<< José Manuel Mestre >>

 
De la filosofía en la Habana

Discurso
Leído por su autor en la inauguración
del Curso académico de 1861 a 1862, en la
Real Universidad Literaria
(Septiembre 22 de 1861).

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Entre todos los seres que pueblan la faz de la tierra, el hombre es el único a quien es dado recoger la herencia de sus antepasados. Las obras maravillosas del instinto no han experimentado alteración en su tránsito al través de los siglos; y al día siguiente de la creación fueron construidas tan perfectas como hoy se ofrecen a nuestros ojos admirados. El sello del tiempo [6] no se deja notar ni en la cabaña del castor, ni en el panal de la abeja, ni en la cueva del topo, ni en la ingeniosa cesta donde el ave anida sus polluelos. Entretanto las generaciones de los hombres han ido trasmitiéndose como un legado precioso todos los adelantos conseguidos en cada época; la generación nueva recibe el último aliento de la generación que se va, se inspira con él, y prosigue su camino. El edificio que un siglo no ha podido terminar, lo concluyen los que le suceden. La idea que comenzó a germinar entre los hombres de ayer, los hombres de hoy la fecundarán, y acaso consigan llevarla hasta su último desarrollo. Cada idea tiene su genealogía: su oriente en que aparece con luz indecisa y poco perceptible; su cenit en que alumbra y vivifica toda la tierra. Cada época de la humanidad encierra una síntesis de todas las que le han precedido: despojad al hombre de su pasado, y lo anularéis completamente; como lograríais secar el río más caudaloso, si pudierais separar de él [7] las gotas de agua que le enviaron sus manantiales.

Por esa razón, sin duda, han adquirido tamaña importancia los estudios históricos en nuestros tiempos; por esa razón, también vemos que la enseñanza de la Filosofía, a la cual quiero especialmente referirme, apenas se hace fuera del terreno de la crítica. Reparad si no lo que sucede en las más importantes Universidades y Colegios de Europa:– ved a Levéque estudiando el espiritualismo del siglo VIII, a Alberto el Grande y Santo Tomás de Aquino; a Emilio Saisset, el sucesor de Damiron, explicando las ideas platónicas; a Julio Simón ocupándose de la Historia de la Escuela de Alejandría; a Pablo Janet analizando la dialéctica en Platón y en Hegel; y os persuadiréis desde luego que por todas partes predomina una marcada tendencia a derivar la exposición de las doctrinas filosóficas del examen de aquéllas que en las épocas pasadas ejercieron más influencia en los destinos de la humanidad; como si se quisiera [8] no separar un punto la vista de la generación con que han ido adquiriéndose los conocimientos humanos, según la frase de Tiberghien.

Echemos también nosotros siquiera una ojeada sobre el pasado; y tratemos de encontrar en él la explicación del presente; que no será fuera de lugar, por cierto, ese propósito en los momentos en que nos preparamos para dar otra vez principio a nuestras tareas universitarias.

En un país joven como el nuestro no tendremos que buscar en una fecha muy remota la iniciación del movimiento científico y filosófico. Tampoco pasan de mediados del siglo último las noticias que respecto a ese particular nos han conservado, la tradición por una parte, y por otra algunos documentos cuidadosamente recogidos por los aficionados a ese género de investigaciones; pero según dichas noticias, puede afirmarse que por esa época, y durante mucho tiempo, la filosofía escolástica fue la predominante, y aun pudiera decirse [9] la única en la Isla de Cuba. Aristóteles y los más notables filósofos de la edad-media, con sus tendencias formalistas, lógicas y reguladoras, con sus distinciones entre el fondo y la forma, con sus estudios sutilísimos, con sus silogismos y sus universales, eran los maestros exclusivos de todas las escuelas. En la Real y Pontificia Universidad, el primer establecimiento erigido en esta ciudad para la enseñanza literaria (1728), la de las Artes, o sea de la Filosofía, se cifraba principalmente en el estudio de la Lógica y de los dos libros de Generatione et Corruptione, de Anima et Metaphysica.

Y con decir esto, queda dicho todo, o en términos más explícitos, queda consignado que los primeros tiempos de nuestra vida intelectual fueron casi completamente perdidos para el adelanto de la ciencia. La Escolástica, en efecto, y sin que esto sea desconocer su mérito y su importancia, nunca proporcionó al pensamiento una esfera a propósito para su evolución natural y legítima, antes por el contrario, encerrándolo [10] en un círculo de hierro redujo a menudo la filosofía a un mero formalismo, no vaciló en sacrificar mil veces la esencia al accidente, y convirtió por fin en arte mecánico el noble ejercicio de la inteligencia.

Entre nosotros, la Escolástica no dejó de ser lo mismo que en Europa, lo mismo que en todas partes: superficialidad deplorable en las cuestiones cardinales de la metafísica, al lado de las más ingeniosas investigaciones y de distinciones profundísimas; fórmulas útiles y racionales, junto con puerilidades las más inconcebibles. He aquí sus caracteres; descollando sobre todos ese encadenamiento en que perpetuamente era mantenida la acción intelectual, sin permitírsele seguir otro camino que el del raciocinio silogístico. Mas «el raciocinio concluye; pero no establece», como decía Bacon, y de ahí resultaba que el pensamiento, siempre impelido por la mano de Dios, siempre movido por el misterioso resorte de su actividad, ora se agitaba con febril excitación dentro de los confines en que se [11] sentía encerrado, ora intentaba salvarlos con osado ímpetu en pos de una verdad anhelada.

He dicho antes que no desconocía ni el mérito, ni la importancia de la Escolástica; y añadiré ahora que lejos de despreciar sus delicados pormenores y aun sus sutilezas, me las explico perfectamente atribuyéndolas a esa necesidad de movimiento que experimenta nuestro espíritu eminentemente activo por su esencia; necesidad que en la esfera del escolasticismo había de satisfacerse con aquellos ejercicios de deducción que constituían el raciocinio formulario, con aquellas distinciones y apreciaciones tan intrincadas, con aquellas luchas, en que considerado el argumento como fin y no como medio, y discutiéndose por el mero placer de discutir y nada más, a vueltas de grandes alardes de ingenio se conseguía bien poco provecho para la ciencia. Para precisar con toda exactitud mi pensamiento diré, que las sutilezas escolásticas me recuerdan unas veces esos trabajos exquisitos, [12] prodigios de paciencia, que a menudo han sido elaborados en las celdas de las penitenciarías; otras el vuelo desasosegado del ave que detrás de los hierros de su jaula echa de menos su perdida libertad.

Pero Cuba no podía permanecer por mucho tiempo entregada a las frioleras del peripato, como con perspicaz oportunidad llamaba a las formas de la escuela, en 1769, el Ilustrísimo Sr. Obispo D. José de Hechavarría, cuando la Europa culta les había dado completamente de mano, y en especial, cuando desde 1768, el gran Rey Carlos III había por Real Cédula mandado reducir a justos límites la sutileza de los escolásticos. Y así sucedió.

Uno de los varones más respetables que recuerdan los fastos de nuestro país, el Pbro. Dr. D. José Agustín Caballero, miembro de la Universidad, redactó por el año de 1797, y en latín, unas lecciones de Filosofía ecléctica, que constituyen la primer obra escrita entre nosotros con propensiones reformadoras. Nunca esa obra ha sido [13] dada a la estampa; pero ateniéndome a las noticias que acerca de ella publicó el malogrado D. José Zacarías González del Valle (véase el apéndice) diré, que aunque se titula Filosofía ecléctica, dista mucho de hallarse desimpresionada del dogma de Aristóteles, si bien muestra gran desprecio por las frívolas disputas escolásticas, adhiriéndose al atinado parecer de Melchor Cano. El Dr. Caballero, con dar el primer paso, lo dio no obstante muy grande, y especialmente en cuanto comenzó a preparar la introducción de las doctrinas de Descartes, cuyo nombre apenas había sido proferido hasta entonces. La Filosofía ecléctica está sólo consagrada a la Lógica que se desenvuelve por el orden de las tres operaciones principales del entendimiento, la aprehensión, el juicio y el discurso, según la clasificación de la secta sensualista; maravillando, dice el citado G. del Valle, la claridad y consecuencia con que en toda la obra se observa este plan. [14]

Y no fue esa la única manifestación de mejoramiento intelectual que apareció al principio del presente siglo como precursora de una era de mayor adelanto y perfección. En una obra tan interesante como curiosa que acaba de publicar mi querido maestro y amigo D. Antonio Bachiller,{1} y a la cual debo algunos de los datos de que estoy ocupándome, se dice que en 6 de Agosto de 1810, el P. Fray Laureano Almeyda, profesor de Filosofía del convento de S. Agustín de esta ciudad, presidía un acto público en el que, entre otras proposiciones, se sostuvo la siguiente: «Omnibus praeferens est methodus cartesiana»; y se trataron todos los ramos de la ciencia según las clasificaciones de la época: lógica, metafísica, moral y física especulativa, más bien que experimental. Los mismos dominicos, afirma también el Sr. Bachiller, demasiado ilustrados para no ceder ante la fuerza de la razón, reconocieron más de una vez la insuficiencia y los vicios de la escolástica; mientras que el R. P. Fr. Joaquín Morales [15] censuraba severamente sus extravíos en el curso público que profesó en el convento de Nuestra Señora de la Merced. Por lo demás, según se expresaba el Pbro. D. Félix Varela en su correspondencia privada con un amigo, puede asegurarse que fueron eclécticos todos los discípulos del Dr. Caballero, el cual defendió siempre las ideas puramente intelectuales, siguiendo a Jacquier y a Gamarra; que el Sr. O'Gavan, sucesor de Caballero, varió la doctrina admitiendo el sensualismo; y que hubo una época en que en la Universidad de la Habana se enseñaba el sensualismo absoluto, en el Seminario el sensualismo que pudiera llamarse moderado por aceptar algunas ideas puramente intelectuales, y en el convento de San Agustín, las ideas innatas según Purchot. Y para dejar concluido este punto añadiré, que en el convento de San Francisco, Altieri era el texto preferido.

La verdadera regeneración filosófica, sin embargo, no vino a iniciarse entre nosotros hasta que la tomó a su cargo uno de esos [16] hombres superiores, cuyo paso por la tierra deja un rastro imperecedero, cuyo nombre vive en la memoria de todos, y se transmite de padres a hijos con religioso respeto. ¿Necesitaré deciros ese nombre? ¿No lo pronuncian ya vuestros labios? ¿No laten ya todos vuestros corazones?

El Pbro. D. FÉLIX VARELA{2} fue quien en realidad extirpó las últimas raíces del escolasticismo, fue quien dio eficaz impulso a la propagación de las doctrinas de Descartes entre nosotros, fue quien, restaurando los fueros de la razón, lanzó al país en una nueva vida intelectual.

Mengua era, en verdad, que desde mucho antes no hubiese tenido principio tan indispensable y natural reforma, cuando tan adelantada se encontraba ya en el mundo científico la obra del Padre de la Filosofía moderna. El Método de Descartes, devolviendo al hombre el uso legítimo de la inteligencia de que lo dotara el Supremo Hacedor, escudriñando en la conciencia la naturaleza y alcance de las facultades del espíritu, [17] creando la verdadera psicología, había dado a los estudios filosóficos un atinado y eficacísimo impulso; impulso a que la ciencia obedecerá mientras no se extravíe, y que constituye el sello característico de la filosofía de nuestra época. Nuestras escuela empero, se mantuvieron durante un largo transcurso de tiempo, como se ha visto, lejos de la esfera de acción de tan saludable progreso: indiferentes a la revolución que en cuanto tenía que ver con el desarrollo de las ideas, se había verificado, seguían, salvo las excepciones que indiqué, consagradas a sus entretenimientos ergotísticos, defendiendo los más insostenibles errores, y las más rancias preocupaciones, y constituyendo un sorprendente anacronismo respecto de los adelantos conquistados por el siglo diez y nueve.

Así es que la obra del Padre Varela fue en todos conceptos meritoria y digna de nuestra profunda gratitud; de tal manera, que aun cuando sus doctrinas no siempre hubiesen sido intachables, más todavía, que [18] aun cuando hubiese incurrido en contradicciones y errores palmarios, no obstante, siempre tendría un inconcuso derecho a ser mirado como la fuente e inspiración de nuestra vida intelectual. ¿Descartes mismo, estuvo exento por ventura de errores? ¿No se nota cierto carácter indeciso y exclusivo en los principios de su doctrina? ¿No incurrió a veces en transcendentales inconsecuencias? ¡Y qué importa todo eso! Tales decepciones, hijas de la humana flaqueza, son nubes demasiado tenues para eclipsar un punto ese monumento magnífico dedicado a la verdad, que se llama el método Cartesiano: son faltas demasiado insignificantes para hacer perder en lo más mínimo su valiosa importancia a la grande empresa de la manumisión de la inteligencia. Descartes levantó al hombre del polvo, donde se arrastraba como un miserable reptil, y lo colocó en el pedestal de la personalidad!

Pero volviendo a Varela, no vaya a entenderse que tan sólo a merced de semejantes consideraciones lo juzgo acreedor al [19] puesto más importante en nuestra reducida galería filosófica. No por cierto; hay en las doctrinas y enseñanza de nuestro insigne compatriota un indisputable mérito intrínseco, que el más breve examen de las obras que nos ha legado es suficiente a comprobar.

Desde luego la primera de ellas en el orden cronológico, de la cual se publicaron los dos primeros tomos en latín bajo el título de «Institutiones Philosophiae Eclecticae ad usum studiosae juventutis» (1812), y el tercero en castellano (1813), está significando, en esa misma diferencia de forma, la lucha con que Varela inauguraba su noble tarea. La forma latina era sin duda un homenaje al pasado, una transacción si se quiere con el añejo sistema, y de ello es una prueba evidente la disculpa que el Padre Varela se creía en el caso de dar en el prefacio de sus Instituciones de Moral: «aunque las dos primeras partes de estas instituciones filosóficas, decía, se imprimieron en latín, escribo la tercera en castellano, por [20] esperarse que en el nuevo plan de estudios se mande enseñar en el idioma patrio, según el juicio de los mejores sabios, y no precisamente por el deseo de innovar.»

Pero si vemos a nuestro filósofo con esas vacilaciones al dar principio a su interesante misión, muy otro es el espectáculo que nos presenta su combate cuerpo a cuerpo con el escolasticismo, y su trabajo de regeneración. El mismo título de su primera obra está proclamando el propósito que lo animaba: al llamar el Padre Varela ecléctica a su filosofía, quiso significar que sacudiendo el yugo de la escuela se rebelaba contra el magister dixit, que tan autorizado se encontraba. «Nullum sequimur magistrum, hoc est, in nullius verba juramus.»{3}

Larga y extemporánea empresa sería la de seguir paso a paso la trabajosa tarea del Padre Varela, deteniéndonos en analizar su doctrina; mas cumple, sí, a mi objeto el consignar aquí los rasgos característicos de esa admirable enseñanza, de que han resultado tantos beneficios para el progreso [21] intelectual del país; de que ha surgido, a no dudarlo, la época en que vivimos.

No me ocuparé, pues, detenidamente de cada una de las obras en que esa enseñanza se contiene, sino que procuraré presentar el cuadro de ella de la mejor manera que me sea posible, aunque a la verdad con grande desconfianza de realizar satisfactoriamente mi intento.

A primera vista llama la atención la perfecta y estrecha correspondencia que existe entre las obras del Padre Varela, de manera que en todas ellas no se nota más que un mismo pensamiento y una misma tendencia. Sea que consideremos las «Institutiones Philosophiae Eclecticae», o que pasemos al elenco de las doctrinas de Lógica, Metafísica y Moral, que fueron explicadas y sostenidas en 1816 por varios alumnos del Seminario de San Carlos, o que examinemos la «Miscelánea filosófica», o que nos detengamos en las célebres «Lecciones de Filosofía»,{4} siempre encontramos a Varela igual a sí mismo; aun más, siempre hallamos [22] propio plan, sin otras modificaciones que las de forma puramente exigidas por las circunstancias especiales de cada una de las obras mencionadas.

La Lógica del Padre Varela, quae mentem dirigit, es una verdadera lógica, llena de buen juicio y de tino, que debió producir una profunda impresión de sorpresa en los exaltados e incansables disputadores de la época, y que en mi sentir basta por sí sola para comprobar la elevación de espíritu y de miras de su distinguido autor. Anticipado el estudio de ese ramo al de la Psicología, en las notabilísimas Constituciones del Colegio de San Carlos (1774), de la misma manera que hoy sucede en nuestra Universidad, Varela se vio en el caso de hacer frecuentes incursiones en el campo de la conciencia en sus tratados sobre la Dirección del Entendimiento; no siendo por tanto extraño encontrar en éstos muchas cuestiones enteramente psicológicas; como son por ejemplo, las que se refieren a las operaciones intelectuales, en todas sus fases, [23] y más particularmente a la Estética, en la cual se tenían muy presentes, ya por aceptarlas, ya por combatirlas, las doctrinas del erudito Arteaga. Pero fuera de tan explicable confusión, de que en nuestros días no nos vemos libres aun por la razón indicada, nada más avanzado y bien entendido que la Lógica del Padre Varela. En ella, procurando dirigir el entendimiento en la investigación de la verdad, se encomiaban los servicios del análisis, dándole la mayor importancia; se estudiaban acertadamente los signos y sobre todo el lenguaje; se atacaban de raíz los errores y preocupaciones; se introducía el cultivo de los estudios hermenéuticos (prop. 42 del elenco de 1816); y en fin, se enseñaba la verdadera y legítima argumentación. Hay rasgos que bastan para fijar la fisonomía de las personas, como el carácter de las doctrinas, y así no puedo prescindir de citar uno que será además el mejor resumen de todo lo que dejo consignado: al ocuparse Varela de los obstáculos de los conocimientos humanos, dice respecto [24] de la autoridad que es «el principio de una veneración irracional que atrasa las ciencias, ocultando muchos su ignorancia bajo el frívolo pretexto de seguir a los sabios», y que «la autoridad divina es la fuente de la verdad, procediendo el que se somete a ella con arreglo a la recta razón, si bien es muy frecuente el abuso de este principio sagrado, haciéndole servir a las ideas humanas con perjuicio de las ciencias y ultraje de la revelación.» «Fides in divinis; in humanis vero ratio et experientia, sunt unice veritatis adquirendae media.» Hoy estas doctrinas son, sin duda, las generalmente admitidas, a tal punto que el sostenimiento de las contrarias causaría hasta escándalo en el terreno de la ciencia; mas para comprender el mérito del padre Varela, trasladémonos, señores, a los principios de este siglo, y tomemos en consideración el deplorable atraso de que entonces adolecía nuestra sociedad.

En cuanto a la materia de la argumentación no debo pasarla en silencio, siendo uno de los puntos en que más principalmente se advierten [25] la decidida guerra que Varela declaró al escolasticismo y la saludable reforma de que fue entusiasta introductor. Varela que llamaba al escolasticismo árbol estéril que es preciso cortar, procuró extirparlo con toda la energía de su alma y el poder de sus distinguidos talentos: unas veces atacándolo con irrefutables argumentos, otras cubriéndolo del más picante ridículo y abrumándolo con todo el peso de su desprecio. Varela persigue al escolasticismo y concentra sus atinados esfuerzos en abolir aquellas bagatelas, «que introdujo el capricho, repugnó la naturaleza, y resistieron las ciencias», (prop. 43, Elenco de 1816) y en recomendar a los jóvenes, que meditasen mucho y disputasen poco, para la mejor rectificación de su espíritu.{5} No fue sin embargo muy fácil la victoria: arráiganse de tal manera las preocupaciones y los errores en el ánimo, que por lo general se dificulta en extremo el arrancarlos; como si la semilla del mal encontrase terreno a propósito para su desarrollo en la naturaleza del hombre. [26] Muchos años transcurrieron antes que el escolasticismo hubiese desaparecido completamente de entre nosotros, a punto que era el año de 1827 cuando todavía en la introducción a la tercera edición de la Miscelánea filosófica, se quejaba Varela de que aún tuviese defensores la Lógica escolástica, «bien que su número fuese muy reducido.»

Debo advertir aquí, que sin embargo de lo que acabo de apuntar, no pueden mirarse como una prueba de la existencia del peripatetismo, las explicaciones que en 1839 daba en la Universidad D. José Zacarías G. del Valle, como catedrático sustituto del Texto aristotélico. El estudio del filósofo de Estagira no se hacía ya sino con un concepto enteramente histórico, sin adorarlo por ídolo, ni jurar en sus palabras, y más bien con el objeto de rehabilitar su memoria, tomando en cuenta sus méritos relevantes; méritos que, según Luis Vives, no pueden alcanzar los que se encuentren desprovistos de erudición y profundidad, pondus non ferentes tantae doctrinae. No podía ser [27] menos, cuando la llamada «cátedra del Texto» se hallaba a cargo de un profesor de tan superiores talentos y de tanta instrucción como mi nunca olvidado José Zacarías González del Valle.

Pasando ahora a tratar de las doctrinas de Metafísica, quae rerum universales propietates, resque insensibiles contemplatur, y de Moral, quae mores informat, enseñadas por el Padre Varela, notaremos que en lo general se encuentran tan ligadas en sus obras que sería muy difícil deslindarlas con exactitud. Únicamente en el ya citado Elenco de 1816, y en la Miscelánea filosófica, encontramos tratadas por separado algunas cuestiones de Ontología; mas en la primera de dichas obras sólo se ve la enunciación de los principios; mientras la segunda, como lo indica su título, es una interesante recopilación de las cuestiones más fundamentales de que Varela se ocupó en las diferentes fases de los estudios filosóficos. Para dar una idea de la Ontología explicada en el Elenco, me bastará hacer presente que, [28] en el concepto de Varela, los metafísicos han hecho de ella «un conjunto de sutilezas y un germen de cuestiones, por creer que existen las cosas a que se refiere, no siendo dicha parte de la Metafísica sino una ciencia de nombre, en que aprendemos solamente las demostraciones generales que se les han dado a los seres de la naturaleza, según el diverso modo de considerarlos.» Después de fijar este antecedente, pasa el filósofo a combatir las «preocupaciones antiguas» de que la sustancia es algo que está debajo de los accidentes, como si fuera distinta de ellos, de que puede averiguarse el constitutivo de esa sustancia, y de que son conocidas las esencias; errores en que incurrió el mismo Condillac, de quien Varela se muestra a menudo muy apasionado.

Por lo que toca a la conexión establecida por Varela entre la Psicología y la Moral, bien se nos explica con tener en cuenta que aquella es la base y fundamento de ésta, y que la Moral, tras de haber sido por [29] muchos años un capítulo más o menos importante de la Teología, en que bajo el nombre de Casuística sólo se trataba de la resolución de problemas tan inconducentes a la práctica de la ley del bien, como intrincados y ridículos, no podía marchar por sí sola, con la suficiente vida propia en los primeros tiempos de su emancipación.

La Psicología de Varela es por otra parte bien poco complicada. El alma o la mente, según él, es esencialmente activa, «siempre está operando, y por consiguiente siempre piensa, aunque no siempre reflexiona»; con lo cual a su modo de ver se forma un juicio prudente sobre la disputa de los Cartesianos y Lockianos. Sólo tiene dos facultades, pensar y querer; la sensación está en el cuerpo; no haciéndole fuerza alguna al filósofo la dependencia mediata o inmediata en que todos los nervios se encuentran respecto del cerebro, para admitir que éste sea el sensorio común, pues niega con Buffon tal prerrogativa a ese órgano, [30] y sostiene terminantemente que «todos los nervios y membranas sienten en cualquiera parte sin necesidad de propagación hasta un punto determinado», y que «estando la sensibilidad en todo el sistema nervioso, y siendo la gran tela oblicua, o el diafragma, como el centro del hombre y del expresado sistema, puede llamarse centro del sentimiento.» Es de advertirse que Varela, siguiendo a Buffon, llama sentimiento a la sensación agradable o desagradable.

No es ciertamente mi objeto el hacer un estudio crítico de las doctrinas de Varela: me he propuesto únicamente seguir con rápida mirada la evolución de las ideas filosóficas en nuestro país, dando cuenta de las influencias que hayan podido modificarlas y conducirlas a mayor grado de perfección. Mas al llegar al punto que nos ocupa, séame lícito decir, en explicación de la teoría que le sirve de base, y sin embargo de hallarme en completo desacuerdo con ella, que no hay errores más disculpables que [31] los que se cometan tratándose de las relaciones del alma con el cuerpo. Media, en efecto, en esas relaciones un enigma impenetrable para la corta vista del hombre; enigma que profundos filósofos se han afanado vanamente en descifrar.{6} La fisiología estudia las funciones del órgano, y a través de los nervios, de esos hilos admirables que trasmiten al cuerpo las órdenes del alma más velozmente aun que el telégrafo lleva la palabra, sigue la huella de las impresiones hasta llegar al cerebro. La Psicología, por su parte, examina el fenómeno espiritual en la conciencia, encuentra allí el deseo, analiza el mandato que imperiosamente dirige el alma al cuerpo; mas al tratar de determinar como se verifica su transmisión, se ve forzada a detenerse. Las dos ciencias se encuentran separadas por un misterio profundo: se alargan la mano en medio de las tinieblas; pero no consiguen alcanzarse: sus confines se hallan demasiado distantes!

Concluyendo la exposición de las opiniones [32] psicológicas de Varela, diré que si bien define la idea, «la imagen del objeto,» agrega que con esto no se explica su verdadera naturaleza, que es enteramente distinta de la del objeto representado, sirviendo sólo dicha definición «para guiarnos en el orden ideológico, o sea en las relaciones de nuestras ideas con los seres exteriores.» «La naturaleza de una idea, añade, no admite explicación, es una cosa enteramente distinta de las demás que expresan nuestras palabras, y en este sentido podíamos decir, idea es idea; ninguna otra respuesta adelantará más.» Por lo demás, Varela establece que «la memoria está sólo en el espíritu dependiendo de la conexión de las ideas», trata con singular maestría todas las cuestiones que se refieren a la simplicidad del alma, a su espiritualidad, a la libertad del albedrío, y a la inmortalidad, y levantando después la mirada a la causa de todas las causas, exclama desde lo más íntimo de su ser: «Dios es un ente perfectísimo, nada más podemos decir; [33] su existencia la publica abiertamente la naturaleza, la comprueba el consentimiento de los pueblos, y la evidencian las razones metafísicas; la verdadera filosofía supo siempre cuál era su origen, le confesó y acató; mas los falsos filósofos han querido dirigir sus débiles saetas al trono del Eterno, cuya simplicidad, unidad, justicia y providencia sostendré siempre contra los embates de hombres tan alucinados».

Especialmente en lo que atañe a la libertad de albedrío, Varela se nos presenta con todo el brillo de su distinguido talento, con todos los tesoros de la más rica erudición, con toda la energía de una argumentación solidísima. Cuantas cuestiones guardan relación con esa materia se encuentran acabadamente dilucidadas, así en las Instituciones de filosofía ecléctica, como en el Elenco de 1816, y en el Tratado del Hombre de las Lecciones de Filosofía. En la primera de esas obras, sobre todo, se hace el estudio más detenido y completo, desmenuzando una por una todas las objeciones [34] que se han hecho al libre albedrío, y refutando victoriosamente a Bayle, Spinosa, Helvecio, Leibnitz, Voltaire y Diderot. En el Elenco, en realidad, no se hace más que concentrar en más reducido cuadro las mismas doctrinas; explicándose cuidadosamente que en la palabra libre se comprenden las diversas clases de libertad que distinguían los escolásticos, a cuyas distinciones llama Varela, «inútiles, sutiles, y muchas veces perjudiciales».

Pero hablando del libre albedrío, por una muy natural transición, nos hallamos insensiblemente en el terreno de la Moral, de la que es el eje principal aquel elemento de la actividad del espíritu. Varela lo llama el principio ejecutivo de las acciones humanas, (Instituciones) al paso que denomina directivo a la razón, «que dirige las acciones del hombre, que le es inseparable y proviene de la fuente divina de la verdad.» «Lux quaedam moderatrix operationum hominis, ei adhoerens divinoque veritatis fonte derivata.» En el concepto de [35] Varela, de la razón dimanan los dictámenes que enseñan al hombre lo que es justo y constituyen el derecho natural, resumiéndose todos en el amor al bien y en el odio del mal. «La bondad o malicia de las acciones no dependen del arbitrio de los hombres.» La razón es, en una palabra, la intérprete del derecho de la naturaleza, y Dios el legislador.

En el estudio de las pasiones, Varela procede con delicado ingenio, penetrando con el escalpelo de su análisis hasta las fibras más escondidas del corazón; y ya que no nos es dado acompañarle en tan interesante tarea, me contentaré con resumir toda su doctrina sobre el particular, en la siguiente proposición: «es un absurdo querer destruir las pasiones humanas; pero es una obra de sabiduría rectificar el uso de ellas.» Esas palabras están en abierta contradicción con las exageraciones de los estoicos, y se hallan en absoluta conformidad con la opinión de San Agustín. Así se nos figura escuchar aquellas magníficas frases de [36] la Ciudad de Dios (lib. IX, cap. 5º): «In disciplina nostra, non tam quoeritur utrum pius animus irascatur; sed quare irascatur, nec utrum sit tristis, sed unde sit tristis; nec utrum timeat, sed quid timeat. Irasci enim peccanti, ut corrigatur; contristari pro aficto ut liberatur; timeri periclitanti, ne pereat; nescio utrum quisquam sana consideratione reprehendat.» No, la pasión es buena por su naturaleza, pues que Dios la puso en la esencia de nuestra actividad, y de ninguna manera puede ser su aniquilamiento la obra de una sana y bien entendida pedagogía. Es menester dejar al hombre como su Criador lo formó: cauterizar y destruir hasta su germen una pasión cualquiera, es cometer una mutilación sacrílega; es anular completamente nuestra existencia espiritual.

La moral de Varela comprende, además, el análisis de las circunstancias que deben tenerse en cuenta para apreciar la moralidad de los actos humanos, que formula a la manera antigua en el siguiente verso: [37]

Quis, quid, ubi, quibus auxilus, cur, quomodo, quando;

y entre las cuales es una de las más influyentes el temperamento. Al hablar de este punto se descubre en Varela, todavía más marcadamente que otras veces, su inclinación a las doctrinas del discípulo de Locke: «el alma, decía, (Inst. de Moral 69,) tiene una gran dependencia de su cuerpo, y usa de él para ejercer sus operaciones, en términos que hasta sus ideas, puede decirse con el célebre Condillac, todas dependen de los sentidos.»

También emitió Varela sus opiniones, y con sumo acierto, sobre la naturaleza de la conciencia moral, que distingue de la psicológica, llamando a ésta sentido íntimo; sobre las virtudes, y en fin sobre los deberes sociales y los religiosos. Su moral social quedará, a mi juicio, explicada con la mención de las siguientes conclusiones: «La igualdad social debe entenderse de modo que todos los individuos estén sujetos a la ley, teniendo unos mismos derechos si proceden de la misma manera.» «A los ojos de [38] la ley todos los hombres son iguales.» «Los individuos de una sociedad tienen un derecho a los frutos de su industria y trabajo.» «La absoluta comunidad de bienes es un delirio de poetas.» «Los vínculos sociales son la virtud y la ley.» Esta es definida de entera conformidad con Santo Tomás: es la voluntad de la soberanía constante y justa que prescribe algo bajo ciertas penas o premios y se promulga para ser obedecida por los súbditos. «Es un absurdo decir con el autor del libro del Espíritu, asienta Varela en una de las proposiciones (232) del Elenco, que las naciones no están obligadas a guardar entre sí justicia alguna, porque deben considerarse en el caso de los primeros hombres antes de haber formado sociedad: no sólo es quimérico semejante estado, sino que aun cuando lo hubiera habido, en él estarían los hombres obligados a la justicia; siendo falso además que las naciones puedan considerarse como hombres aislados antes de formar sociedad.» Respecto a la Moral religiosa, no necesitaré decir más, sino [39] que el Padre Varela la enseñó como un verdadero sacerdote de Cristo; escrupuloso sin fanatismo, despreocupado sin olvidar ni en un ápice las verdades que como un tesoro guardaba en su pecho, las ideas que proclamaba en su cátedra no eran en manera alguna distintas de las que mil veces explicó desde el púlpito. Nunca aparece Varela más entusiasta, enérgico y vigoroso que en la defensa de sus principios religiosos; y sin embargo, nunca tampoco se han visto sostenidos y propagados esos principios de una manera más dulce y persuasiva. La religión de aquel ministro del altar, modelo de virtudes, no era una religión hostil y sañuda; era una religión de amor y de paz; la verdadera religión del Crucificado.

Tal fue Varela. Júzguese ahora, después del imperfecto bosquejo que acabo de trazar con mano temerosa, si se le atribuye con fundamento la regeneración intelectual de nuestro país. Combatiendo el escolasticismo, rompió para siempre con un pasado que parecía haberse encarnado perdurablemente [40] en nuestro modo de ser; enseñándonos el método cartesiano, nos abrió las puertas de una nueva existencia, y ofreció ante nuestra ansia de saber los verdaderos e inmensos horizontes de la ciencia. Pero hizo más: consecuente al consejo del gran maestro, no se contentó con aquella duda metódica y provisional, que no es más que el elemento negativo del método de Descartes, sino que dedicando todos sus afanes, todas las fuerzas de su privilegiada inteligencia, su vida entera a la misión del magisterio, imprimió extraordinario empuje al desarrollo de las ideas en los más principales ramos del saber, y distribuyendo a manos llenas y por todas partes la buena semilla, nos hizo recuperar con admirable rapidez el tiempo tan desgraciadamente perdido, y para decirlo de una vez, nos puso de repente en pleno siglo XIX.

Y la prueba de que la influencia del Padre Varela formó realmente época en nuestra vida intelectual está en que no tardó en dejarse sentir en todas las manifestaciones [41] o aspectos de esa vida, imponiéndoles el elevado sello de sus principios y de sus tendencias. Después de Varela puede decirse que cuantos en su tiempo y en este país se dedicaron al estudio, cualquiera que fuese la ciencia preferida, otros tantos fueron sus discípulos. D. José Antonio Saco, explicando la Física en el colegio de San Carlos, según las doctrinas vigentes en las naciones más adelantadas de Europa, como él mismo asegura,{7} y D. Nicolás Manuel de Escobedo, aquel ciego inolvidable, profundo jurisconsulto, y orador sin igual entre todos los hijos de Cuba; ¿qué fueron sino discípulos estimadísimos de Varela? ¿Y no fueron también sus discípulos D. José Agustín Govantes, el maestro de nuestros abogados; don Domingo DelMonte el maestro de nuestros escritores y poetas; D. José de la Luz, el modelo de todos los maestros; y D. Manuel González del Valle, el entusiasta y distinguido fundador de la enseñanza filosófica en nuestra actual Universidad? Hoy es hoy, y todavía, cada vez que [42] contemplo a ese respetable y querido D. José de la Luz, en medio de sus apasionados discípulos, doblado sí, por la dura mano del sufrimiento físico, pero con el corazón joven y el espíritu elevado, ora fecundando las inteligencias de todos con los tesoros de la más vasta y enciclopédica sabiduría, ora comentando admirablemente alguna epístola del gran apóstol San Pablo, ora más que todo, edificando con el ejemplo de su heroica abnegación por la enseñanza, viene a mi mente el recuerdo de Varela, y su sombra venerable parece coronar el cuadro y bendecirlo!

Pero debo ser justo; hay otro recuerdo que también me asalta al evocar el de Varela. Es el de un prelado dignísimo, de prendas tan superiores como excepcionales, y cuya benéfica influencia se hizo sentir por donde quiera que alcanzó su poder: es el del Exmo. e Ilmo. Sr. D. Juan José Díaz de Espada, obispo que fue de esta Diócesis hasta el año de 1832 en que falleció. El obispo Espada mereció bien en todos conceptos de [43] este país, y mientras haya un corazón que se interese por Cuba, ni morirá su grata memoria, ni dejará de serle tributado un homenaje de profundo reconocimiento. Con decir que abundando en el mismo espíritu que el Sr. Hechavarría, fue quien dio impulso y aun dirección a los estudios y trabajos de Varela, está hecho todo su elogio: y para que no parezca exageración me será permitido tomar la prueba de ello en una interesante carta inédita del mismo Varela sobre cuestiones filosóficas, a la cual ya aludí antes, y que muy pronto tendré el gusto de dar a la luz pública (véase el apéndice): «Formé un elenco, son sus palabras, en que puse varias proposiciones sobre cuestiones especulativas, y cuando se le presentó al Sr. Espada le dijo a su secretario: este joven catedrático va adelantando, pero aún tiene mucho que barrer; y le hizo notar como inútiles precisamente las proposiciones que yo creía más brillantes. Tomé pues la escoba, para [44] valerme de su frase, y empecé a barrer, determinado a no dejar ni el más mínimo polvo del escolasticismo, ni del inutilismo, como yo pudiese percibirlo.» Por eso, y por otras muchas razones, pues el señor Espada fue bueno de mil maneras distintas, su muerte fue verdaderamente sentida, y los más distinguidos entre los discípulos de Varela, formaron el proyecto de erigirle una estatua en perpetua conmemoración de sus merecimientos.

Mal pudiéramos comprender, a pesar de cuanto queda dicho, la obra del Padre Varela en toda su magnitud, sin fijar nuestra consideración en los tiempos posteriores a él, y sin estudiar el desenvolvimiento que en manos de sus discípulos recibieron los gérmenes y principios fundamentales de su enseñanza.

En honor de la verdad, y para ocuparnos de las instituciones antes que de las individualidades, debemos reconocer que la Universidad no obstante que su carácter oficial se lo estorbase, fue acogiendo las saludables [45] reformas de que Varela fue el más eficaz propagador, hasta el punto de que, como ya vimos al hablar del curso sobre el Texto Aristotélico explicado por el Dr. D. José Zacarías González del Valle, (1839) las doctrinas del Filósofo de Estagira dejaron de considerarse en el mismo predicamento que antes, y de imponerse como dogmas de fe. Acaso se debieron estos resultados, en alguna parte, a la secularización de la enseñanza, iniciada en la misma Universidad desde el año de 1820; acaso fueron hijos tan solamente de la irresistible tendencia hacia el mejoramiento que naturalmente se desarrolla en nosotros, una vez recibido el primer benéfico impulso; pero cualquiera que sea el origen, es lo cierto que la Universidad llegó también a asociarse al general movimiento de progreso, y que desde que sobrevino la decadencia del Colegio de San Carlos, con motivo del plan de estudios de 1842, aún vigente, aquélla ha sido la principal guardadora del fuego de Vesta de la ciencia. [46]

Por lo que hace a los continuadores de la obra de Varela, dignos como lo fueron de tan noble tarea, no dejaron empero de experimentar en un principio aquellas dificultades que trae consigo el planteamiento de toda reforma. Puede establecerse como ley de la actividad del espíritu humano, que la elaboración del perfeccionamiento de éste no se verifica sino de acciones en reacciones. El péndulo separado de su posición de equilibrio sólo la recupera después de un gran número de oscilaciones. Por una razón análoga, y porque en todo período de tránsito se procede siempre bajo la efervescente excitación del entusiasmo, nuestra pequeña república literaria y científica se nos presenta, tras de Varela, con cierto aspecto de aparente desorganización. Defendido unas veces el sensualismo más exagerado; llevado el espiritualismo en otras hasta sus últimas consecuencias; admitido por éstos el infundado e inconsecuente sistema de Bentham;{8} al paso que aquellos procuraban introducir el eclecticismo [47] de Cousin; el movimiento filosófico ofrecía entonces ciertamente un espectáculo de confusión y desorden. ¡Pero cuánta vida en medio de todo! Aquellos errores, aquellas contradicciones, aquellas luchas, no eran más que los borbotones de la savia que la mágica palabra de Varela había hecho correr a raudales por las fibras del árbol de la ciencia. ¡Cuántas verdades al lado de esos errores; cuánto generoso entusiasmo animándolo todo con su vivificante aliento! Por mi parte confieso que ninguna otra época de nuestra historia despierta en mí más vivo interés que esa en que tan fuertes y agitados eran los latidos del santo amor de la verdad. Yo quiero vida para dirigir su desarrollo en el sentido del bien; yo quiero arranques para moderar y rectificar sus ímpetus; lo que no quiero es manejar cadáveres, que no sé galvanizar.

En efecto, ved como de esas propias disensiones y controversias no tardaron en surgir las más excelentes doctrinas con general aprovechamiento. ¿Quién negará que [48] lo proporcionan las mismas exageraciones del sensualismo y del espiritualismo? ¿No parte cada una de ellas de un principio exacto y positivo? ¿No ha prestado cada cual importantes servicios a la causa de la ciencia en el punto de vista absoluto y exclusivo que le es concerniente? Hasta el eclecticismo de Cousin, no obstante su absoluta carencia de base y de sustancia, nos ha sido conveniente en cierto concepto. Diré con toda franqueza, que estoy muy lejos de ser de los apasionados de Víctor Cousin, cuya fisonomía filosófica jamás he podido definirme: sensualista con Laromiguière; inclinándose a la escuela escocesa al través de Royer-Collard; lo vemos también aficionarse a Descartes, como a Maine de Biran, a Kant como a Schelling y a Hegel; y producir su eclecticismo con tan heterogéneos e incompatibles elementos, como si el undique collatis membris pudiese ser nunca un sistema. Mas aquella arrastradora elocuencia a que tan principalmente debió el eclecticismo la aceptación que obtuvo en la culta [49] Francia, y aquella erudición tan variada como extensa, que serán siempre para Cousin legítimos títulos de gloria, aquí también le atrajeron calurosos partidarios, y fueron un incitante estímulo para darle alto y decidido vuelo a los estudios metafísicos, aplicándolos muy especialmente al conocimiento de la razón.

Pero donde en realidad se llevó adelante la grande obra de Varela, fue en la enseñanza a que, dando tregua a las ardorosas contiendas,{9} se dedicaron dos de sus discípulos más notables: los legítimos herederos de su misión regeneradora, D. José de la Luz y D. Manuel González del Valle, a quienes ya tuve ocasión de mencionar. Y a la verdad sería imposible trazar por completo el cuadro que intento ofrecer en este acto a la consideración de mi auditorio, sin decir siquiera dos palabras sobre esos dignos educadores de nuestra juventud. Ojalá que el afecto y respeto que les profeso no sean un obstáculo para la exactitud e imparcialidad de mis apreciaciones! [50]

Un mismo pensamiento ha animado siempre a los Sres. Luz y Valle; a ambos los ha inflamado el más puro entusiasmo por la propaganda de las buenas ideas; los dos han prestado eminentes servicios a la causa de la enseñanza: mas observad, qué diferente camino ha seguido cada cual! Luz ha querido colocarse en el manantial del arroyo para que sus aguas recibiesen desde un principio acertado empuje, y corriesen desde el primer momento embalsamadas con la bondad de sus doctrinas; Valle tomó por mucho tiempo a su cargo la dirección del río ya caudaloso,{10} para impedir que por falta de cauce sus aguas se desparramasen por la llanura o se perdiesen en los abismos de la tierra. El uno en el colegio; en la Universidad el otro; han trabajado útilmente para su patria, y ésta, agradecida, escribirá sus nombres en el libro de los buenos.

En cuanto a las doctrinas de los Sres. Luz y Valle, entre las cuales se notan grandes diferencias, aunque no tan profundas acaso como generalmente se piensa, siendo [51] tan conocidas de todos, no debo detenerme sino muy poco en presentar algunos de sus caracteres más culminantes.

Don José de la Luz no ha condensado, por desgracia, en ninguna obra su enseñanza filosófica. Tuvo ocasión de exponerla, si bien parcialmente, con motivo de las polémicas en que combatió contra el eclecticismo cousiniano por el año de 1839; la ha ido desenvolviendo en sus clases, inimitablemente desempeñadas, porque el Sr. Luz no tiene rival en el magisterio; la ha venido formulando en varios interesantes elencos; la ha explicado cada vez que la Habana entera se ha agrupado en torno suyo, ávida de su elocuentísima palabra;{11} la ha hecho práctica con su ejemplo; la ha ido escribiendo, en fin, y para no cansaros, en la inteligencia y en el corazón de sus discípulos. Pero de esa manera, bien es de comprenderse, cuán difícil no será dar cuenta exacta de las doctrinas del distinguido maestro, y máxime atendiendo a que la inmensa erudición de éste todo lo abarca y aprovecha [52] para los fines de su enseñanza. Me contentaré por lo tanto con tomar de los elencos sobre materias filosóficas publicados por el Sr. Luz algunas de las proposiciones más cardinales, prefiriendo este medio de exposición a cualquier otro, porque cabalmente se trata de quien sobresale de un modo notable en el estilo aforístico. Los aforismos de D. José de la Luz, siempre felices, a veces concentran la sustancia de un libro entero. En el programa que sirvió en 1835 para los exámenes de Psicología, Lógica y Moral del Colegio de San Cristóbal, se dice acerca de las operaciones mentales lo siguiente:

«La experiencia es el punto de partida de toda especie de conocimientos.»
«La distinción entre argumentos sacados de la razón y de la experiencia desaparece ante un severo análisis: o en otros términos, la razón humana jamás puede rigurosamente proceder a priori.»
«El juicio es anterior en todo rigor a la idea, y como la base de las demás operaciones mentales.»
«Los medios que tiene el hombre de asegurase de sus conocimientos y de ensancharlos, son: la intuición, la inducción y la deducción.» [53]

Sobre corrección de las operaciones:

«El método es el constante apoyo de la razón; pero el talento de la observación es el germen de la superioridad.»
«Infiérese, pues, la importancia de la historia de la filosofía por el estudio del método. Las caídas de los hombres grandes son como otras tantas balizas, que nos enseñan los escollos que abriga el mar de las ciencias.»
«Se deduce igualmente que el hombre que no sea capaz de formar su ciencia por sí mismo, esto es, de darse una cuenta exacta de sus conocimientos, no puede progresar en su estudio.»
«Este es el sentido en que debe tomarse la duda cartesiana: Que cada hombre levante de nuevo el edificio de su ciencia.»

Sobre obstáculos de nuestros conocimientos:

«Nada robustece tanto el entendimiento como la costumbre de no admitir más que lo demostrado.»
«Ni la filosofía, ni la sana crítica deben permitir que se aplique el nombre de ciencia a ciertas nociones vagas y contingentes, o a unos meros datos estadísticos.»
«El principio de autoridad es un Proteo, que se [53] presenta bajo mil formas para ejercer su influencia: la novedad, la moda, el espíritu del siglo, la ligereza, la presunción, el amor propio, no son más que ropajes con se viste la autoridad para avasallar nuestra razón.»

He aquí, todavía, otras proposiciones del mismo elenco citado:

«La libertad humana es un hecho tan constante como la propia existencia. Los filósofos no están todos de acuerdo en este punto por haber confundido lo que pertenece al entendimiento y a la acción, con lo que pertenece a la voluntad.»
«Los hombres jamás gradúan el mérito o demérito de las acciones por la utilidad que produzcan. Entonces habría una moral para cada caso, y los medios cualesquiera que fuesen, quedarían justificados como se consiguiera el fin.»
«La sociedad es el estado natural del hombre. Esto no excluye sin embargo la diferencia entre lo que el hombre debe a su misma naturaleza, y lo que debe a la sociedad.»
«Así la naturaleza exterior como el hombre interno proclaman la existencia de Dios.»
«La religión es la primera civilizadora, y como la nodriza del linaje humano.»
«La religión lejos de estar en pugna con la filosofía, [55] le presta el más firme de sus apoyos, para hacer triunfar la causa del género humano.»
«La superstición degrada al hombre, el fanatismo le encruelece, y la incredulidad le corrompe. A la filosofía toca ser centinela de la Moral para impedir que la frágil humanidad sea invadida o contaminada por tan horribles plagas.»

Y ¿qué diremos de este otro elenco del Colegio del Salvador, que durante estos últimos años ha sido la fuente de agua viva en que una gran parte de nuestra juventud ha saciado su sed y templado su alma? Reparad, reparad en esos pensamientos:

«La filosofía es el bautismo de la razón.»
«Hasta qué punto puede ser diversa y desde dónde una la Filosofía.»
«Renegar de la Filosofía, porque no siempre nos alumbra, es renegar del sol porque puede eclipsarse.»
«El criterio; no los criterios.»
«La razón es el distintivo del hombre: la sensibilidad la condición para el ejercicio de sus facultades.»
«Las ciencias son ríos que nos llevan al mar insondable de la Divinidad.»
«La idea de causa, inevitable para el entendimiento humano, es la muerte del panteísmo.» [56]
«Así como la existencia de Dios es el cimiento del mundo moral, la inmortalidad del alma es como la atmósfera de ese mundo. Porque la humanidad si no aspira, no respira; y ved ahí la necesidad del ideal.»
«El trabajo: esa es la roca en que se asienta la propiedad.»
«No hay síntesis ninguna social que pueda sustituirse al dogma cristiano.»

Y decidme ahora si el hombre que ha pensado y formulado tales principios no es un verdadero filósofo. D. José de la Luz lo es indudablemente; y para caracterizar su doctrina, si no temiera incurrir en el defecto de exclusivismo que tan a menudo traen consigo las clasificaciones, diría que su fondo y esencia pueden expresarse con esta sola palabra: Armonía!

Tampoco el Dr. D. Manuel González del Valle ha desarrollado sus opiniones en una obra especial; mas algunos importantes opúsculos que debemos a su correcta pluma, y muy particularmente los cursos que explicó en esta Universidad, antes y desde su reforma hasta el año de 1856, las han dado [57] a conocer suficientemente, procurándoles fieles y apasionados adeptos. El Dr. Valle, como ya lo he indicado antes, ha sido el alma de la enseñanza filosófica en el primer instituto científico y literario de la Isla de Cuba; y a sus sanas y elevadas doctrinas, propagadas con aquel fervoroso entusiasmo que tanto lo ennoblece, y desenvueltas con la más sólida y profunda instrucción, debe trascendentales e inolvidables servicios nuestra juventud. Séale concedida la grata satisfacción de proclamarlo así, haciendo estricta justicia al Dr. Valle, a quien mira como una honra el haber sido, primero su discípulo, y después su sucesor, en la cátedra de Filosofía de nuestra Universidad.

Las doctrinas del Dr. Valle pueden reducirse quizás a su más breve expresión, diciendo que la base de su lógica es la atinada aplicación de los métodos; que en su metafísica, la conciencia y la razón son los puntos capitales; y que la idea de la justicia y la intención constituyen los [58] fundamentos de su moral. El Dr. Valle ha hecho magistralmente el estudio de los métodos. En Psicología se ha mostrado siempre muy partidario de Cousin; pero, sea dicho en su abono, más consecuente que el célebre filósofo francés, lejos de seguirlo en sus veleidades, se ha mantenido firme en los principios que admitió como ciertos, y ha sabido defenderlos en todo tiempo de una manera sólida y brillante. La conciencia es en su concepto, el único libro donde aprendemos a conocer la naturaleza humana. Nada pasa en nosotros, «sin que de ello tengamos noticia acá dentro del alma.» «La autoridad de la conciencia es la última prueba a que apela la autoridad de todas las demás facultades.» «Por eso se ha dicho que la Psicología es la ciencia del yo distinta del objeto no yo, escrita por la reflexión al dictado de la conciencia y de la memoria.» La reflexión recae sobre los mismos objetos que la conciencia: sobre fenómenos y nada más: «de aquí el estudio de las ideas, en las cuales se desarrolla el entendimiento, dado que [59] las ideas son respecto a la inteligencia lo que los efectos a sus causas; de aquí también el pertenecerle a la Psicología, los fenómenos de la actividad y de la sensibilidad en cuanto de ellos sabe la conciencia.» El Dr. Valle ha estudiado detenidamente los dos momentos fundamentales del pensamiento humano: la espontaneidad, y la reflexión; aprovechando, y no poco, los avanzados trabajos de Luis Vives, notabilísimo filósofo español, que honra indudablemente a su patria: ha estudiado asimismo la naturaleza y elementos de la razón humana. Al ocuparse de las ideas de cuerpo y espacio, nuestro maestro se pone en camino de estudiar el papel de la sensación; y aunque afirma que ésta no es el principio único de todo pensamiento y de toda facultad, reconoce que es la condición necesaria de su desarrollo: «habían suprimido los cartesianos, dice acerca de esto, la intervención de la experiencia en ciertas manifestaciones y ejercicios del pensamiento, y Locke la ha restablecido en todos.» Resumiendo: [60] para el Sr. Valle, todo acto real de conciencia es triple y uno; triple, por cuanto a que contiene sensación, pensamiento y acción; uno, porque siempre de esos tres elementos, algunos predomina y prevalece sobre los demás. Respecto a la moral, su fundamento no es otro que la antigua máxima de cumplir con nuestros deberes, bien entendido que éstos no son superiores a las fuerzas de la criatura moral, puesto que en el movimiento continuo de la actividad humana no faltan actos de virtud. La justicia con el carácter de la obligación es el principio fundamental de la moral, y como por la libertad se hace el hombre acreedor al aplauso o vituperio, debemos mantenernos siempre libres para ser buenos. En el acto libre intervienen tres elementos: «el intelectual, concerniente a conocer de los motivos a favor y en contra, o sea la deliberación, preferencia y elección de una acción; el voluntario, que consiste en la resolución de hacer; el físico, o sea la acción exterior.» Por lo que hace a los afectos, son instrumentos [61] de gloria o de crimen, según el uso que de ellos haga la criatura moral. En conclusión diré, que la tendencia práctica de la moral del Dr. Valle, es procurar, con San Agustín, bonus liberi arbitrii usus, et ordo amoris.

Y toda vez que con esto dejamos examinado el desenvolvimiento de la idea filosófica en los dos más prominentes discípulos de D. Félix Varela, sus sucesores y continuadores, henos ya en nuestros tiempos, no restándonos otra cosa que pasear la vista en rededor nuestro, para estudiar y conocer el estado en que nos encontramos.

No temáis que ahora me deje llevar de la tentación de hablaros de mí, de mis creencias, y de mi enseñanza. Lejos, muy lejos estoy de abrigar semejante propósito. Neófito insignificante en la comunión de la ciencia; obrero oscuro aunque fervoroso de la santa propaganda de la verdad, aún no me es dado decir mi palabra, mi palabra que elaboro y procuro madurar a la sombra del estudio y bajo el estímulo del más ardiente entusiasmo, repitiéndome sin cesar [62] con Séneca: «a nadie me he esclavizado; de nadie llevo el nombre; respeto debidamente el juicio de los grandes varones, mas algo dejo para el mío propio; pues ellos no sólo nos legaron lo sabido, sino lo que estaba por saber.»{12}

Mas para completar la ojeada con que me he propuesto seguir la generación de los principios filosóficos en nuestro país, forzoso se hace, en el punto a que hemos llegado, buscar entre nosotros mismos los datos que puedan determinar el carácter distintivo y las tendencias de la época que atravesamos. Voy, pues, a valerme de los que he tomado de todas partes; voy a recogerlos de la propia atmósfera que respiramos; voy especialmente a presentarlos según he podido proporcionármelos escuchando atentamente a nuestros hombres más pensadores.

La tendencia del movimiento filosófico actual, si es que se experimenta alguno, puede definirse, al menos según lo alcanzo, de una manera muy breve. Es la misma de [63] nuestro siglo analizador y concienzudo; no es otra que la de nuestra positivista civilización. De todo hemos de darnos exacta explicación y cuenta; jamás nos fijamos en hecho alguno sin que sea para investigar inmediatamente su procedencia, su razón de ser y el objeto a que se dirige. ¿Por qué? ¿Para qué? –he aquí nuestras preguntas predilectas. De ese antecedente naturalmente ha resultado que todas las fases de la Filosofía, tomando esta palabra en el sentido con que es conocida en las clases, van demostrando cada día más y más, una decidida inclinación a las aplicaciones prácticas. Y a fe que ya era tiempo de que así se verificase. Las ciencias puramente filosóficas, y en especial las metafísicas, han tenido casi siempre una desgraciada propensión a remontarse tan alto en el espacio de las abstracciones que con demasiada frecuencia se han puesto fuera de la comprehensión de la generalidad de las inteligencias, viniendo a ser de esa manera su estudio, una especie de iniciación. La Lógica, la misma Lógica, [64] aun desprovista de los atavíos escolásticos ¿no conserva todavía un aspecto un tanto anticuado, y poco práctico? ¿no sobran en ella muchas reglas ridículas por lo inconducentes, y no pocos nombres griegos que sólo pueden ser aprovechados para hacer alarde de una pedantesca erudición? ¿no adolece aún de una gran exhuberancia de divisiones y de clasificaciones? Por último, y para decirlo todo: esta Lógica, tal como la que conocemos, ¿es en realidad el verdadero arte de pensar? A mi modo de ver está muy distante de serlo; y lo estará mientras permanezca establecida sobre una base equivocada y se desenvuelva en un concepto errado en sus relaciones con las demás ciencias. Las clasificaciones de cátedra, tan provechosas en muchos casos para la enseñanza, a veces falsean las ideas por lo excesivamente absolutas: esto es lo que ha sucedido con la Lógica. Se ha dicho año tras año y siglo tras siglo, que la Filosofía se dividía en Lógica, Metafísica y Moral, colocando a la primera en el mismo parangón de las otras; [65] y de ahí ha nacido toda la confusión y todo el mal. Prescindamos de que la Filosofía, en su legítimo significado, no se constituye por el agrupamiento de tales o cuales determinadas ciencias, ni es tampoco una ciencia, sino algo más grande y elevado, esto es, la Ciencia por excelencia, y el complemento de todas las demás: ¿la Lógica se adapta por ventura más especialmente a la Metafísica y a la Moral que a cualquier otro de los conocimientos humanos? De ninguna manera. Si la Lógica tiene por objeto el perfeccionamiento de nuestra inteligencia para la mejor realización de su fin, que es conocer la verdad, no puede servir a unas ciencias más que a otras, porque en todas se estudia y desarrolla una faz de esa verdad, único sol que las ilumina. Sea que estudiemos las leyes que rigen el mundo físico, o la organización de las plantas, o la armonía de los astros, o los fenómenos de nuestro espíritu; necesitamos igualmente y en el propio grado de la Lógica, esto es, de que nuestro entendimiento practique [66] sus investigaciones, establezca sus leyes, deduzca sus conclusiones, de un modo siempre recto y racional. La Lógica es, pues, de todas, y para todas las ciencias. La única atingencia directa que existe en ella respecto de la Psicología es que la dirección del espíritu no puede menos que fundarse en la naturaleza de éste; pero por lo demás, esa dirección no está destinada más exclusivamente al estudio de nuestro yo, que al de otro cualquiera de los objetos sobre que puede recaer la acción intelectual.

Compréndase bien esto, y la Lógica, sin dejar de formar un estudio especial, se simplificará notablemente con positivo beneficio de todos. Entonces, fuera de ciertos preliminares conducentes a un fin práctico, y de ciertas reglas fundamentales, la esencia de toda la lógica vendrá a reducirse a este gran precepto: PIENSA. ¿Sabéis por qué? Porque si la Lógica se propone perfeccionar nuestra inteligencia, el mejor medio que puede adoptar para conseguir este objeto es el ejercicio de esa facultad. Así como [67] nuestro cuerpo se desarrolla con el ejercicio, otro tanto le sucede al espíritu. La verdadera Lógica, por consiguiente, no es más que la gimnástica de nuestro entendimiento. Haced trabajar la inteligencia en la averiguación de los secretos del átomo; obligadla a meditar en los insondables misterios de la vitalidad; adiestradla en el severo raciocinio matemático; colocadla frente a la conciencia para que descifre los fenómenos del alma, y la inteligencia se irá vigorizando cada vez más, se irá haciendo cada día más capaz de llenar el fin para que la ha destinado el Supremo Ordenador del Universo, y en suma habréis llevado a cabo la más eficaz enseñanza de la Lógica, con tal que la Razón no haya dejado de ser vuestro norte y vuestro guía. ¿Me atreveré a decir todo mi pensamiento? Si se me preguntara si la Lógica es o no una ciencia especial, diría que en mi concepto, siendo la Filosofía la esencia y espíritu de la ciencia, la Lógica es su fórmula legítima, y nada más.

También los estudios metafísicos están [68] destinados a experimentar un cambio muy radical: «el reinado de los sistemas y de las escuelas ha pasado ya, como dice muy bien un distinguido filósofo de nuestros días,{13} y la Metafísica no puede tener una sólida base sino en la síntesis de los datos de la experiencia y de los principios de la razón.» La Metafísica tomará por tanto su más acertado camino, fijándose en la resolución de los grandes problemas que son de su incumbencia; pero cuidando de no extraviarse en las inmensidades de la abstracción, y de no envolver los principios y los hechos en los mil pliegues de lo incomprensible. ¡Cuántas ocasiones, señores, el lenguaje de la ciencia, más que el expositor, ha sido el encubridor de la verdad, viniendo a consistir en una indescifrable algarabía!

La Razón, la Inteligencia; he aquí sobre todo, lo que es necesario no confundir, que hay entre ambas un abismo sin límites. La Inteligencia puede dirigir su acción sobre cuanto la circunde; es verdad: puede conocer el mundo corpóreo; puede retroceder [69] sobre sus propios pasos como por una especie de perpendicular reflexión, haciendo del espíritu humano el ser sui conscius, puesto que la conciencia no es más que el pensamiento, en que el yo es a la vez sujeto y objeto; puede así mismo levantar una tímida mirada hasta el trono refulgente del Eterno. Todo eso es verdad: en esa trinidad de acción se encuentran comprendidos todos los objetos de la idea. Mas la Razón es cosa muy diferente: no es una facultad, es un principio. Cual aquella misteriosa columna de fuego que guiaba al pueblo escogido en su egira hacia la tierra de promisión, así dirige la Razón nuestro desenvolvimiento intelectual; de ella dimana todo lo que aparece de absoluto en la conciencia; siendo bajo el punto de vista de la ciencia, la condición que existe en Dios para ser concebido por el hombre. ¡Cuántas discusiones de todo punto infructuosas se hubieran evitado distinguiendo debidamente la Inteligencia y la Razón!

No sé, señores, si habré logrado exponer [70] estos pensamientos con la lucidez que desearía; mas de cualquier modo que sea me halaga la esperanza de que su mera indicación habrá bastado para dejar caracterizada, aproximadamente al menos, la época presente.

Detened ahora la consideración en los trascendentales resultados a que ha de dar margen la reforma del movimiento filosófico, una vez que converjan hacia la práctica todas sus tendencias. No quiero hablaros de razones fundamentales; eso quizás me llevaría demasiado lejos, después de haber abusado tanto de la atención de mi respetable auditorio. En ese terreno me contentaré con decir que, en mi concepto, una teoría que no sea susceptible de ser practicada, no pasa de ser una aberración, mientras que la gran misión de la ciencia es la de armonizar la práctica y la teoría.

Pero sí quiero congratularme con la halagüeña idea de que, despojados los estudios filosóficos del ropaje poco simpático para el buen sentido, con que por tanto tiempo se vieron desfigurados y adulterados, irá [71] disminuyéndose la repugnancia con que los más los consideran, y cundiendo por todas partes su importantísimo conocimiento. ¿Por qué no ha de ser así? ¿por qué ha de interesar más el estudio de un pedazo de roca, de una hoja de árbol, de un invisible infusorio, que el del ser que vive y se agita en nosotros? ¿qué problemas más grandes, ni de más trascendencia puede proponerse el hombre, que aquéllos que atañen a la naturaleza de su espíritu, a las leyes sublimes que lo rigen, al fin de su existencia, y a la causa soberana que lo ha producido? Grande y admirable es sin duda el hombre cuando, por ejemplo, llega a sorprender en las entrañas de la materia, la armonía de la molécula con la molécula, cuando con mano osada y perseverante le arranca algún secreto a la naturaleza; pero cuánto más se engrandece, señores, cuando penetra con su mirada en los adentros de la conciencia, o cuando la fija en las profundidades de la Razón y alcanza a descubrir allí los destellos sacrosantos de la Divinidad! [72]

Aquí terminaría, señores, si no creyese de mi deber decir todavía dos palabras acerca de la elección del asunto que me propuse tratar. Indiqué al principio que no estimaba como extemporáneo el dirigir una ojeada sobre las fases de nuestra vida filosófica, cuando en ello no haría más que dejarme llevar de la tendencia a los estudios históricos que tan justificadamente, a mi modo de ver, se advierte en nuestra época. Mas debo agregar, que he tenido al propio tiempo otro objeto. He querido dirigir la atención de nuestra juventud estudiosa, sobre modelos muy dignos de ser imitados, con la mira de animar su entusiasmo de esa manera, encendiendo el más vivo y noble estímulo en su corazón.

Lo diré todo lealmente, por doloroso que me sea; creo que la recordación de esos modelos es tanto más oportuna cuanto que se nota entre nosotros cierta especie de indiferentismo que va poco a poco minando nuestra escasa vida intelectual. El marasmo se ha apoderado de nosotros y amenaza [73] acabar con nuestra existencia. Es preciso, pues, que le pongamos coto con un enérgico esfuerzo, y que demos nuevo temple a nuestras almas. Que los nombres de los cubanos ilustres a cuyos grandes servicios en la esfera de la ciencia acabo de tributar mi pobre, pero justo y puro homenaje, que esos nombres, digo, no se separen un instante de nuestra memoria, y nos sirvan de ejemplo eficaz para nuestra indispensable regeneración. Estudiemos, señores, estudiemos! No basta disfrutar de los placeres y comodidades de la vida: nuestra alma ha menester también de su alimento y de sus goces, ha menester también de una atmósfera adecuada para su desarrollo. Eduquémosla en el amor de la verdad y de la justicia, y dediquemos nuestras facultades todas al cultivo de las ciencias y de las letras, esas consecuentes amigas, esas fieles compañeras, más fieles y más consecuentes mientras más nos atormenta el dolor y nos persigue la adversidad. Así lograremos que la huella de nuestra peregrinación por la tierra no quede [74] estampada tan sólo en la deleznable arena; así evitaremos que pueda aplicársenos aquel desgarrador anatema del poeta venusino:

«Aetas parentum, pejor avis, tulit,
nos nequiores, mox daturos
progeniem vitiosorem.»

———

Notas

{1} Hablo de los «Apuntes para la Historia de las Letras y de la Instrucción pública de la Isla de Cuba», que el Sr. Bachiller está dando a la luz, habiendo ya terminado dos volúmenes y hallándose, según tengo entendido, muy adelantada la impresión del tercero. Esta obra viene a ser una recopilación de los muchos artículos que el Sr. Bachiller ha publicado acerca de la importante materia que indica su título, así en la Revista de España, Indias y el Extranjero, de Madrid, como en el Faro Industrial y en la Revista de la Habana; y es sin disputa una de las más notables entre las varias que debemos a la laboriosidad, erudición y talento del distinguido Decano de nuestra facultad de Filosofía.

Al citar al Sr. Bachiller, no puedo menos que dedicarle, en la más rigurosa justicia, un cordialísimo voto de agradecimiento por los servicios que en todo tiempo ha prestado a la causa de la enseñanza, y en especial a la de la filosofía como catedrático de la asignatura de Derecho natural. No aludo al decir esto únicamente a la obra titulada «Elementos de ha Filosofía del Derecho», que hoy sirve de texto en esa asignatura y que el Sr. Bachiller escribió para cumplir con los deberes y exigencias de su magisterio; quiero también referirme a la saludable y meritoria influencia que constantemente ha venido ejerciendo sobre nuestra juventud, estimulándola con entusiasta eficacia a los estudios noológicos, y proporcionándole el conocimiento de doctrinas y sistemas que a no ser por su mediación [76] serían tal vez de todo punto ignorados entre nosotros, con gran perjuicio del adelanto intelectual del país. Siempre recordaré con singular complacencia las lecciones del Sr. Bachiller, lecciones merced a las cuales se despertó en los hijos de la Universidad el deseo de penetrar en las regiones de esa filosofía alemana que el gigantesco genio de KRAUSE parece haber coronado con el sistema de la Armonía Universal y que tan digna es de ser detenida y profundamente estudiada; no siendo tampoco de echarse en olvido los esfuerzos con que, desde hace muchos años, el mismo Bachiller ha procurado hacernos familiares los más eminentes pensadores italianos contemporáneos, publicando interesantes y eruditos trabajos sobre los de Cantú, Gioberti, Rósmini, Leopardi, y otros de no menos justa nombradía (Brisas de Cuba, tomo 2º, 1856). El nombre del Sr. Bachiller, en una palabra, está íntima e inseparablemente relacionado con la vida filosófica y literaria de nuestra patria, y éste es sin duda un título de gloria que lo recomendará siempre a la estimación general.

He aquí una ligerísima noticia de los trabajos filosóficos del Sr. Bachiller, prescindiendo de los ya mencionados; si bien es de advertirse que aun en los que no tienen determinadamente tal carácter, se nota por regla general una propensión más o menos marcada hacia el causalismo de la ciencia. –Discursos sobre Economía Política, y Artículos de la Siempreviva y del Faro, en impugnación del comunismo y contra la reacción pseudo-católica. –Fray Luis de Granada economista, artículo del Faro: ley filosófica de la armonía que existe en la división de los frutos de la tierra. –Artículo contra la rehabilitación de las formas escolásticas, con el epígrafe de D. Juan de Iriarte: «Obtinuit quisquis valuit pulmone triunphum»: Diario de la Habana, núm. 46, 1834. –Civilización y Moral: progreso de los tiempos nuevos sobre los antiguos: Diario de la Habana, núm. 308, 1835.—Varios folletines sobre las cuestiones filosóficas que se ventilaron en esta ciudad desde 1838 a 1840. –Discurso inaugural [77] de la cátedra de Derecho natural. –Artículos sobre las obras del Padre Balmes, Pedro Tamburini de Brescia, y otros, en el Faro. –Filosofía del Padre Balmes: Noviembre de 1848: Faro Industrial. –Estudios filosóficos.Sobre las doctrinas filosóficas de Campoamor: artículo: Brisas de Cuba, tom. 1º, 1855. –Artículos sobre filosofía del Derecho, con motivo de las publicaciones de Oudot, Thiercelin, Taparelli d’Azeglio: Revista de Jurisprudencia. –Ideal del Progreso y últimos estudios sobre estética: Revista Habanera.

{2} Nació Félix Francisco José María de la Concepción Varela y Morales en la Habana, en 20 de Noviembre de 1788; siendo bautizado en la Iglesia del Santo Ángel. Fueron sus padres el Capitán de Infantería de línea del regimiento fijo de Cuba, D. Francisco Varela, y Doña Josefa de Morales: aquél natural de Castilla La Vieja, y ésta de la Habana, donde la hubieron de legítimo matrimonio el Coronel del mismo regimiento D. Bartolomé de Morales y Doña Rita Josefa de Morales. Terminada su educación primaria, Varela eligió la carrera eclesiástica, e hizo sus estudios de humanidades, filosofía y teología en el Real y Conciliar Colegio de San Carlos y San Ambrosio de la Habana. Algunos de sus maestros han dejado un nombre apreciable en los anales de nuestra naciente civilización: los Dres. Caballero y Ramírez y el Lcdo. O’Gavan en el Colegio; y los Dres. Veranes y Cernadas en la Universidad, se cuentan en ese número. Varela obtuvo el grado de Licenciado en Artes y Doctor en Teología, sucediendo a esos mismos catedráticos en más amplia esfera de enseñanza en el propio colegio de que fue hijo predilecto. Al sufrir la monarquía en 1820 la súbita mudanza de instituciones políticas en que renacía la Constitución de 1812, se hallaba Varela de catedrático de Filosofía en el Colegio de San Carlos: su popularidad y notoria capacidad, y la voluntad de su Prelado [78] le señalaron para regentar la cátedra de Constitución creada en el Colegio por el mismo Obispo Espada, y supo obtenerla por medio de una brillante oposición. Elegido diputado a Cortes por esta Provincia, se trasladó a la Península, partiendo de la Habana el 29 de Abril de 1821, y habiéndose mantenido fiel a sus juramentos, tuvo que buscar un asilo en playas extranjeras. Falleció en los Estados Unidos en 25 de Febrero de 1853. Una capilla y un sencillo monumento levantados por el amor de varios de sus discípulos cubanos, encierra en el cementerio católico de San Agustín de la Florida, los restos del Reverendo Doctor en Teología, Vicario general de Nueva York, D. Félix Varela. Además de sus obras filosóficas, Varela nos ha dejado algunos magníficos discursos, entre ellos el Sermón pronunciado en las honras de Carlos IV, y el bellísimo Elogio del rey Fernando VII: nos ha dejado también un libro que tituló «Observaciones sobre la Constitución política de la monarquía Española» (Habana, 1821. Imp. de Palmer) que es la última de las obras de Varela publicadas en la Habana. La postrera de todas ha sido la colección de cartas a Elpidio (New York, 1855. Imp. de Newell: dos tomos), en que se ocupa de la impiedad, de la superstición y del fanatismo en sus relaciones con la Sociedad.

(Ext. de los Apuntes para la Historia de las Letras en Cuba, por Bachiller.)

{3} Omnium optima Philosophia est eclectica. –Demonstratur: ea est optima Philosophia, in qua magis errorum causis remotis, veritatem quoerimus; sed talis est Philosophia eclectica; ergo omnium optima Philosophia est eclectica. Minor evincitur: Philosophia eclectica partium studium, omnemque affectum, aut odium respuit; sed ex hoc maxime erores profluunt; ergo et cet.

Oppones; in Philosophia eclectica nullum sequimur magistrum; [79] sed hoc posito, facile errare possumus, ergo in Philosophia eclectica facile errare possumus, et optima non est.

Resp. sist. majorem: nullum sequimur magistrum, hoc est, in nullius verba juramus, concedo; hoc est, sine norma procedimus, et a nullo edocemur, nego. Id unum enim sibi vult eclectica Philosophia, quod ratione, et experientia pro norma habitis, ab omnibus addiscas, sed nulli pertinaciter adhoereas.

(Varela. Propositiones varioe ad Tironum exercitationum).

{4} El Sr. Bachiller, al ocuparse del Padre Varela en su Galería de hombres útiles (Apuntes para la Historia de las Letras en Cuba, parte 4ª), parece dar a entender que la publicación de las Lecciones de Filosofía precedió a la de la Miscelánea filosófica, y asegura que ésta fue dada a la estampa en Madrid, en el año de 1823. En ninguno de los dos puntos tiene razón, en mi concepto. Respecto al último, no puede quedar duda alguna, atendiendo a lo que el mismo Varela dijo en la Introducción a la tercera edición de la Miscelánea, impresa en Nueva-York, 1827; «...d.C. al público, son sus palabras, estos entretenimientos filosóficos bajo el título de Miscelánea por ser tan varios como lo fueron sus motivos. Hallábame entonces en el lugar de mi nacimiento». Es, pues, incontestable que la primera edición de la Miscelánea no se hizo en Madrid, y que es muy anterior al año de 1823, toda vez que Varela, según se explica en la nota 2ª, salió de la Habana para la Península en abril de 1821. –Dedúcese de esto también, que las lecciones de Filosofía son posteriores a dicha Miscelánea, en razón a que la segunda edición de aquellas se dio a luz en 1824; notándose a mayor abundamiento en su página 46 la cita siguiente: «Me parece conveniente insertar lo que sobre esta materia he dicho en la Miscelánea filosófica ...»

{5} «Las disputas escolásticas, dice el Padre Varela en la Miscelánea, son el teatro de las pasiones más desordenadas, el cuadro de las sutilezas y capciosidades más reprensibles, el trastorno de toda la Ideología, el campo en que peligra el honor y a veces la virtud, el estadio donde resuenan las voces de los competidores, mezcladas con un ruido sordo que forman los aplausos ligeros y las críticas injustas, ahuyentando a la amable y pacífica verdad, que permanece en el seno de la naturaleza por no sufrir los desprecios de una turba desacompasada, que con el nombre de filósofos dirige las ciencias, cuando solo está a la cabeza de las quimeras más ridículas. La razón reclama contra estas prácticas; la experiencia enseña que no han producido un solo conocimiento exacto y sí muchos trastornos. Sin embargo, ellas subsisten, y unidos los intereses individuales con los científicos, éstos fueron sacrificados en favor de aquéllos.»

{6} Conocidas son las hipótesis del Influjo físico de Eulero, de las Causas ocasionales de Malebranche, y de la Armonía preestablecida de Leibnitz; y también lo que es la que Laromiguiére ha atribuido a Cudworth, con la denominación del Mediador plástico. Nada tengo que decir respecto a las primeras; mas sobre la última debo hacer una aclaración a que ya dediqué un artículo en Cuba Literaria (tomo 1º, pág. 193). Mr. P. Janet, cuyo nombre no es por cierto ignorado entre nuestros aficionados a los estudios filosóficos, acaba de demostrar en un interesante opúsculo, que no ha existido fundamento alguno para suponer al célebre filósofo inglés autor de semejante teoría. Resumiré brevemente los argumentos en que el referido Janet se apoya.

1º Llama la atención que siendo tan fácil de refutar, como salta a la vista, la hipótesis del Mediador, hubiese sido [81] concebida por un pensador tan distinguido como Cudworth; 2º Leibnitz, al ocuparse de los sistemas que en su tiempo se conocían sobre la unión del alma y el cuerpo, solo habla de tres, sin mencionar ni aludir al del mediador, ni a ningún otro más, no obstante que el sabio filósofo, cuya erudición era vastísima, no podía ignorar lo que hubiese dicho Cudworth, en su misma época y acerca de una cuestión que tanto lo había preocupado; 3° Corrobora el anterior argumento la consideración de que Leibnitz, no tan solo conocía perfectamente la obra de Cudworth, sino que la estimaba en mucho, no desconociendo su opinión sobre las naturalezas plásticas, y hallándose muy al cabo de la polémica que sobre este asunto se había suscitado entre Bayle y Leclerc; 4º Eulero en sus Cartas a una Princesa de Alemania, escritas en el siglo diez y ocho, expone como Leibnitz, los diferentes sistemas para explicar las relaciones del alma con el cuerpo, sin decir una palabra del Mediador plástico; y no es creíble que ignorase la existencia de esta teoría, caso de tenerla, por haber dedicado tan especial atención a la materia, que sostuvo contra Leibnitz la doctrina de la Influencia; 5º En el artículo sobre las naturalezas plásticas de la Enciclopedia de D’Alembert y Diderot, se encuentra una exposición exacta y fiel de la teoría de Cudworth sin que se hable nada de la pretendida hipótesis del mediador; 6° Juan Leclerc, a quien Laromiguiére atribuye esa hipótesis en común con Cudworth, y que es uno de los más decididos sostenedores de las doctrinas del filósofo inglés, nada establece sobre la existencia del mediador; y 7º En la famosa obra de Cudworth sobre el Sistema intelectual, ni siquiera se emplea el término Mediador que tanta celebridad ha alcanzado, no pudiendo de ningún modo ser aplicado a lo que Cudworth dice acerca de la vida plástica de la naturaleza (plastic life of nature), expresión que algunos han traducido de natura genitrice. [82]

{7} «Si ahora reimprimo, dice el ilustre cubano D. José Antonio Saco, los tres papeles que abajo aparecen, es porque los considero como muestras que dirán a la posteridad cubana, cuál fue el estado de la enseñanza de las ciencias físicas en la Habana en 1823 y 1824. Es verdad que allí no había sabios como en otros países; pero también lo es, que la doctrina que entonces se enseñaba en el colegio de San Carlos, era la misma que en las naciones más adelantadas de Europa. Y no se crea que tan brillante progreso empezase en la época mencionada, ni que tampoco a mí se debiese. Débese sí, a la gran revolución literaria que desde 1812 hizo el venerable sacerdote, el esclarecido cubano D. Félix Varela, de quien tuve yo primero el honor de ser discípulo, y después el de sucederle en la cátedra”.

(Papeles sobre la Isla de Cuba. Tomo 1º, pág. 20).

{8} Extraña parecerá la calificación de inconsecuencia que aplico al sistema de Bentham; mas espero dejarla comprobada reproduciendo a continuación algunos breves pasajes de un estudio filosófico que años ha publiqué bajo el título de Consideraciones sobre el Placer y el Dolor. (Revista de la Habana, tomo 4º, 1855).

«Aquí vendría muy bien probarle al legista que las reglas de la conducta humana deben dimanar de un principio absoluto, invariable y universal, para deducir de eso que el principio de la utilidad no puede servir para el efecto por ser esencialmente vago y relativo. Pero el mismo Bentham nos ahorra el entrar en esa discusión, incurriendo en ciertas inconsecuencias. «Un hombre, dice, que conociese bien sus intereses no se permitiría ni un solo delito oculto, ya por el temor de contraer un hábito vergonzoso que tarde o temprano lo delataría, ya porque aquellos secretos que se quieren encubrir [83] a la vista penetrante de los hombres, dejan en el corazón un fondo de inquietud que acibara todos los placeres. Todo lo que pudiera adquirir a costa de su seguridad no valdría tanto como ésta; y si desea la estimación de los hombres, el mejor garante que puede tener de ella es la suya propia.» Si Bentham toma los términos placer y pena en su significación vulgar, como dice él mismo, sin inventar definiciones arbitrarias ¿cómo pretende dar la pauta de lo que es o no conveniente? Para saber eso no se necesita, dice él, consultar a Platón ni a Aristóteles; y agregaremos nosotros, ni a Bentham tampoco, puesto que «pena y placer no son más que lo que cada uno comprende que lo es, el palurdo como el príncipe, el ignorante como el filósofo.» En verdad, ¿no es una palpable contradicción la que acabamos de hacer notar? Si cada uno puede entender a su modo lo que es el placer y lo que es el dolor, ¿no pudiera decirse a Bentham que si para él la seguridad vale más que todo lo que pudiera adquirirse a costa de ella, no faltará quien opine de una manera enteramente contraria? Sin duda que sin darse cuenta de ello, Bentham rindió parias en esta ocasión a la necesidad de un principio impersonal que sirviera de norma a las acciones humanas. Y no es esto todo: ¿pudiera analizarnos Bentham ese principio de inquietud que dejan en el corazón del hombre aquellos secretos que desea encubrir a la vista de los demás y que acibara todos sus placeres?”

«Séanos lícito contraponer a la maliciosa petición de principio que nos presenta Bentham, un raciocinio menos sofístico y de todo punto positivo. –¿Por qué habéis cometido un robo? –Porque eso convenía a mi interés. –¿Y cómo sabéis que es así? –Porque calculé de antemano todas las consecuencias de mi acción, pesé las ventajas y perjuicios que de ella pudieran resultarme, y como que aquéllas eran superiores a éstos no vacilé en decidirme. –¿Mas no sabéis que, según vuestro Bentham, el hombre que conozca bien su interés no puede permitirse [84] un solo delito oculto? –Y vos (nos redargüirá) ¿habéis olvidado acaso que, según ese mismo filósofo, cada uno se constituye y debe constituirse juez de su utilidad; que de otra manera el hombre no sería un agente racional, sino menos que un niño, un idiota?...»

{9} Con motivo de esas contiendas fue escrita la Carta del Pbro. D. Félix Varela, a que aludo por dos veces en el Discurso y que se inserta en el Apéndice. Véase también lo que acerca de ellas dice el Sr. Bachiller en sus Apuntes (tomo 1º, pág. 199): “La escuela doctrinaria francesa había acogido lo que se llamó eclecticismo en Filosofía, y el nombre de Cousin, como jefe francés de la doctrina, reinó en Cuba, como luego en la madre patria y en Italia. Los diarios de la Habana desde 1838 a 1840 , las obras de García Luna en Madrid, y de Gallupi en Italia, dieron boga, o por lo menos inocularon el espíritu de esa escuela que ya pasó, juzgada en el bien y en el mal que ha hecho, por Mr. P. Leroux y otros en Francia; por Gioberti en Italia; y antes que por éste, por el respetable filósofo habanero D. José de la Luz y Caballero, que con el nombre de Filolézes, escribió muchos artículos y comenzó una «Impugnación» de las que publicó dos entregas e interrumpieron sus padecimientos. Esas polémicas produjeron gran animación en los amantes de la literatura y de las ciencias: en medio de alguna exageración y del apasionamiento siempre lamentable, el eclecticismo trajo en Cuba, lo mismo que en Francia e Italia, el deseo de estudiar las fuentes, y como las tendencias históricas y filológicas de la doctrina relacionaban a los lectores con los nombres de la escuela alemana y con las demás, ha sido el resultado que el maestro se ha quedado sin discípulos, inclusos los que de él aprendían en la cátedra y en ella le han sucedido.»

{10} El Dr. D. Manuel González del Valle estuvo desempeñando la cátedra de Filosofía en nuestra Universidad, siendo además Decano de la Facultad a que pertenecía, hasta el mes de Enero de 1856. En esa fecha pasó a ocupar una de las Jefaturas de Sección de la Secretaría del Gobierno Superior Civil; y posteriormente en 1861 se encargó de esta última importante plaza por Real nombramiento. Hoy es Consejero de Administración en la sección de lo Contencioso.

Por altos que hayan sido esos destinos, en que el Sr. Valle ha tenido ocasión de prestar a su país no insignificantes servicios, se me figura que el antiguo profesor de filosofía no habrá dejado de recordar a menudo con una especie de melancólico placer, aquellas horas tranquilas en que rodeado de sus discípulos su palabra difundía entre ellos las verdades de la ciencia; y si necesitase presentar pruebas en apoyo de tal idea, bastaríame apelar a la tierna despedida que el mismo Dr. Valle pronunció al separarse de la clase de Lógica. «Hoy termina el curso de Lógica, decía a sus alumnos, al que habéis asistido honrándome con muestras de atención y de respeto; también hoy, al cabo de tantos años, idos para no volver, de una leal consagración al estudio de la Filosofía, desde antes y después de la renovación del plan de la Universidad, hoy dejaré de ser la guía de vuestros claros entendimientos y vuestra aplicación, aunque al retirarme lleva mi corazón los más gratos recuerdos de vuestro aprovechamiento y la consoladora esperanza de que no se interrumpirá, por cierto, la enseñanza.» ....

El Discurso con que el Dr. Valle cerró el curso de Lógica y del cual he tomado las frases que preceden, se publicó en el periódico titulado “Brisas de Cuba” tomo 2°, pág. 84. El de terminación de la clase de Moral salió en el tomo 5°, página 170, de la «Revista de la Habana», primera serie. [86]

{11} El último día de los exámenes públicos del Colegio del Salvador siempre ha atraído a éste una numerosa y escogida concurrencia, deseosa de escuchar alguna de esas brillantes improvisaciones con que don José de la Luz acostumbra poner fin cada año a las tareas de la institución que dirige. Véase de que manera se describe uno de esos interesantísimos actos en un cuaderno que dio a la estampa mi muy querido amigo D. Nicolás Azcárate, por haber tenido la satisfacción de presidirlo como miembro de la Comisión Local de Instrucción primaria de esta ciudad.

«El sabio cubano acaba de dar un nuevo elocuente testimonio de sus profundos conocimientos, de su vocación por la enseñanza, y de su ardiente amor a la juventud. El Colegio del Salvador, que con tanta aceptación dirige D. José de la Luz y Caballero, hace muchos años, primero en el Cerro y luego intramuros de esta ciudad en la calle de Santa Teresa, ha presentado sus exámenes públicos en las noches del 8 de Diciembre y siguientes hasta la del 16 inclusive (1857); y si bien hemos observado en ellos menor número de alumnos que en los años anteriores, los ejercicios, han sido brillantísimos y han dado ocasión a los concurrentes para admirar, con un escogido plantel de profesores, en su mayor parte discípulos del Colegio, jóvenes estudiantes que han hecho modesto alarde de una inteligencia tan precoz como sólida y rectamente nutrida.

Como epítome de esos brillantes exámenes, y para no hacer interminable nuestra relación, nos limitaremos al rápido bosquejo que dejamos hecho, concentrando principalmente nuestra atención en la noche del 16 de Diciembre en que se terminaron, bajo la Presidencia del Sr. Brigadier Gobernador Político y de los Sres. D. Anselmo de Villaescusa, D. Lucas Arcadio de Ugarte, y el autor de estas líneas. Después que [87] cantaron un coro e hicieron varios otros ejercicios los alumnos de Música, se procedió por el Director y el cuerpo de profesores a la distribución de Premios, entre los cuales figuraban las obras del Duque de Rivas y el poema religioso «A María» de D. José Zorrilla, ofrecidos por la Comisión Local. En seguida dijo el Sr. Director poco más o menos lo siguiente:

«Hablo, Sres., para decir que no puedo hablar. –Es el caso que sobre mis habituales achaques, he tenido uno que me ha atacado el órgano de la palabra. En tales circunstancias, deseando hablar –porque, ¿quién no ha de desearlo cuando están tantos pendientes de su palabra?– convencido de que no podría hacerlo con la extensión que deseaba sin grave perjuicio de mi salud, y no queriendo por otra parte defraudar al público de esta deuda anual de la palabra que por costumbre tengo contraída, llamé a uno de mis discípulos, comuniquele mis ideas, vacié en el suyo los sentimientos de mi pecho, y lo encargué de desenvolverlos en un discurso destinado a leerse en este acto. Redactolo en efecto, y habiéndose transfundido mi espíritu en el suyo, debo decir en justicia que es mía la materia, suya la forma, y el espíritu de los dos.

Confieso, Sres., que después de escrito me pareció en el primer momento demasiado severo, que nunca la palabra hablada, fugaz y pasajera, aparece tan dura como la misma palabra, consignada y perpetuada por la escritura. Littera scripta manet, dijeron los antiguos. –Sin embargo, considerando que así como se arrepentía el salmista de hablar palabras inútiles, podía arrepentirme después de no decirlas útiles y provechosas, aunque severas, me decidí a que se leyera tal cual se concibió y escribió, pensando que si los jóvenes se mueven por el amor de la gloria y el bello sexo por el sentimiento, a los viejos no debe impulsarnos otro móvil que el amor santo del deber. –Ahora solo resta que el discípulo por mí escogido, desempeñe la parte que le toca en la tarea que con él ha dividido.» [88]

Entonces se adelantó el joven D. Antonio Angulo y Heredia, y antes de comenzar a leer el discurso, pronunció como exordio estas breves palabras, procediendo inmediatamente a su lectura:

«No tengo la vana pretensión de presentaros un discurso digno por sus formas del ilustrado auditorio a que se dirige: no hago más que cumplir un deber sagrado del discípulo agradecido para con el amado maestro. Si encontráis en mis palabras defectos e incorrecciones de estilo atribuidlos a mi ignorancia e insuficiencia: si halláis en ellas, por el contrario, provechosas verdades, ideas y sentimientos apreciables, sabed que son las del venerable maestro de la juventud cubana, que por mi boca os habla en los términos siguientes»....»

Omito la inserción del hermoso discurso leído por el apreciabilísimo joven Angulo, discípulo predilecto de D. José de la Luz y de cuantos tuvimos el gusto de ser sus maestros, por no ser oportuno en este lugar; y copiaré en cambio lo que por vía de preámbulo se dice en otro cuaderno, publicado con el mismo objeto que el de Azcárate, en 1861.

«Los siguientes discursos, escritos a nombre del Sr. D. José de la Luz, por dos del sus discípulos, D. Enrique Piñeyro y D. Jesús B. Gálvez, fueron leídos en el Colegio del Salvador la noche en que concluyeron los exámenes generales del instituto. Después de ellos tomó la palabra el Sr. Luz y dijo que esos discursos, en los cuales sus discípulos habían desenvuelto hábilmente sus ideas y entretejido, por decirlo así, las fibras de su corazón, encerraban cuanto creía oportuno recordar en aquellos momentos en materia de educación. En seguida improvisó una oración en la que daba a sus alumnos algunos consejos que les sirvieran de guía cuando pasasen de la vida del colegio a la vida práctica de la sociedad, les hizo ver cuanto vale y de cuanto puede servirles la luz de la razón, y siguió animándolos a no confundir nunca la fortuna y el triunfo con la justicia, finalizando con estas palabras: –Antes [89] quisiera yo ver desplomadas, no digo las instituciones de los hombres, sino los astros todos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral.»

{12} «Non enim me cuiquam emancipavi; nullius nomen fero; multum magnorum virorum judicio credo, aliquid et meo vindico. Nam illi quoque non inventa, sed quaerenda nobis reliquerunt.» (Séneca. –Epist. XLV, a Lucilio.)

{13} E. Vacherot. La Métaphysique et la Science, Tomo 2º, diálogo 13º sobre la Filosofía del siglo XIX. –Al oír la opinión del Metafísico, que incluyo en el discurso, el Sabio, su interlocutor, pregunta: «¿Volvemos, entonces, al eclecticismo?» El Metafísico responde: «De ningún modo. El método ecléctico puede ser excelente para el sentido común que va derechamente a los resultados sin inquietarse con las dificultades del problema; pero es muy insuficiente como método filosófico. Supone, en efecto, que la obra de la síntesis es mucho más fácil de lo que es en realidad. Laudable tarea sería la de acabar con el empirismo y el idealismo por un consorcio entre la experiencia y la razón; mas, ese consorcio, ¿es por ventura posible? ¿no existe una verdadera incompatibilidad entre las partes que deben celebrarlo? ¿no hay una radical antinomia entre los datos de la experiencia y los conceptos de la razón? –Tan importante cuestión solo puede ser resuelta por el análisis y la crítica de la inteligencia. Era necesario, por tanto, un trabajo filosófico muy distinto al del eclecticismo para preparar el advenimiento de esa metafísica verdaderamente positiva que todos los espíritus serios y elevados deben desear. De ahí la importancia histórica [90] de la nueva filosofía alemana. El genio francés se resigna con demasiada facilidad a ignorar las cosas que exigen cierto esfuerzo para ser conocidas y comprendidas: entre nosotros se ha buscado la solución del problema en la conciliación inmediata de las doctrinas exclusivas, sin ocuparse seriamente de los análisis, de las antinomias, de las conclusiones de la filosofía crítica. El genio alemán tiene sus defectos, que a los franceses nos place exagerar; pero no es uno de ellos el de simplificar las cuestiones haciendo caso omiso de las dificultades. Así, pues, una grande escuela del siglo XIX ha vuelto a fijarse en el problema metafísico, ensayando el resolverlo bajo las nuevas condiciones en que Kant y la filosofía crítica lo habían colocado.»

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José Manuel Mestre De la filosofía en la Habana
Habana 1862, págs. 5-90