta enfermiza, de la protección paternal del Soberano. Al contrario, todas las grandes épocas artísticas de la Humanidad corresponden a períodos de florecimiento democrático y liberal, desde Pericles en Atenas, pasando por las Repúblicas italianas, hasta nuestras grandes iglesias de la América latina, que son obra del valiente esfuerzo individual de los misioneros. En cambio, no rebasa el nivel de lo mediocre y cae frecuentemente en la vaciedad de lo pomposo todo cuanto se ha hecho bajo los Divinos Augustos y bajo los Sagrados Basilídas y los Reyes Soles y los Carlos Quintos, que estarían bien en la Comedia si no hubiesen dejado huellas de dolor y de sangre después de su paso maldito por la historia. Si tantas veces se ha podido ofuscar el juicio de los críticos, [61] si todavía hay quien sostiene lo contrario, es porque en un gran número de gentes pesa todavía con peso abyecto el sentimiento bochornoso del esclavo, que no sólo obedece, sino que todavía aplaude y glorifica a su señor.

En muchos sentidos la historia entera está por hacerse. Algunas veces se han libertado los cuerpos, pero las conciencias siguen atadas. Y no sólo la historia, el criterio también necesita reforma. Acumulemos datos que puedan servir a esa reforma. Arrojemos así, al azar, algunas observaciones, algunas circunstancias de la vida de un gran pueblo, que vivió y fracasó hace más de mil años.

Todo lo tenía Bizancio: el territorio extenso y fértil, los puertos abrigados y numerosos, el eje del mundo antiguo como base, las razas mejores del planeta, la lucidez del griego, el genio sagrado del sirio, la organización del estado romano, la riqueza, la tradición, el poderío. Todo lo tenía Bizancio. Pero todos esos poderes reunidos los puso Bizancio en manos de un hombre, en manos de un déspota. Poco a poco los ciudadanos se fueron reduciendo a nada y el poder imperial fue creciendo y con el poder imperial crecía el ejército. Y cada vez que un ejército crece, las libertades del país que lo sostiene se acaban, y cada vez que el poder absoluto aparece en un pueblo, la decadencia se [62] precipita a grandes saltos y por medio de una sucesión de catástrofes.

Catástrofes exteriores y calamidades internas. Pérdida de provincias en la lucha contra los bárbaros y dolor, esclavitud y miseria en los campos. Y no era que faltase quien indicara las causas. Las causas eran las de siempre. La tierra estaba en poder de unos cuantos. El campesino, cansado de soportar la tiranía del gran propietario, emigraba a las ciudades, para aumentar el número de los parias. Entonces los emperadores hacían lo que hacen siempre los déspotas, daban decretos. Los decretos agrarios de los emperadores bizantinos parecen obra de economistas contemporáneos. Y no les faltaba tampoco el aspecto humanitario y demagógico. «El mal terrible de la codicia –decía Basilio II– hace que los ricos especulen con la miseria de los pobres y les compren a vil precio sus bienes.» «No dejaremos en sus manos los bienes de los pobres», agrega en otro edicto, haciéndose aparecer como el protector de los desvalidos o, como se diría hoy, líder agrario. Pero los edictos eran una mera farsa, porque el emperador, como jefe absoluto, como tirano, se apoyaba en el ejército, y los jefes del ejército perseguían a uno que otro hacendado, pero a la postre resultaban con hacienda. Se volvían terratenientes, ¿y quién era el osado que fuera a [63] pedirles cuentas? Tal es el círculo vicioso en que cae fatalmente la tiranía. Nada puede corregir, nada puede organizar, porque en sí misma lleva el germen de toda corrupción. La reforma agraria de los bizantinos se quedó escrita; las tierras se fueron empobreciendo y la población, cada vez más oprimida, se hacía impotente para defenderse de los peligros externos. Después de algunos siglos ya no daba ni soldados, y entonces fue necesario recurrir a los mercenarios, no tanto para defender el Imperio contra el extranjero, sino para defender a los emperadores de las protestas violentas, de la desesperación de las multitudes esclavizadas.

Y se prolongó durante varios siglos un régimen de tiranía absoluta, sin más freno, como dice un historiador citado por Charles Diel, SIN MÁS FRENO que el asesinato y la revolución. Porque, periódicamente, el jefe militar de más prestigio o de más ambiciones asesinaba a sus rivales o los vencía en batalla y se proclamaba emperador. Se proclamaba la encarnación de la patria, el caudillo de la revolución, el salvador de los principios. ¡Desgraciadas las naciones que producen esta clase de salvadores! Cada uno de ellos sacrificaba alguna ventaja, algún territorio del Imperio, cada vez más acosado por sus enemigos externos.

Pero las procesiones y el fausto seguían, y [64] una pléyade de poetas, antecesores ilustres del señor Chocano, cantaban las glorias del Imperio y de la tiranía y proclamaban el culto DE LA ESPADA. Pero la espada que tiene en sus reflejos el brillo siniestro de la maldición de Caín, constantemente se vuelve contra sus adoradores. La espada se ha mellado de tanto perder en la historia. La espada perdió cuando los persas la levantaron contra las arengas de la democracia helénica. La espada de César acabó con la República romana y preparó las invasiones bárbaras, después de la larga y vergonzosa decadencia del Imperio; enseñó el camino a los bárbaros. La espada de Napoleón llevó a Francia al desastre y dio el dominio del mundo a Inglaterra, que estaba dirigida por Pitt, un orador. Y aun la propia espada de Alejandro, al acabar con la democracia interior, preparó la decadencia y la muerte de la cultura griega, la dejó inerme delante de la poderosa República romana, gobernada en aquella época por los oradores. Delante de la palabra siempre ha sido impotente la espada.

Y sólo en la democracia y dentro de la democracia podrá el mundo y podrá la América latina consumar esa transformación de las instituciones económicas, que es el fin supremo de nuestra edad, atormentada, pero segura ya de su camino. [65]

Que no nos vengan, pues, estos señores, que después de un banquete habrán leído alguna página de un libro de vieja historia y, sin capacidad para penetrar su sentido, nos lanzan conclusiones en las que creen encontrar una justificación de sus vidas manchadas.

La América fue creada para la libertad, no para la tiranía. Sobre la vil corruptela del caudillaje se impondrá, tarde o temprano, la democracia civilizada. Ni el recuerdo queda de los que justificaban a Rosas, diciendo que la tiranía era necesaria para defender la Argentina de las ambiciones de Europa. Sarmiento derribó a Rosas aun con la ayuda europea, porque cuando la patria llega a llamarse Rosas ya no es patria, es maldición: Tarde o temprano, en toda la América triunfará Sarmiento. Y nadie se acordará de las caricaturas de Imperio que todavía perduran en nuestras patrias.

Vasconcelos


Poetas y bufones. Polémica Vasconcelos-Chocano. El asesinato de Edwin Elmore
Agencia Mundial de Librería, Madrid 1926, páginas 59-65.