Memorias de Fray Servando Teresa de MierJosé Servando de Mier Noriega y Guerra

Fray Servando Teresa de Mier

Memorias

< Segunda parte >

 
II
Desde que se puso la Real orden de que el Consejo de Indias me oyese en justicia, hasta que se me pasaron los autos para que contestase

Como entonces fue cuando yo abrí los ojos para conocer la práctica de nuestro Gobierno y el remedio de los americanos en las dos vías, reservada y del Consejo de Indias, para sus recursos e impetraciones, será bien que yo se los abra a mis paisanos, para que no se fíen absolutamente en que tienen justicia, cosa sólo valedera si media gran favor o mucho dinero, y procuren acá transigir sus pleitos como puedan, aunque sea a mala composición. Porque allá el Poder es más absoluto, más venal es la Corte y los tribunales, mayor el número de los necesitados, de los malévolos e intrigantes, los recursos más difíciles, por no decir imposible, para un pobre, y, en una palabra: allá no se trata de conciencia, sino de dinero y de política, que en la inteligencia y práctica de las cortes es precisamente lo inverso de lo moral. Con esta noticia se entenderá mejor lo perteneciente a mí.

Vía reservada no es el rey, como se piensa por acá, que sepa lo que se le quiere hacer saber. Es la secretaría o ministerio correspondiente, compuesta de varios oficiales divididos en clases de primeros y segundos, &c., de los cuales hay un mayor absolutamente, que está al lado del ministro, y otro, llamado también mayor, que está en la secretaría y es el que le sigue en antigüedad. Llámanse covachuelos, porque las secretarías donde asisten están en los bajos o covachas del Palacio. Y cada uno tiene el [199] negociado de una provincia o reino, así de España como de las Indias. De éstas hay secretaría aparte, o, digamos así, covachuelos, en los ministerios de Gracia y Justicia y de Hacienda. A estos empleos se va, como a todos los de la Monarquía, por dinero, mujeres, parentesco, recomendación o intrigas; el mérito es un accesorio, sólo útil con estos apoyos. Unos son ignorantes, otros muy hábiles; unos, hombres de bien y cristianos; otros, pícaros y hasta ateístas. En general, son viciosos, corrompidos, llenos de concubinas y deudas, porque los sueldos son muy cortos. Así es notoria su venalidad.

A la mesa de aquel covachuelo que tiene el negociado de un reino va cuanto se dirige de él a la vía reservada. Y, o se limpia con el memorial, o le sepulta si no le pagan, o informa lo contrario de lo que se pide. En fin, da cuenta cuando se le antoja, y el modo de darla es poniendo cuatro rengloncitos al margen del memorial, aunque éste ocupe una resma de papel, y si pone seis rengloncitos, ha tenido empeño sobre el asunto. En ellos dice que se pide tal y tal, y si es covachuelo de los primeros o segundos, dictamina, esto es, resuelve en favor o en contra.

Carlos IV estaba siempre, según las estaciones, en los sitios reales de Aranjuez y el Escorial, distantes unas siete leguas de Madrid, o en la Granja, distante catorce, y sólo dos temporaditas en Madrid, donde casi nada se despachaba, ni aun se desenvolvían los líos de las secretarías. Se enviaban, pues, desde las secretarías de Madrid al Sitio los memoriales, con los informes de los covachuelos, a veces carros de papel. El oficial mayor que está al lado del ministro los recibe, y cuando éste ha de tener audiencia del rey, que la da dos o tres veces a cada ministro cada semana, por la noche, mete una porción de aquellos memoriales en un saco que lleva el papel de bolsa. En cada memorial el ministro lee al rey el informito marginal del covachuelo. El rey a cada uno pregunta lo que se ha de resolver; el ministro contesta con la resolución puesta por el covachuelo, y el rey echa una firmita. [200]

A los cinco minutos decía Carlos IV: «Basta», y con esta palabra queda despachado cuanto va en la bolsa, según la mente de los covachuelos, a cuyo poder vuelve todo desde el Sitio para que extiendan las órdenes. Ellos entonces hacen decir al rey cuanto les place, sin que el rey sepa ni lo que pasa en su mismo palacio, ni el ministro en el reino. Ni se limitan los covachuelos a extender sólo las órdenes que se les mandan poner, o tocantes a lo que baja de arriba, ellos ponen las que se les antoja, tocante a cualquier asunto, con tal que medie en su poder algún papel, informe, &c., del cual asirse para motivar la orden dada, caso que por un fenómeno se llegue a pedir razón de ella. ¿Quién se ha de atrever a acusar a un hombre que manda lo que quiere en nombre del rey?

Extendidas o puestas las órdenes suben otra vez arriba, y el oficial mayor se las pone a firmar al ministro, porque orden real se llama la que éste expide a nombre del rey, como cédula se llama la que va firmada «yo el rey», con estampilla. Ya se supone y se sabe que el ministro firma sin saber lo que firma, ni era posible que lo supiese, porque son centenares de firmas las que echa en cada sesión. Todo va sobre la responsabilidad del covachuelo, que está seguro de no ser descubierto, porque toda queja o recurso que se haga ha de venir a sus manos. Sólo en un siglo, por una combinación la más rara, y en materia de publico y gravísimo interés, puede llegar a saberse la infidencia, como estando yo en Madrid se descubrió la de un oficial de la Secretaría de la Real Hacienda, el cual había puesto Real orden permitiendo extraer del reino seis millones en lanas sin pagar derechos. Al día siguiente de haberse recibido en la Dirección general de Rentas, le pidió el ministro dinero, y respondieron los directores que no lo había; y esto no era de admirar, estándose concediendo privilegios tan exorbitantes. Chocó esta añadidura al ministro y pidió la explicación. Con ella fue descubierto el covachuelo que había puesto la orden. La pena que le correspondía era de horca; pero gastaba dinero [201] en hacerle la partida a Godoy, y estos pícaros, como favorecen a los grandes personajes o validos que les pueden servir, siempre tienen protectores. Con eso, todo el castigo se redujo a irse a pasear desterrado a la Coruña.

Firmadas, pues, así ciegamente por cada ministro las órdenes, se retienen ocho días en el Sitio, por si ocurre mudar algo, y vuelven otra vez a los covachuelos, para enviarlas a sus respectivos destinos. Cuando, pues, nos devanamos los sesos pensando los términos de una Real orden para conocer la intención de S. M., es la de un covachuelo pícaro o mentecato. Así, no sólo suelen salir encontradas de diferentes secretarías sobre un mismo asunto sin poder atinar (como le sucedió al conde de Revillagigedo siendo virrey) a qué rey se ha de obedecer, sino que se dan desatinadísimas. Es célebre la que fue a la isla de Santo Domingo para poner preso al comején (bicho) por haber destruido los autos que pedía S. M. Otra se envió a la Habana para que saliera la caballería a desalojar a los ingleses que estaban apostados en la sonda de Campeche, esto es, para que saliera la caballería de una isla a echar los ingleses de enmedio del seno mexicano. A un comandante de Marina que habiéndole mandado salir luego de un puerto de España con pliegos para otro, respondió que para mostrar su obediencia se había puesto en franquía, es decir, había soltado los cables o levantado anclas para salir al primer viento, le fue una reprensión de S. M. por haberse puesto en el puerto de Franquía, que no era donde se le mandaba.

No sucede esto en sólo cosas de poco momento, sino en muy graves. Godoy, para derribar a Urquijo cuando era ministro de Estado, bajo pretexto de religión, hizo alborotar con ella al pueblo de Madrid (como Haro al de México contra mí) por medio del canónigo de San Isidro, Calvo, que después fue ajusticiado en Valencia por haberse apoderado de su ciudadela, y hecho matar a 500 franceses inocentes, vecinos y casados en dicha ciudad. Citó éste, predicando en la Victoria de Madrid, a todos [202] los padres y madres de familia para revelarles una cosa gravísima en el sermón siguiente. El concurso fue inmenso, y salió con que la herejía del jansenismo tenía infestado a Madrid y amenazaba llenar el reino. El alboroto, la habladuría fue inmensa, y Calvo imploró la protección católica de Godoy. Urquijo fue a la ciudadela de Pamplona por haber mandado al Consejo de Castilla examinar, para imprimir, la célebre obra de Pereira, sobre los derechos de los obispos; y se mandó recibir la bula Auctorem fidei, obra de Volgeni contra el Concilio de Pistoya, a la cual ninguna corte católica había querido dar pase. El Consejo de Castilla respondió que no podía dárselo, porque era contraria a las regalías. Pues póngase salvas mis regalías, como se expresó en una Real orden, en que se prohibía defender las proposiciones contrarias a las condenadas. Luego las condenadas, decían todos, son las que se han de defender. Y ya estaba impresa la orden, cuando se notó esta tontería; se recogió e imprimió otra. Con tanta precipitación y desacuerdo se suelen poner y revocar, aun en el mismo día; y aun suele ser tal el aguacero de órdenes y contraórdenes, que en un entremés del coliseo de la Cruz, en Madrid, se presentó uno con un canasto en cada brazo, y preguntándole qué traía: en el uno respondió que órdenes, y en el otro contraórdenes. El pueblo hizo la aplicación y soltó una grandísima carcajada.

Vamos ahora a ver ¿qué es lo que se ha de hacer contra un demonio covachuelo, que se le pone a uno en contra por malevolencia o venalidad, y lo cotunde a órdenes iniquísimas en el nombre del rey? Pongamos que uno tenga con que ir al Sitio; alojarse allí, donde todo es carísimo, y procurar hablarle al rey al pie de la escalera, al tomar el coche, que es casi cuanto puede conseguir uno que no sea grande de España. El rey oye, si oye, como quien oye llover, las tres o cuatro palabras que uno le puede decir al paso, rodeado de una porción de gentes, y responde siempre: «Bien está.» Coge con una mano el memorial que se le presenta, y con la otra se lo da a su ayuda de cámara, [203] quien lo envía a la Secretaria que corresponde, y va derecho a las manos del covachuelo de la mesa.

Si uno tiene dinero para mantenerse en el Sitio, y aguarda a la audiencia que da el ministro dos veces a la semana por la noche, parado a la puerta de su despacho, éste da audiencia a diez personas en siete minutos, como se la vi dar a Caballero; responde a todo como el rey: «Bien está»; toma el memorial, y sin verlo él para nada va también derecho a las manos del covachuelo, que si se alarma con estos recursos, pone una orden a rajatabla, arrebata con el recurrente hasta dos mil leguas, y lo pone donde no lo vea ni el sol. Así, todo el mundo enciende a los señores covachuelos una vela, como los brujos a la peana de San Miguel; y es tanta su arrogancia y prosopopeya, que para hablarles es menester empeño; y he visto a tenientes generales, no sólo pasar horas en su antesala aguardando a que S. S. tenga la dignidad de hablarles, sino que los he visto por mucho honor dando conversación dos horas en pie a un covachuelo repantigado; y he visto también a éste estarles echando una peluca magistral, y ellos sufriéndola con la mayor humildad.

No quiero omitir una prueba más fresca del poder de los covachuelos, y la dificultad de descubrir su maldad para castigarlos. Apenas se restituyó al trono Fernando VII, con el auxilio que le dieron y tropas que pusieron a su disposición los generales O'Donnell, Elío y Villavicencio, cuando salió orden real con todos los sellos de Secretaría, &c., para que inmediatamente se les pasase por las armas. Su fortuna fue que los jefes a quienes se dirigió tal orden, reflexionando el servicio que aquellos generales acababan de hacer al rey, se contentaron con arrestarlos y avisar a S. M., pidiéndole la ratificación de su orden. El rey publicó su desaprobación de tal orden, y fueron inútiles cuantas diligencias hicieron para descubrir el autor. Aquí se ve claro cómo el ministro firma sin ver, y con todo no queda responsable. Están en España revestidos de la inviolabilidad del monarca. [204] Si fuesen responsables a la nación, como en Inglaterra, donde el Parlamento les obliga a dar cuenta de todo, y los juzga y castiga, tendrían más cuidado y no estaría la nación abandonada a discreción de unos pícaros. Nuestros ministros, a quienes tantos les hablan, que no se acuerdan ni de la madre que los parió, tienen todo su afán y ocupación en vigiar y resistir a la cabala que siempre hay para derribarlos, y en obsequiar, cortejar y servir a todas las personas cercanas al rey, o con valimiento en el Palacio para que les ayuden a sostenerse.

Se me diría que aunque todas las cartas que van al ministro se abren en su Secretaría y se despachan a los covachuelos, pero si se pone en segundo sobre, Reservada, se le entrega al mismo, y así se le puede avisar de la maldad de un covachuelo. A lo que respondo que el ministro no hace caso de ninguna queja, porque sería nunca acabar, y sólo lee la carta reservada que le envía algún amigo íntimo o pariente conocido. Contra un covachuelo de la Secretaría no hay otro arbitrio que ganar al oficial mayor, que está al lado del ministro, y a cuyas manos va todo para presentárselo a firmar. Este le quita los papeles con una orden, o pone una contraria a lo que él dictamina. Pero para ganar a este personaje es necesario mucho dinero, o una hermosura, o el empeño de un valido de la Corte, o un amigo que pueda valer como otro covachuelo. Porque ellos se respetan unos a otros, para que cada uno haga libremente sus enjuagues, porque se han menester recíprocamente para servir a sus parientes o amigos, y porque se temen unos a otros, pues cuando la Corte está en Madrid se siguen otros por turno a comer con el ministro y pueden entonces prevenirle, &c. Si el oficial mayor es contra uno, ya no hay más que encomendarse a Dios, por si se digna echar fuera el brazo de su poder.

Yo había logrado poner en mi favor al oficial mayor de la secretaría de Gracia y Justicia, el Sr. Porcel; pero pasó, como está dicho, al Consejo de Indias por secretario en ausencias y enfermedades. Debía ocupar su lugar como [205] oficial mayor de la secretaría en Madrid D. Cenón Alonso, hombre de bien, muy instruido, amigo mío y favorecedor de todos los americanos, porque había sido secretario del virreinato de Santa Fe. Pero los hijos del siglo son más prudentes que los hijos de la luz. León era un pícaro y debía tener más protectores que influyesen para su promoción. Fue, pues, llamado al lado de Caballero, a quien se parecía en lo ignorante, maléfico y tropellón, y desde este instante ya yo me creí perdido. No pudo detener los autos de mi negocio, porque estaba ya puesta la orden de pasarlos al Consejo, para que se me oyese en justicia; pero como había arrancado de ellos el edicto del arzobispo para enviarlo a las Caldas, a fin de que me perjudicase, ahora separó de ellos la disertación de Muñoz que Porcel había unido, para que no me aprovechase.

Ya está mi asunto en el Consejo, y así como he informado a mis paisanos de lo que es la covachuela, voy a decir a lo que se reduce nuestro Consejo y lo que deben esperar los que negocien en él. En 1524 se estableció para procurar el bien de los americanos; pero luego prevaricó, haciéndose él mismo dueño de esclavos, por lo que a instancias fue visitado y expulsados casi todos sus miembros. La misma operación debía repetirse cada año, porque aunque de derecho, como dice Solórzano, todos sus individuos deberían ser americanos, como no lo son generalmente sino por ficción de derecho, son nuestros mayores contrarios y tienen adoptadas para el gobierno de las Américas las mismas máximas del príncipe de Maquiavelo. Quien lo dude no tiene más que leer la respuesta que dio dicho Consejo a José Napoleón, cuando vuelto éste a Madrid después de su primera expulsión, le mandó repetir las órdenes de reconocerle en América, revocando las contrarias dadas en el intermedio. Allí corrió el Consejo, en confianza con su soberano José, el velo que cubre su política y dejó ver todo el horror de su plan en el gobierno de las Américas.

Se compone el Consejo de tres salas, dos de gobierno [206] y una de justicia. Esta es lo mismo que la de nuestras Audiencias, y es la que tiene el tratado de alteza, que retienen los Consejos anteriores a la introducción de majestad en los reyes, es decir, a Carlos V. Las otras dos salas que tienen el tratamiento de majestad y son para las cosas de gobierno, se reúnen también ambas para decidir algún asunto grave, o que el secretario, que siempre es un covachuelo caído, quiere que lo sea, porque así conviene a la intriga, como sucedió con mi negocio. Se componen ambas salas también de covachuelos caídos, y por eso llaman a las del gobierno la sala de los corbatas, interpolado para que dirija a estos ignorantes del Derecho, uno u otro viejo togado, decano de las Audiencias de Indias, que regularmente se está durmiendo, si no lo despierta algún interés. Los covachuelos trasplantados al Consejo no por eso han mudado costumbres, sino empeorado, porque ya sedentarios para siempre en su panteón, se casan, y como los sueldos son pequeñísimos, aunque por eso en mi tiempo se les aumentaron, son allí más venales para tener con qué mantener su familia. Los viejos togados cargados de ella, y, por consiguiente, de deudas, están hambrientísimos de dinero con que pagar éstas, sostener aquélla y colocarla. Están, pues, tan de venta los consejeros como los covachuelos de las secretarías.

No está mejor la Cámara compuesta de miembros de ambas salas de gobierno, covachuelos y togados. Todo se vende allí: mitras y canonjías, y quisiera Dios que fuese sólo por dinero. Contaría pasajes escandalosísimos de ella y de la de Castilla, si no lo fuesen tanto. Baste reflexionar que casi todas las mitras que caen sobre cabeza de frailes, caen sobre las de procuradores. Lo que más me admiraba era la frescura de conciencia con que nuestros europeos eclesiásticos de por acá enviaban a comprar, y los camaristas vendían. Uno de éstos decía en su testamento que en la gaveta tal se hallarían 40.000 pesos que dio el obispo tal por la mitra, los cuales eran para su hijo el mayor. Y que respecto de que el arzobispado actual que poseía [207] se debía también a su influjo y diligencias, se le suplicase diese otro tanto para su hijo el menor.

Para conseguir todos estos empleos tampoco se necesita reunir muchos votos. Cada camarista vota por quien quiere, y la lista de todos los votos pasa al rey, el cual escoge o por influjo del ministro, o de otro valido, o por casualidad. Así fue la elección de Marín para obispo del Nuevo Reino de León. Como los empleados de Madrid, tales como los consejeros, tienen que ir al Sitio en los besamanos, &c., harían un gasto inmenso, si no tuviesen allí algún amigo que los hospedase, de los que siguen la Corte. Marín, como capellán de palacio, hospedaba un camarista, que le dio su voto para el obispado; y aunque no tuvo otro, al leer el rey la lista dijo: «Este lo conozco», como que decía misa en Palacio, y hételo de obispo; yo estaba en el Sitio.

Lo regular es que dado el voto por el camarista para obispado o canonjía, se trasladan al sitio los pretendientes o agentes de Indias que manipularon para conseguirlo. Y allí comienza de nuevo el manejo, la intriga y la simonía real. Especialmente esto era de la mayor importancia en tiempos de Carlos IV, en que casi todo, aun sin voto de camarista, se daba por alto. Cuando murió el arzobispo Haro se escribió del Sitio ofreciendo el arzobispado a quien diese 60.000 pesos. Las mujeres hacían y hacen siempre papel en todo género de negociaciones, y se ve a las concubinas viajar cortejadas de la Corte a los sitios. En tiempo de Godoy, los sitios y la Corte era un lupanar; y aún se dio orden, siendo él ministro de Estado, para que nadie pretendiese sino por su mujer. Las antesalas del ministerio estaban llenas de ellas, bien puestas, y era lastimoso el degüello del pudor público.

Todo esto estará hoy bien variado bajo Fernando VII, que apenas restablecido, fue él mismo en persona a sorprender y prender a su ministro Macanaz, y le hizo quitar del cuerpo doce onzas de oro a una joven que se trajo de Francia. Algo remediaron estos ejemplares, aunque [208] los reyes, como decía Ganganeli de los Papas, nunca oyen la verdad, sino cuando se canta el Evangelio. Mientras no se organice de otra manera el Gobierno, la injusticia prevalecerá, porque un hombre solo no puede hacer justicia a millones de hombres. Y la Corte siempre es y será el foco de las pasiones, el teatro de las intrigas y la reunión de los malévolos.

Sobresalen entre los intrigantes de la Corte los agentes de Indias. Estos en general son unos haraganes sin oficio ni beneficio, que viven a costa de los indianos o americanos. Siempre pueden hacer algo si son hombres de bien; pero para ser de provecho completo es necesario que no tengan alma ni conciencia. Un buen agente sabe de memoria la gaceta secreta y escandalosa de la Corte; lleva registro de las pasiones y los vicios de los que maniobran en ella; conoce y trata las concubinas de los covachuelos o consejeros, y de las gentes en valimiento o plaza; no ignora sus deudas, sus acreedores, sus amigos, sus parientes, las necesidades de todos, los casamientos de los hijos e hijas, &c., quién es, en fin, el que vende. Poseyendo bien su teclado, al golpe que da con dinero en mano bailan a su placer todos los títeres de la maroma. El gran talento está en espiar la ocasión urgente, para comprar con poco dinero. Un acreedor importuno, una dote para un casamiento, el gasto de un convite necesario, un traje para una función, la compra de una belleza que se halla en necesidad o compromiso, son lances en que todo se consigue con una blanca.

Están comprados de asiento, como gente que siempre se han menester, algunos covachuelos y consejeros de Indias, el fiscal o sus agentes, el secretario del Consejo, etcétera; se va a medias de ganancias, se suple dinero, se presta, se avanza, se saca de las deudas y apuros, y, en una palabra, se vive a gajes de los agentes de Indias. Viendo tal corrupción, los togados que son de conciencia timorata renuncian sus plazas, como han hecho Venezuela y Posadas. Ex ea aula qui vult esse pius. [209] Tampoco se puede ser ministro y hombre de bien, dijo delante de mí a Muñoz el Sr. Saavedra, a los tres días de haber dejado el Ministerio de Estado.

Los agentes sacan también las cartas del correo, o la correspondencia que sospechan ser contraria a sus agencias, o de la cual se les avisa desde América, y si en la corte les cae entre manos algún americano bisoño, lo desuellan y dejan colgado después de mil facilidades y promesas. Si los españoles de América tienen algún pleito, o necesitan atropellar o excluir algún americano, el tino está en mezclar algo de Estado. Es punto que siempre vale, sea verdadero o falso; y los agentes de Indias están tan acostumbrados a hacerlo valer, que voy a contar un pasaje, que aunque me sucedió poco después, viviendo ya en el cuarto de Indias de San Francisco, lo anticiparé aquí por venir al caso.

Luego que llegó a Madrid el Dr. D. Romualdo Maniau, lo rodearon los agentes para desplumarlo. D. Saturnino de la Fuente le pidió 200 pesos prestados, para no volvérselos, como no se los volvió ni tenía de qué; y oliendo que D. Juan Cornide, presbítero de Veracruz, era también acomodado, se lo llevó a vivir a su casa, para vivir a su costa, o sacarle lo que pudiese. Estuvo enfermo y lo visité yo, y entonces dio a guardar al tal Saturnino un vale real de 500 pesos que no era suyo. El pícaro agente lo puso al momento en giro. Cornide que lo supo, salió de su casa, y puso demanda contra él, que escapó de la corte. Pero su mujer tenía ya aprendido el modo de perder a los americanos, y envió un anónimo a Branciforte, avisándole que los americanos hablaban muy mal de él; y otro al ministro de Gracia y Justicia, delatando a Cornide y a mí de que con la ayuda de otros americanos queríamos matar al rey y levantarnos con España. Sólo a una mujer loca podía ocurrir semejante delirio, como que dos sacerdotes pobres con la ayuda de una docena de americanos infelices que (contando a los guardias de Corps) podría haber en Madrid, habíamos de matar al rey en medio de [210] tantas guardias y levantarnos con España. No obstante, bajó al momento una orden a rajatabla a un alcalde de Corte para prendernos, porque contra americanos todo se cree. Por la noche, con gran aparato de alguacilería prendieron a Cornide con su gran familia (reducida a un muchachito de la Habana, donde hoy es canónigo, a quien Cornide daba de cenar por caridad, a causa de que un agente de Indias, prometiéndole un empleo, le robó quinientos pesos que llevaba para vivir), y al pobre indio ópata Juan Francisco, que aquel día había llegado de Tarazona, adonde fue con el obispo Galinzoga. Estos fueron a la cárcel pública y Cornide a la de Corona.

Con tan gran aparato de rebelión se amansó el alcalde, y a otro día, sin ruido, me fue a prender al cuarto de Indias de San Francisco. Yo le dije que avisaría al comisario general, porque yo estaba allí por el Consejo de Indias. Me preguntó si podría faltar dos días sin que me echaran de menos, y respondiéndole que sí, me llevó a la cárcel de Corona. Los pobres americanos, nuestros amigos, andaban todos alebrestados, huyendo de acá para allá y juntándose de noche en el Prado para deliberar sobre el motivo de tal tempestad.

El alcalde de Corte era hombre de bien y activo, y por la letra del escribiente que puso el memorial presto dio con la anonimera, que confesó de plano la calumnia y el motivo, que era salvar a su marido, con nuestra ruina. Fue sentenciada a servir dos o cuatro años a las locas de Madrid, adonde murió. A los siete días de prisión fuimos todos puestos en libertad; pero como el comisario de San Francisco de Indias había ya dado parte al Consejo de mi desaparición, fue necesario que yo le diese también cuenta de lo ocurrido. Por esto Cornide pasó al Sitio, se presentó a León y se quejó del deshonor que le resultaba. León preguntó con énfasis si yo también había salido bien. Tan mal concepto le habían hecho formar de mí los informes del arzobispo. A todos, en fin, se nos dio, de orden del rey, un certificado [211] de nuestra inocencia, mandando que no nos perjudicase la prisión.

Volviendo ahora a atar el hilo de mi narración sobre la venalidad de los consejeros, la prepotencia e intrigas de los agentes de Indias, considérese qué podría yo hacer, ¡pobre de mí!, bisoño, sin dinero, sin más agente, procurador ni abogado que yo mismo, contra la garulla veterana y rica del arzobispo de México lanzada contra mí. Esto era caer un cordero entre las garras de lobos. No conocí al agente del arzobispo, Rivera; creo que murió por ese tiempo; sino a Jacinto Sánchez Tirado, a quien el arzobispo pagaba diez mil reales anuales, y a Flórez, capellán de las Salesas, hermano del secretario del arzobispo y activo con sus cartas.

Desde luego procuraron ganarme las tres llaves del Consejo, que son el gobernador para lo extrajudicial, el fiscal y el secretario, que siempre es un covachuelo. Con informes ganaron al gobernador; pero aunque el fiscal es importantísimo, porque, como todos son corbatas en las salas de gobierno, todo pasa a él, no era posible corromper por ningún camino al Sr. Posadas. Ese demonio, decía Sánchez Tirado, no trata sino con su confesor carmelita. Me ganaron al secretario, que era D. Francisco Cerda, hombre venalísimo públicamente y sin pudor, y muy corrompido. Cuando murió fue necesario casarlo con su concubina, en quien tenía hijos, y hacer restituciones al rey por algunos duplicados que se había apropiado siendo bibliotecario. Era camarista tal hombre y tenía voto en el Consejo. Es muy necesario tener de su parte al secretario en salas de gobierno, porque o no da cuenta o la da cuando se le antoja, siempre por extractos hechos por él o por los oficiales, y si tiene voto como Cerda, fácilmente determina a los otros de su parte, como más instruido en el asunto.

Yo fui a verlo al principio y lo hallé enteramente ganado; me contestó con tales sandeces, que a no saber yo que era un hombre muy instruido, a lo menos en humanidades, [212] lo hubiera tenido por un tonto fanático. Luego fui a ver al oficial mayor de la secretaría del Consejo con un escrito, para que mi asunto pasara a la sala de justicia, respecto de que así lo había pedido el rey, y se trataba de la restitución de honor, patria y bienes. El oficial me respondió que no era menester escrito, pues habiendo mandado el rey que se me oyera en justicia, era de cajón que pasase a la sala de justicia. Pero ésta fue la primera y fundamental maldad que cometió conmigo Cerda, hacer que mi asunto quedase en las salas de gobierno, porque allí también dijeron él y otros que también estarían ganados, se me podía hacer justicia; como si fuese lo mismo poderla hacer que estar obligado a hacerla. Sólo los trámites judiciales pueden asegurar a uno la justicia, y en las salas de gobierno se puede declinar dando un corte gubernativo, como se hizo. Este era el plan de Cerda, y que mientras corriese el expediente a su disposición, para servir con intrigas al soborno e iniquidades de los agentes. «Pase, pues, al fiscal», dijeron los corbatas, y del fiscal pasaron los autos a mí para que me defendiese.

Memorias de Fray Servando Teresa de Mier

[Editorial América, Madrid 1917, páginas 198-212.]

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